
marzo de 1988
Así pasaban los momentos pocos,
así pasaba la felicidad…
Silvio Rodríguez
Y me doy cuenta que esta canción
no es la misma canción de ayer.
Fito Páez
así pasaba la felicidad…
Silvio Rodríguez
Y me doy cuenta que esta canción
no es la misma canción de ayer.
Fito Páez
A Piri, a quién más…
“El pasado no regresa más que así”, pienso oyendo a Silvio el viejo antes de que se convirtiera justo en lo que no quería: un testaferro del traidor de los aplausos. Esas canciones que son el reencuentro con una época; pero más que eso, un reencuentro conmigo misma, con la mujer joven, en formación, maleable aún, que era hace veinte años; la que halló en ellas principios fundamentales: la valentía, el honor, la solidaridad, la fidelidad a sí misma, la manera dialéctica en que acontece la vida, el valor de la amistad, del amor y del arte, la honestidad.
Me sigue sorprendiendo que un tipo tan odioso como Silvio haya logrado, a través de ese alter ego suyo que es la música, inculcar esos valores a varias generaciones mucho más que los sermones de los padres y los discursos de los líderes. Y es que hay en el artista auténtico una cercanía a lo humano que trasciende, incluso, al propio creador y a sus intenciones.
En estas reflexiones ando cuando, de pronto, me veo claramente en el cuarto piso del albergue de becados del Instituto Superior de Arte de Cubanacán en los mediados de los ochenta, cuando era una simple estudiante de letras o, luego, una gris funcionaria cultural de provincia tratando de sacudirme el letargo que ello implicaba. En todo caso, una esponja. En ese cuarto piso, donde estuvo alojada mi hermana Ludmila —o sea, Piri— mientras estudiaba la carrera de actuación, conocí a un grupo de muchachos claves en mi despertar y en mi vida posterior: los hoy artistas plásticos Carlos René Aguilera, Agustín Bejarano, Tomás Maceiras Prego, Jorge Pruna (†), Arquímedes Duvergel, Luis Garzón, Rubén Alpízar, Enrique Martínez, Inés y Teresita; los teatreros Iliana Wilson, Rebeca Rodríguez, Edurne Alonso, Marilín Garbey, Joel Cano, Folgueiras, Orisel Gaspar, Alberto Contreras, Juan Luis Castillo, Marieta Sánchez, Katerina… Ellos, que ya eran artistas, me pusieron ante el camino y señalaron el horizonte. Allí, en el cuarto piso de la beca del ISA, entre risas y bocetos, ensayos, canciones viejas y conversaciones, empecé a ser la Odette Alonso que soy hoy. Y fuiste tú, Piri, la que me impulsaste a avanzar.
Será por todo eso que mi memoria se empina a ratos y nos veo bajando una loma en Miramar, gritando a todo pulmón las canciones del Mediterráneo de Serrat bajo la tarde espléndida: Barquito de papel, sin nombre sin patrón y sin bandera, navegando sin timón donde la corriente quiera… Y bajo la enramada de la azotea santiaguera de Alpízar, con Carlos René rasgando en su guitarra “Mariposas”, navecita blanca, delgada, nerviosa, o aquellas otras canciones que nunca se habían grabado en disco. Y en la sala de mi casa de Aguilera desgranábamos “Y nada más” con Contreras, en un dúo que debió ser atentado a los oídos cercanos con este galillo desafinado que me cargo.
Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno… Y revivo una vez más, alucinante, aquella noche de Festival de Nuevo Cine Latinoamericano que recreé en el “Poema de Renata”, uno de mis primeros cuentos. Las credenciales falsas con las que nos colamos, la persecución policiaca por aquellos pasillos y escaleras hasta llegar al área de la piscina del Hotel Nacional, repleta de gente como en un carnaval, y nosotros huyendo con Rebeca y Mónica, la venezolana, hacia el banquito frente al mar desde el que divisábamos, intermitente, el halo que echaba el faro del Morro sobre la ciudad dormida, la bahía y el mar. Con un frío inenarrable hasta el amanecer, cantando y tomando ron —que todavía era ron y no chispa ‘e tren o bájate el blúmer— de una caneca que Carlos René logró esconder en el bolsillo ancho del pantalón.
“Los inviernos de La Habana”, pienso, y me tiemblan las tripas ante una ensalada de helados en Coppelia. El viento frío que subía por La Rampa traspasaba, hasta llegar al alma, el suetercito azul, tan santiaguero que no abrigaba. Y en la cocina de los abuelos de Tomás, aquel otro domingo helado en las postrimerías del 88, su boca pequeña dentro de mi beso y su faldita blanca de colegiala en aquellos días en que todo el viento del mundo soplaba en su dirección.
Se va a bolina la imaginación y voy atravesando Palo Cagao (alias Romerillo) para llegar a las paradas de las guaguas que allí iniciaban recorrido. Palo Cagao o Romerillo, barrio marginal aledaño al ISA, un laberinto de callecitas interiores y casas muy pobres y deterioradas. Cuenta mi hermana que a cuanta mujer deambulaba por allí le salía al paso un muchachito de unos doce años, con la cosa más grande que ella hubiera visto en la vida —al menos hasta entonces—, pidiendo que le hicieran una paja, con cara de niño y muy empinado aquel trozo de hombre.
Voy atravesando valles… entono y de nuevo estoy durmiendo o sudando, desesperada, en una guagua o un tren lechero de Santiago a La Habana y de La Habana a Santiago cuando menos una vez al mes, en aquellos años en los que Raulito Vizarro hacía la broma de que todos mis viajes, así fueran a Baracoa o Guantánamo —al extremo oriental de la isla—, hacían escala en la capital, más de medio día de camino hacia el oeste.
Me sigue sorprendiendo que un tipo tan odioso como Silvio haya logrado, a través de ese alter ego suyo que es la música, inculcar esos valores a varias generaciones mucho más que los sermones de los padres y los discursos de los líderes. Y es que hay en el artista auténtico una cercanía a lo humano que trasciende, incluso, al propio creador y a sus intenciones.
En estas reflexiones ando cuando, de pronto, me veo claramente en el cuarto piso del albergue de becados del Instituto Superior de Arte de Cubanacán en los mediados de los ochenta, cuando era una simple estudiante de letras o, luego, una gris funcionaria cultural de provincia tratando de sacudirme el letargo que ello implicaba. En todo caso, una esponja. En ese cuarto piso, donde estuvo alojada mi hermana Ludmila —o sea, Piri— mientras estudiaba la carrera de actuación, conocí a un grupo de muchachos claves en mi despertar y en mi vida posterior: los hoy artistas plásticos Carlos René Aguilera, Agustín Bejarano, Tomás Maceiras Prego, Jorge Pruna (†), Arquímedes Duvergel, Luis Garzón, Rubén Alpízar, Enrique Martínez, Inés y Teresita; los teatreros Iliana Wilson, Rebeca Rodríguez, Edurne Alonso, Marilín Garbey, Joel Cano, Folgueiras, Orisel Gaspar, Alberto Contreras, Juan Luis Castillo, Marieta Sánchez, Katerina… Ellos, que ya eran artistas, me pusieron ante el camino y señalaron el horizonte. Allí, en el cuarto piso de la beca del ISA, entre risas y bocetos, ensayos, canciones viejas y conversaciones, empecé a ser la Odette Alonso que soy hoy. Y fuiste tú, Piri, la que me impulsaste a avanzar.
Será por todo eso que mi memoria se empina a ratos y nos veo bajando una loma en Miramar, gritando a todo pulmón las canciones del Mediterráneo de Serrat bajo la tarde espléndida: Barquito de papel, sin nombre sin patrón y sin bandera, navegando sin timón donde la corriente quiera… Y bajo la enramada de la azotea santiaguera de Alpízar, con Carlos René rasgando en su guitarra “Mariposas”, navecita blanca, delgada, nerviosa, o aquellas otras canciones que nunca se habían grabado en disco. Y en la sala de mi casa de Aguilera desgranábamos “Y nada más” con Contreras, en un dúo que debió ser atentado a los oídos cercanos con este galillo desafinado que me cargo.
Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno… Y revivo una vez más, alucinante, aquella noche de Festival de Nuevo Cine Latinoamericano que recreé en el “Poema de Renata”, uno de mis primeros cuentos. Las credenciales falsas con las que nos colamos, la persecución policiaca por aquellos pasillos y escaleras hasta llegar al área de la piscina del Hotel Nacional, repleta de gente como en un carnaval, y nosotros huyendo con Rebeca y Mónica, la venezolana, hacia el banquito frente al mar desde el que divisábamos, intermitente, el halo que echaba el faro del Morro sobre la ciudad dormida, la bahía y el mar. Con un frío inenarrable hasta el amanecer, cantando y tomando ron —que todavía era ron y no chispa ‘e tren o bájate el blúmer— de una caneca que Carlos René logró esconder en el bolsillo ancho del pantalón.
“Los inviernos de La Habana”, pienso, y me tiemblan las tripas ante una ensalada de helados en Coppelia. El viento frío que subía por La Rampa traspasaba, hasta llegar al alma, el suetercito azul, tan santiaguero que no abrigaba. Y en la cocina de los abuelos de Tomás, aquel otro domingo helado en las postrimerías del 88, su boca pequeña dentro de mi beso y su faldita blanca de colegiala en aquellos días en que todo el viento del mundo soplaba en su dirección.
Se va a bolina la imaginación y voy atravesando Palo Cagao (alias Romerillo) para llegar a las paradas de las guaguas que allí iniciaban recorrido. Palo Cagao o Romerillo, barrio marginal aledaño al ISA, un laberinto de callecitas interiores y casas muy pobres y deterioradas. Cuenta mi hermana que a cuanta mujer deambulaba por allí le salía al paso un muchachito de unos doce años, con la cosa más grande que ella hubiera visto en la vida —al menos hasta entonces—, pidiendo que le hicieran una paja, con cara de niño y muy empinado aquel trozo de hombre.
Voy atravesando valles… entono y de nuevo estoy durmiendo o sudando, desesperada, en una guagua o un tren lechero de Santiago a La Habana y de La Habana a Santiago cuando menos una vez al mes, en aquellos años en los que Raulito Vizarro hacía la broma de que todos mis viajes, así fueran a Baracoa o Guantánamo —al extremo oriental de la isla—, hacían escala en la capital, más de medio día de camino hacia el oeste.
Y allí, en la parada de 41 y 42 o caminando por esas calles de Playa con rosales en los jardines, brillan los ojazos de Dinorah y aquel apartamento mínimo donde, aunque no cabían las faldas amplísimas de Vicky, siempre conseguíamos acomodarnos todos, muertos de risa, no importa cuántos fuéramos. Y aquella noche en la que Piri me dijo que lo sabía todo desde hacía siglos, pero quería que yo se lo dijera. Y las otras en la casa de visita del reparto Kohli, refugiados en el cuarto de Pepe el panameño, tomando té negro hecho en una hornilla inventada y un jarro lastimero con bolsitas ya usadas dos o tres veces, muertos de risa oyendo a Béla Bartók y haciendo figuras luminosas con una vela a través del cristal de la puerta del baño. Y el hotelito de Altahabana donde nunca pudimos encontrarnos para que la ciudad recostada al balcón nos contemplara.
Canta el trovador es un desangrado son, corazón... y yo pongo la mano al lado izquierdo de mi pecho mientras susurro: …deja a mi viejo en su escondite, puede que aún lo necesite, no lo despojes de su amparo… Y pienso que aunque ya cantábamos bien inspirados: absurdo suponer que el paraíso es sólo la igualdad, las buenas leyes, en aquellos mediados de los años ochenta, antes de las patadas, antes de los exilios —al menos de los nuestros—, todavía el tiempo parecía estar a favor de los pequeños y a Silvio, el vigía y el juglar, se le llamaba poeta y se le consideraba el hermano mayor.
Canta el trovador es un desangrado son, corazón... y yo pongo la mano al lado izquierdo de mi pecho mientras susurro: …deja a mi viejo en su escondite, puede que aún lo necesite, no lo despojes de su amparo… Y pienso que aunque ya cantábamos bien inspirados: absurdo suponer que el paraíso es sólo la igualdad, las buenas leyes, en aquellos mediados de los años ochenta, antes de las patadas, antes de los exilios —al menos de los nuestros—, todavía el tiempo parecía estar a favor de los pequeños y a Silvio, el vigía y el juglar, se le llamaba poeta y se le consideraba el hermano mayor.