Cortázar es una etapa
de mi vida, aquellos finales de los ochenta y principios de los noventa en que
leíamos con avidez, clandestinamente, los volúmenes que llegaban escondidos en
las maletas de algunos amigos extranjeros o los que robábamos en las primeras ferias
del libro que entonces se hacían en el Palacio de las Convenciones.
Cortázar es la
continuidad de los parques, la noche boca arriba, la casa tomada, el ajolote,
las migalas, la autopista del sur. Cortázar es el París del exilio y los poemas
a Cristina. Cortázar hoy cumple cien años y lo celebro publicando este
fragmento de mi cuento “Retablo para amores imposibles”, cuyo escenario es precisamente
La Habana de aquellos años.
RETABLO
PARA AMORES IMPOSIBLES
Una mujer que nunca me provoca
me ha condenado a lluvia sin
motivo
y desde entonces vivo
ahogado en el deseo de su boca.
Silvio Rodríguez
Margarita
esta tarde con su frío mosaico, escribo y la recuerdo avanzando
entre la gente en el boulevard de San Rafael una tarde soleada de La Habana.
Una muchacha menuda, de pelo lacio y negrísimo, que cuando llega junto a mí me
dice a bocajarro “Qué bueno que te encuentro” como quien acabara de hallar su
salvación.
Y la salvación era ella,
aparecida precisamente cuando yo sobrevivía entre los escollos de un maremoto
personal. Ella que me muestra, con misterio, escondido dentro de su bolsa
tejida, un libro forrado de papel periódico para que los curiosos no vean el
título ni el autor: Milan Kundera, El
libro de la risa y el olvido. “Te lo presto, pero tienes que leértelo esta
madrugada; tengo que devolverlo mañana”.
Kundera, Vargas Llosa, Arenas,
Novás Calvo, Lezama, libros prohibidos en la isla de los libros. “Lo trajo un
español”, me cuenta. “Se lo dejó a una prima de una amiga de mi compañera de
trabajo; hay que leerlo rápido”. Y no dormí esa noche, tomando notas, casi
trascribiendo, haciendo paralelos entre las letras que devoraba y el mundo más
allá de mi ventana, ese limbo parecido al de los niños macabros.
Y pensando en ella, tan bonita,
aquella tarde en que la conocí leyendo sus poemas en un patio colonial, rodeada
de escritores y aspirantes, todos queriendo llevársela a la cama. Y ella
conmigo un rato después, caminando junto al muro que divide a la ciudad del
mar.
Las olas chocan contra la piedra
y echan sobre la acera un abanico de pequeños arco iris que nos salpican. El
sol se ha convertido en tibia caricia cuando nos sentamos a ver el último rayo
de la tarde. “Cuando el sol rueda detrás del horizonte”, me dice, “a veces se
percibe un rayo verde”… Quiero abrazarla, pegarla a mí. “Si lo llegas a ver y
le pides un deseo, se te cumple”. Un deseo que se cumpla, qué sueño tan gastado
y engañoso…
“Te traigo un tesoro”, dijo con
los ojos muy abiertos cuando abrí la puerta la primera vez que me visitó. “Pero
tienes que leerlo ahora mismo, no te lo puedo dejar”. Forrada con las páginas
coloridas de una revista Unión Soviética,
la edición príncipe de Fuera de juego
de Heberto Padilla con la nota de la Unión de Escritores deslindándose,
desacreditando al jurado que otorgó el premio. “Lo encontró un amigo escondido
entre otros libros viejos de la biblioteca de su tío”.
Los libros del índex
revolucionario pasando de bolsa en bolsa, de mano en mano, de ojo ávido a ojo
ávido. La Biblia, Simone de Beauvoir, Piñera, Solzhenitsin. Clandestinos como
productos del mercado negro, perseguidos como agentes transmisores de
epidemias. Cavafis, Sartre y Camus, Nietzsche. Y las visitas y los tesoros se
hicieron más frecuentes. Dos veces por semana. A veces tres.
Margarita
y mis manos tanteándole la furia y los almíbares. Está
sentada al borde de la cama, junto al equipo de música, revisando el puñado de
discos y casetes. Tan concentrada, que su único movimiento es ese gesto
instintivo de quitarse el pelo de la cara con un golpe de cabeza.
Yo la miro desde la puerta del
cuarto, en silencio. “Es un panal en el que no debo meter la mano hasta que no
esté segura de que no van a picarme las abejas”, pienso mientras ella saca un
disco del montón y cantamos juntas, a vivo grito “Quién dijo que todo está
perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón” y bebemos a sorbos, del mismo vaso, un
ron nicaragüense.
Y avanzada la noche la acompaño a
la parada o tal vez caminamos largamente hasta la puerta de su casa, donde nos
despedimos y yo desando los pasos, uno a uno, pensando qué pensará de mí, si me
querrá un poquito. Pensando si valdrá la pena perder esta amistad por un beso
que inaugure el desmoronamiento inevitable. Porque el amor, cuando empieza,
sella en ese mismo instante su final. Y porque el de dos mujeres es un grito
imperdonable en medio de una plaza rodeada de sicarios dispuestos a atacar.
Vender el alma al diablo o vender el alma a
Dios, escribo y me
pregunto si no será de locos que estemos leyendo las Iluminaciones de Rimbaud, las dos del mismo libro, a veces en voz
alta, como si nos confesáramos esos fragmentos la una a la otra, mientras
llegan claritos los ruidos de la calle, burda salsa desde la grabadora de los vecinos,
los gritos de niños jugando a la pelota, el timbre intermitente de las
bicicletas.
Pero en este instante somos las
poetas malditas, las enfants terribles.
Rimbaud y Verlaine en Centro Habana. Paolo y Françesca en un cuarto alquilado
de una isla infernal. Eva y Lillith tentando a la manzana frente al árbol
prohibido. Vender el alma y que ella llegue alguna tarde a ponerme su almíbar
en los labios.
La cama es un colchón pegado al
suelo. Ella está sentada a los pies y yo en el piso, a su lado. Ella tiene
abierto el libro sobre sus piernas y yo escribo los versos en una hoja arrancada de un cuaderno. “Qué calor”,
se queja y saca los pies de los zapatos. Los pega al suelo frío buscando un
alivio. Sus pies pequeños al alcance de mi mano.
Pongo el papel entre las suyas. Ella lee, casi inmóvil, Margarita esta tarde con su frío mosaico.
Y levanta la vista lentamente hasta mis ojos. Margarita y mis manos tanteándole la furia y los almíbares. “¿Qué
es esto?” pregunta como si no lo supiera, como si fuera normal encerrarse noche a noche en un cuarto con una mujer y cantar
y beber y leer del mismo libro los tremendos poemas del francés y los poemas
propios.
Y yo quise decirle “que te
quiero”, pero las tres palabras se me atoraron en la garganta y desataron una
furia interior que no tenía más salida que el fuego de mis ojos. “Creo que te
has confundido”, me dice, cuando la confundida es ella. Y no le sostengo la
mirada, sino que cierro el libro, lo dejo sobre la cama, a su lado, y me
levanto de un salto y me pierdo en la oscuridad de la cocina.
Y hasta allí me persigue. “No
entiendo qué sucede” y me toma una mano que aparto de la suya. “No sabía que
esto estaba pasando”, insiste y le doy la espalda.
Vuelve al cuarto y recoge sus
cosas. “No la dejes ir” grita una voz dentro de mi cabeza, pero ella avanza
sobre el pasillo apenas iluminado. “Aprecio tu amistad, pero esto no lo
imaginaba… no sé cómo enfrentarlo” y se detiene ante la puerta y gira hasta
quedar de frente a mí. Me mira a los ojos, con una mirada que me parece triste.
En silencio saltan los segundos.
El nudo clavado en la garganta apenas me permite respirar. “Está esperando a
que la beses” grita la voz desde el fondo de mi alma y hago el ademán de
acercarme a su cara, pero me detengo, paralizada. Espero a que sea ella quien
se acerque y antes de abrir la puerta, deposite un beso leve, el último, en mi
mejilla.
Margarita
y el miedo de que dijera no.
(tomado de Con la boca abierta, Madrid, Odisea Editorial, 2006)