martes, 16 de diciembre de 2008

La oreja de Beethoven

Jack Nicholson en El resplandor



Pido un minuto de silencio. Nomás abro los ojos, sacada de mis sueños por la chicharra inclemente del despertador, oigo los cláxones en son de mentar madres —¡qué animosa la gente desde tan temprana hora!— y, después, el ronco bramido del calentador, entre cuyas llamas crepitantes creo escuchar chillidos, lamentos que vienen de otras dimensiones, cantos de monjes malditos, de almas del Hades. Y las noticias de la radio, no son menos alentadoras: ejecutados, decapitados, despedazados, acribillados, encobijados, desollados, atropellados, estallidos, bolsas y aviones que se desploman, fugas de agua, de gas y de cerebros, políticos corruptos, tráfico inhumano… Pura desgracia que ya es nuestra cotidianidad.
Las voces intermitentes de los reporteros, de Carlos González o Blanca Lolvé, el comentario de Sergio Sarmiento… Y si enciendo la tele —casi nunca con mi propia mano—, la burda romería de Primero Noticias, que no parece noticiero, pálido antecedente del bochinche impío que es Hoy, la revista mañanera del Canal de las Estrellas. Todo el mundo grita a voz en cuello, desgañitados, encaramándose unos sobre los otros desde la seis de la mañana. Este mundo se ha vuelto loco…
“¿Cómo sobrevivir en este frenesí?”, me pregunto mientras salgo al tibio solecito o la infame inversión térmica, añorando en vano la oreja de Beethoven. Atravieso el mundanal ruïdo: las bocinas del taller mecánico de la avenida —“Y es que te quiero uo, beibi te quiero uo uo”—, los timbres variopintos de los celulares, los cláxones de nuevo, el motor acelerado de los carros, el ronroneo de los aviones.
Como quien huye, desciendo al inframundo. Cuando el traqueteo del tren sobre las vías empieza a conducirme por caminos mentales sin nociones, resuena estridente en todo el vagón: “Arre, borriquito,/ arre, burro, arre,/ anda más de prisa que llegamos tarde”… Ah, la música de esta temporada, los tintineantes villancicos. Y me pregunto, con cara de Jack Nicholson en El resplandor, qué mamada es ésa del ropo pom pom y qué coño beben los putos peces en el río… Pero mejor me calmo si no quiero que la Villamar me llame la atención por el innecesario y excesivo uso de malas palabras.
Tomo un taxi al salir del metro. La distancia es muy corta; alcanza apenas para una pieza. A veces es José José, a veces K-paz de la Sierra, a veces Mariano Osorio en una de sus moralizantes recitaciones impostadas e insufribles, a veces alguno de esos programas idiotas de concursos. Uno de esos días iba la Massiel cantando “Rosas en el mar”:

Voy buscando un amor
que sepa comprender
la alegría y el dolor,
la ira y el placer.
Un gran amor sin un final
que olvide para perdonar.
Es más fácil encontrar
rosas en el mar.

¿La están tarareando, verdad? Así mismo llego a mi oficina: silbando todavía la canción del taxi. ¿Dije oficina? No, no es oficina. Es el medio de un pasillo donde sesudos albañiles, contratados por sesudos funcionarios sin la más mínima sensibilidad hacia el trabajo editorial, instalaron una de esas estructuras de tablones separados por vidrios a las que llaman caballerizas porque, como los caballos en las ídem, está uno viendo todo el tiempo cada movimiento de quien tiene al lado o enfrente. O sea, la intemperie.
Detrás de mi puesto hay un despachador de agua por el que pasan todos mis compañeros, varias veces en el transcurso del día, a llenar sus recipientes y fijarse en la pantalla de mi computadora. No los culpo; yo también lo haría: la curiosidad es consustancial a todo ser vivo; por eso mató al gato. Un poco más allá del despachador está el Departamento de Sistemas. Dos puertas: una justo a mi espalda, donde se aposenta el jefe; otra, en perpendicular, donde se hacinan los subordinados. De ambas, al mismo tiempo, brota música a borbotones: a un lado, Mocedades o Juan Gabriel; al otro, escándalo electrónico del que se conoce coloquialmente como ponchis ponchis. Abajo, a través de las ventanas que dan al almacén, ritmos tropicales. Ese orden puede alternarse arbitraria e inesperadamente y que el gordo de Pesado me aúlle detrás del tronco de la oreja: “Ojalá que te mueras,/ que se abra la tierra y te hundas en ella…” o sentirme lúbricamente observada por Ceratti a través de su persiana americana o recordar qué galillo tenía Mónica Naranjo cuando todavía la querían, antes de que se le ocurriera decir que había venido a enseñarles a los mexicanos, que sólo cantaban rancheras, lo que era la verdadera música. El volumen, huelga decirlo, es también de quien desconoce —o no le importan en lo más mínimo— los requerimientos de la labor editorial.
Y si no es ese ensamble inarmónico, es la sinfonía de la crisis. ¡Qué pobres somos, qué mal estamos, qué hecatombe se nos viene encima!, mientras la gente se desborda en racimos por las puertas y las escaleras de los centros comerciales, en cuyos pasillos hay que avanzar dando empujones y codazos como en la Trocha del carnaval santiaguero. Y hacen colas en los cafés y en los restaurantes de cadena, y se arrebatan unos a otros los regalos navideños de los almacenes y las boutiques. ¡Qué sino inevitable nos acecha!, mientras no queda disponible un solo boleto de avión ni un espacio en hotel alguno. “Recuerda a aquellas películas de gánsteres de los treinta”, me decía José Luis el domingo: la Gran Depresión y los casinos y los cabaretes llenos.
Que el ser humano pierde cada vez más la capacidad de concentración, al menos como era concebida tradicionalmente, insistía un reportaje hace unos días. Que ya pocos saben —o aguantan— el silencio, si es que el silencio todavía existe. Dos semanas atrás, en Manzanillo, después de las lecturas del mediodía bajaba al mar. Me alejaba un poco del hotel y me echaba boca arriba en la arena. Cerraba los ojos y trataba de relajarme, cosa de difícil cuando el cuerpo es un amasijo de acero adrenalizado, listo para enfrentar, una tras otra, cualquier contingencia. “Ya nadie escucha la música de las esferas”, pensaba mientras, al abrir la mirada, veía sobre mí el inconmensurable azul de la bóveda celeste.
Regreso a casa ya en la noche, alta la Luna o su ausencia, con la cabeza del tamaño de ese enorme círculo y llena de las púas que le crecen dentro y la hincan. Y cuando afuera todo es silencio y madrugada, empieza otro escándalo inmisericorde: dentro de esta testaruda testa se desata todo lo acumulado durante el día: melodías de Arjona, Belanova, Julieta Venegas y Los Tigres del Norte, versos locos que en esa hora parecen iluminados, fragmentos de Parques y novelas no escritos, requiebros y maldiciones, tribulaciones humanas. Entonces comprendo que la oreja de Beethoven nunca pudo ser tan sorda. Y decido no seguir atormentándolos, al menos en lo que resta de diciembre. Les agradezco el favor de su lectura y de sus comentarios en esta tertulia virtual que espero podamos mantener el año próximo. Que pasen felices fiestas y que el 2009 nos traiga buenas noticias y alegres realizaciones. Nos vemos por aquí el martes 6 de enero, para reiniciar este periplo con la gloria de los Reyes Magos.
Y como sé que es inútil pedir un minuto de silencio, aun a gritos, remedo a aquel sabio directivo de Cultura en Cuba y les insto… ¡a bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional! O lo que es casi lo mismo, para estar a tono, en ritmo de timba majadera: Suenen campanas que ya está aquí el Niño Dios...

martes, 9 de diciembre de 2008

De putas y tiranuelos

Jinetera en La Habana



No sé si pueda aún cantar triste y ecuánime
sobre el reloj antiguo del último deshielo…
Heriberto Hernández


Ayer se cumplieron dos décadas de la tarde en que un comando militar irrumpió en la lectura de poemas que se realizaba en la librería El Pensamiento, de Matanzas, Cuba. A patadas sacaron los boinas rojas a los poetas, varios de los cuales permanecieron incomunicados durante días en las mazmorras de la Seguridad del Estado provincial. ¿Qué hicieron esos muchachos para merecerlo? Escribir poemas y leerlos por toda la isla.
Han pasado veinte años y otras tantas cosas: se desmoronó como merengue el campo socialista, sobrevino el período especial y con él, el hambre y la miseria más grandes, masivas e indiscriminadas de que se tenga noticia en la historia de Cuba; salió del país media intelectualidad y después del habanazo de 1994 —la primera protesta popular espontánea en contra del gobierno, reducida también a golpes—, se desbordaron las costas en una crisis de los balseros que no ha parado hasta hoy. Y se legalizó el dólar y la prostitución se convirtió en modo de sobrevivencia para buena parte de los cubanos.
Mónica Garza, una de las conductoras “estrella” del espectáculo mexicano, está anunciando para el prime time del sábado próximo en TV Azteca una entrevista con “una mujer que con sólo mencionar su nombre evoca escándalo”: Niurka Marcos, la “vedette” dueña de las cumbres del rating en la televisión de este país. En los adelantos de la siguiente emisión de sus “Historias engarzadas”, la conductora afirma, con una contundencia que desconcierta, que la prostitución es algo consustancial en Cuba, incluso desde antes de 1959. Y le pregunta a Niurka cómo, siendo así, pudo sortear ese “destino prefijado”.
Al margen de que la susodicha en cuestión no haya conseguido en realidad sortearlo cabalmente, esa aseveración, digna de un terrorista de la palabra, me deja preguntándome, una vez más, cómo fue que llegamos a convertirnos en el burdel del mundo. Porque la idea de Mónica Garza es, lamentablemente, una imagen común y extendida entre los “interesados en Cuba” en las últimas décadas. Hasta los más respetuosos se acercan a ese tema planteando lo cachondo que somos, en esencia, todos los isleños. Y tan internalizado lo tenemos a estas alturas, que hasta hacemos orgulloso alarde de nuestras excelencias amatorias y nos empeñamos en defender apasionadamente el tamaño del pene nacional, siempre monumental en comparación con los de otras nacionalidades.
Antes de la revolución había putas en los barrios de putas, en las zonas rojas, como en todas las ciudades del mundo. El asunto es que como la revolución, en sus afanes de salvación y limpieza moral, eliminó las casas de cita, ahora están en todas las esquinas. De ese modo el oficio dejó de ser “discreto” —si alguna vez lo fue— o acotado a ciertas áreas y se hace tan público que en muchas de las fotos que publicitan los lugares turísticos, protagonistas o de refilón, abierto o sugerido el mensaje, aparece una jinetera. El fenómeno es una realidad incuestionable. Sectorializado —¡no todas las cubanas son putas!—, pero incuestionable. Y es, curiosamente, junto a la dignidad nacional, una de las imágenes generalizadas de la Cuba actual. Al mismo nivel la revolución y las muchachas facilonas.
Y eso no es gratuito. La economía nacional depende en buena medida del turismo y el que va a Cuba, en gran porcentaje lo hace con intereses sexuales. De modo que el gobierno no sólo se hace de la vista gorda, sino que favorece la prostitución de toda índole —del cuerpo y del alma—, aunque diga o aparente otra cosa. Una prostitución “de nuevo tipo”, ejercida por el hombre nuevo y la nueva mujer, esos seres desprejuiciados hasta el desparpajo o la vulgaridad. Cuentan que el malecón es la gran pasarela, el bazar sin fin de los pecados y los milagros. Que ahí en el muro, a la intemperie, junto al mar, pueden encontrarse desde un trío cantando sones tradicionales y una variedad gastronómica con tintes clandestinos, hasta —y sobre todo— las más variadas y multifacéticas ofertas del negocio sexual, incluidos sus potenciadores naturales: el alcohol y las drogas.
Conozco a más de uno de esos defensores a ultranza de los logros revolucionarios, que va una vez al año no a participar en los trabajos voluntarios ni a cortar caña —¿nada de eso existe ya, verdad?—, sino a refocilarse con una mulatona o un mulatón de ensueño —o ambos, juntos y revueltos—, diestros en desentrañar los placeres de cada anatómico rincón. Tal vez piensan estos románticos guerrilleros extemporáneos que hay que apoyar, así, esta nueva etapa; perdonarle el desliz fisiológico al “proceso” —culpa del imperialismo y los ciclones, claro está—, a cambio de tanta divina cosquillita.
A 50 años de 1959 ése es uno de los rostros más visibles y odiosos del deterioro. El flagelo de la prostitución no es —no, Mónica Garza; no, guerrilleritos trasnochados; no, comandantes del pueblo— una característica consustancial del ser cubano ni lo era antes del ‘59. Entonces, para referirse a la mayor de las Antillas, nadie decía “¡Qué putas son las cubanas!” ni le aconsejaban al amigo: “A Cuba hay que viajar soltero”.
Dos versos saltan del fondo de mi memoria; aquellos donde Martínez Villena decía: “Hace falta una carga para matar bribones/ para acabar la obra de las revoluciones”. ¿Una carga?, me pregunto de inmediato, ¿para matar? ¿Acaso no fue una carga lo que emprendió contra los poetas en Matanzas?, ¿no lo fue la que apagó el habanazo a palazos y patadas de esas guardias blancas que fueron —¿son?— el contingente Blas Roca? ¿Eso sería lo que quisiéramos repetir?
Hace un par de semanas un lector, que convenientemente firmó como Anónimo, dejó un apunte al final de los comentarios de “Tiranuelos” en el cual planteaba que si los métodos de condena/represión habían sido tan efectivos para el régimen castrista/castrador, por qué no podrían seguirse al pie de la letra en el destierro con el fin de perpetuar —entendí yo— el “poder absolutista” del exilio histórico sobre las nuevas generaciones que, viniendo de Cuba con el cerebro “enjuagadito” (sic), intentan proponer prácticas más conciliadoras e inclusivas.
Me pareció una estrategia perfecta para quien quiera ser un dictador a imagen y semejanza de aquél, repetir los patrones del padre golpeador y eternizar la defenestración, los fusilamientos, la sacadera de ojos, la cacería de brujas. “La sangre numerosa”, el más reciente de esos excelentes artículos que publica en El Nuevo Herald Rafael Rojas —según Camilo Venegas, y yo apoyo, la mente más organizada que ha dado la nación después de Capablanca—, plantea: “Durante siglo y medio los cubanos se han enfrentado unos a otros […] La nación, entre cubanos, no ha sido entendida como democracia, sino como exterminio o exclusión”. Y me (les) pregunto: ¿Ese pasado es el futuro que queremos?

martes, 2 de diciembre de 2008

A la bahía de Manzanillo

A bordo de El Zapoteco, después de la lectura de poemas,
Jetzabeth Fonseca, Arlette Luévano, Françoise Roy, yo y Ana Franco Ortuño.



A mis compañeros de aventura,
ahora que llega, inclemente, la noticia
de la muerte de la poeta Enriqueta Ochoa.



Hace dos días tengo pegada en la cabeza aquella canción infantil que decía: “Yo quiero ser marinero capitán/ de un gran barco en alta mar”. Tal vez sea porque la semana pasada estuve en Manzanillo, puerto del Pacífico y, como parte de las actividades del Cuarto Festival de Poesía, leímos a bordo de El Zapoteco, buque de la Armada Mexicana que cada noche abrió su cubierta de proa para que, entre el balanceo de las aguas y el frescor del ocaso, leyeran los invitados.
“Yo quiero ser azafata de un avión/ y volar a propulsión”, decía la segunda estrofa de aquella tonada que me traslada a la infancia, a aquellos tiempos en que los jueves mi abuelo José me llevaba a El Caney. “Caney de Oriente, tierra de amores/ cuna florida donde vivió el siboney,/ donde las frutas son como flores,/ llenas de aroma y saturadas de miel”… Nísperos y caimitos, cañandonga y marañón, melón de agua y de Castilla, anón y guanábanas, piñas, mangos, mamoncillos… ¿Adónde irían a parar esas frutas que nunca volvieron a la canasta de centro de la mesa de los abuelos?
Por entonces el gobierno nacionalizó la tiendita de abarrotes de Eugenio y el camión de fletes de mi abuelo. Y el bar de la esquina con la vitrola que cantaba: “A la bahía de Manzanillo/ voy a pescar la luna en el mar”. Con esas melodías rondando mi cabeza y las imágenes viejas del puerto cubano, me fui el miércoles a este otro Manzanillo donde el avión aterriza junto al mar, a la par de la orilla, casi mojándose las llantas en la espuma blanquísima.
Después del frío espantoso del amanecer y el banco de niebla que mantuvo inactivo por horas el aeropuerto de la ciudad de México, aquello parecía el paraíso. Lo confirmé cuando me asomé al mar, apenas haber dejado la maleta en la habitación. “Aquí podría vivir”, me dije recostada de la barda de madera que separa el hotel de la playa. “Aquí podría vivir”, me repetí la mañana siguiente al asomarme a la ventana del cuarto y mirar el poco pacífico Pacífico.
Toda la ciudad se llenó de poesía desde ese mediodía: la orilla del mar, las escuelas y librerías, los restaurantes, los cafés, los bares, la fuente danzarina del Centro. Y la gente, respetuosa, escuchaba a los poetas, les aplaudía. “Sin poesía no hay ciudad”, aquel grafiti que me sorprendió hace unas semanas a la entrada de Monterrey, pintado como parte del proyecto de “poetización de paredes” que encabezó Armando Alanís en la Sultana del Norte, parecía hacerse realidad también en Manzanillo donde, cuentan, una de las primeras tareas de Avelino Gómez Guzmán, poeta al fin y al cabo, al frente del Instituto Municipal de Cultura, fue llenar de versos los muros de la ciudad.
“En Manzanillo se baila el son, en calzoncillo y en camisón”, tarareaba quedito mientras la camioneta avanzaba hacia el centro y veía, de un lado, los contenedores del puerto y, del otro, las casitas que cuelgan de los cerros surcados de escaleras. “Allí podría vivir”, dije elevando la vista, imaginándome todo el mar de frente, aunque Jetzabeth me alertaba de que es una chinga tener que subir esas escalinatas. “Imagínate con las bolsas del súper… en el calor de agosto”. La ilusión dura poco en la casa del pobre.
Lo que sí dura es la emoción, el resonar cadencioso de los versos sobre ese aire limpio, las risas de los amigos. ¡Porque mira que se ríe uno en esos jolgorios! Vuelvo a vivirlo todo: la primera cerveza con Armenta y César y las compartidas con Arlette y Armando jugando con la arena; Servín comiéndose de lengua un taco… en salsa verde; Herminio cantando en italiano “Ella quiso quedarse/ cuando vio mi tristeza…” y midiendo los hemistiquios en las canciones de José Alfredo; Wong que es una máquina ―china― de inventar chistes y juegos de palabras; la cena apresurada en Starbucks donde, según Lara, venden los sángüiches más caros ―y más avejentados― de América Latina; el cumpleaños de Ana; las chispeantes anécdotas de las fotos prohibidas de Françoise; la asombrosa memoria de Gaytán; la seriedad de Baudelio y de Molina y Vedia; la picardía de ese Adán que nos puso en el Mapa; el "éxito social" del joven Mijail; la lectura de poemas de Avelino en el Bar Social, al lado de Juan Carlos; las sorpresas de Jetza; la límpida belleza de Lidia al borde de los 18; los enormes tacos de buenísima arrachera de La Sonrisa; el balcón sobre el océano del bar Boras y de Doña Concha; la fiesta final. Y el salitre pegado a los resquicios de la piel y del alma, allí donde no tallan las esponjas.
Por esos intersticios asoman los recuerdos cuando la cotidianidad vuelve a agobiar con su insistencia absurda. Y volvemos a sonreír cuando llegan las fotos y los mensajes de los amigos nuevos y de los viejos. Y mientras canto: “A la bahía de Manzanillo/ voy a pescar la luna en el mar”, remedo a Eugenio de Rastignac cuando, divisando a lo lejos aquella otra ciudad, poquito más europea, aseguró: “Ya nos veremos las caras”.

Leyendo poemas de Avelino en el Bar Social

lunes, 24 de noviembre de 2008

Tiranuelos

¿Ibas bien, Fidel?



Como ahora todo es público y compartido —buena razón tenía aquél, tan visionario, con que “el futuro pertenece por entero al socialismo”—, se ha puesto de moda “colgar” —como se dice en la jerga cibernética, muy a tono con esa gran vecindad que es la aldea global— álbumes de fotos personales, a veces íntimas, en sitios de internet. Las favoritas, además de las familiares, suelen ser las de viajes. Así, el público vidente —que puede ser cualquiera, esas redes son indiscriminadamente abiertas e inclusivas—, podrá saber si vas a Cancún o puebleas, si eres turista o viajero.
En uno de esos álbumes una amiga incluyó hace unos días las fotos de su reciente estancia en México. Entre ellas, un cartel que halló expuesto en un lugar del Centro con la mítica foto de Fidel, Camilo y las palomas. Para quienes no conocen la anécdota, en uno de los primeros actos públicos de 1959, el 8 de enero en el cuartel general de Columbia, de pronto, inesperada, una paloma blanca se posó sobre el hombro del orador. En ese mismo discurso, al afirmar que los peligros que asediaran a la naciente revolución habrían de enfrentarse y resolverse “sin tiros” —¡mira tú!—, Fidel interpeló a su acompañante: “¿Voy bien, Camilo?”, a lo que el otro barbudo respondió: “Vas bien, Fidel”; diálogo que se antoja muy revelador, irónico seguramente —¿cuándo en la vida aquél le ha preguntado a nadie si va bien? ¡Si él nunca se equivoca!—, ahora que sabemos que entre ambos hombres hubo diferencias tan grandes que acabaron en la inexplicable desaparición del Comandante del Pueblo, del Señor de la Vanguardia, del Héroe de Yaguajay, cuando sólo unos meses después el avión en que regresaba de Camagüey cayó en las aguas transparentes y poco profundas de la plataforma insular y nunca fue encontrado.
Volviendo a nuestro asunto, como esos democráticos espacios de internet permiten no sólo enterarse de la vida y milagros de la gente, sino también opinar al respecto —“¡qué chundo está este güey!”, “¡mamaciiita, cómo has creciiido!”, “¡qué bien te sienta el rojo, amigui!”—, la imagen de los líderes de la revolución cubana despertó, en sus círculos cercanos, encarnizado debate ideológico —¡ah, la batalla de ideas!— que obligó a mi amiga a dar explicaciones acerca de sus intenciones al tomar y publicar la foto. Tan candente se puso la cosa, que a punto estuvo de borrarla del álbum virtual.
Estamos enfermos los cubanos. ¿A qué mente calenturienta puede ocurrírsele que esta señora, que vive en Estados Unidos desde los años sesenta, hubiera hecho la foto por devoción a los comandantes y no por asombro hacia la veneración que siguen despertando esas figuras en las izquierdas políticas y en los pueblos del mundo. Veneración de tintes mercadológicos la mayor parte de las veces porque son iconos sembrados en la conciencia visual que ya no resultan objeto de cuestionamiento alguno: suelen aceptarse con la misma indiferente naturalidad que los anuncios de McDonald’s o de la Coca.
Pero a ver, si a uno le diera la reverendísima gana de poner en la sala de su casa, en su mesa de noche o en su álbum de Hi5 o de Facebook un retrato de Ho Chi Minh, del Subcomandante Marcos o de Obama porque le cae bien el tipo, le gusta el colorcito de fondo o espantan a los malos espíritus… ¿a quién le importa eso? ¿Por qué nos sentimos con el derecho de montar de inmediato un acto de repudio justamente a lo Fidel Castro? ¿Acaso no podemos superar esa odiosa influencia, esa impronta de dictador absolutista, de “sólo es bueno lo que yo hago o pienso”, de “están conmigo o en mi contra”? ¿No podemos ser lo que se llama democráticos, respetar los gustos y las predilecciones de los demás sin considerarlas deslices o errores que tenemos la misión impostergable de corregir?
La semana antepasada el músico cubano Paulito FG, que aún vive en la isla, hizo en Miami una de las escalas de su gira. En entrevista para un programa del canal GenTV, dijo algo así como que “creer en Fidel hasta cierto punto ha sido una suerte, nosotros hemos sido por toda una vida gente que ha creído en el Comandante y hemos vivido tranquilamente, honradamente, haciendo nuestros sueños artísticos'” y añadió que nunca ha tenido trabas para realizar su trabajo, por lo cual es un hombre “sin temor a nada”.
Qué suerte la de Paulito, digo yo… qué bueno que ama a Fidel. Porque tener que vivir en Cuba sin amarlo es un verdadero calvario. Qué bueno que nunca ha tenido obstáculos, acosos ni censuras… porque tenerlos nos encaminó a nosotros hacia estas otras tierras. Dichoso él. Claro que no todos piensan con mi acostumbrada naturalidad: las afirmaciones del músico revolvieron el avispero y de inmediato hubo convocatorias para boicotear su presentación en el Sunshine State. Reproduzco textualmente una anécdota que, en tono muy cubano, circuló por internet:

Al otro día de las declaraciones de Paulito FG en Miami era su concierto en el Club La Covacha. Los bailadores, sin hacer caso del llamado del exilio histórico, llegaban en sus carros listos a sumergirse en la salsa del cubano italiano fideliano.
Enfrente del club se encontraba la siempre presente
Vigilia Mambisa dándole un acto de repudio “tipo Mariel” a cada uno de los que entraban: ¡Comunistas! ¡Fidelistas! ¡Hijeputistas!
Se agolpaban allí los noticieros hispanos, las cadenas de TV americanas, los reporteros de la prensa plana, las agencias de noticias. En eso, un Lexus negro último modelo dejó bajar a una mujer con traje largo negro, elegantísima y repleta de joyas. Mientras le gritaban miró a la multitud enardecida, se remangó el traje y gritó: “¡Me sale del boooollooooooo!” delante de las cámaras de TV y de todos los reporteros que se quedaron pasmados primero y después irrumpieron en una carcajada.



Dígame usted con qué confundido criterio alguien le exige a otro que no baile con la música que le gusta. ¿No es exactamente lo que hizo el gobierno cubano cuando prohibió la difusión, la venta de discos y la escucha incluso doméstica de Celia Cruz, Olga Guillot, Valladares, los Estefan, El Puma, Feliciano, Roberto Carlo, Oscar de León o tantos otros cuando dijeron o hicieron algo que no le gustó al máximo líder? ¡Estamos enfermos los cubanos!
También hace unos días alguien me preguntó —palabras más, palabras menos— cómo es posible que insista en hablar y en citar a Silvio Rodríguez a estas alturas, después de todo lo que ha pasado. Cuando traté de responderle, me vi trepada en un balance de la sala de mi casa de Santiago, con una tiza húmeda en la mano, escribiendo en la pared: “Mejor ser felices como nuestros padres/ y hacer de la lástima amores eternos/ hasta que a la larga te tape el invierno”. La guitarra de Silvio es un tiempo de muchachos llenando de letreros las paredes; un tiempo en el que un grupo decía “que una canción tiene que ser muy fácil para la razón” y él les echaba en cara: “¡No han abierto los ojos/ al mundo!/ Miren qué decir eso/ con tanto motivo/ para no reírse/ como hay”. En medio de aquel mar de confusiones de los veinte años, su voz nos repetía como una palmada en el hombro:

A los tristes amores mal nacidos
y condenados por su rebelión
daré algún día mi canción de amigo
y fundiré mi vino con su vino
sin perder el sueño por la excomunión.


En una entrevista a Sandra Lorenzano, a propósito de su novela Saudades, me topé una vez más aquella absurda pregunta de qué salvarías de un naufragio, qué te llevarías a una isla desierta. Siempre he dudado ante ese planteamiento. Qué libro elegiría entre miles de libros, qué foto, qué objeto material… ¡Y desde cuándo se anuncian los naufragios para que uno tome previsiones y provisiones!… Para reconocer el valor de las cosas —o las cosas a las que les damos valor— no deberían ser necesarias pérdidas tan drásticas.
Sin embargo respondí. Papel y plumas, arriesgué esta vez. “Todo lo que no esté en papel se perderá en el fin del mundo”, suelo decir cuando me da por el catastrofismo. Pero allí, en la isla hipotética, para qué serviría un papel más que para avivar el fuego o para ciertos requerimientos higiénicos de los primeros tiempos… Allí vendría mejor una caña de pescar, una coa para la siembra, un recipiente para recoger el agua limpia. Lo demás son vacuas elucubraciones de intelectuales fantasiosos. Entonces pienso que en esa isla —y en todas— lo único que sobreviviría es la memoria y, en la mía, junto a Sabina y a Fito, junto a Serrat, Víctor Manuel, Ana Belén, Los Van Van y Son 14 —Quiero ir a Bayamo de noche…—, siempre cantará Silvio, siempre seguirá oyéndose su guitarra.


PD: Sí, me gusta Shakira… ¿algún problema?

martes, 18 de noviembre de 2008

Otra vez en la Ciudad del Sol




Más que el mar, el glamur de Ocean Drive, esos altísimos edificios que tanto se parecen a mis sueños, Miami ha sido siempre el lugar de reencuentro con los grandes amigos. Desde la primera vez, en 1996, cuando Dinorah y Margarita me esperaban fuera del aeropuerto y convirtieron mis dos días de tránsito hacia Nueva York en una cadena de deslumbramientos: cena en South Beach en una de esas terracitas que todavía en México no eran moda; desayuno en La Carreta de la Calle 8; paseo a Los Cayos con destino final en Key West ―Cayo Hueso para los cubanos―, donde visitamos la casa de Hemingway, el liceo donde Martí convenció a los tabaqueros con su inflamado verbo, los bares gay de la calle principal y el Sloppy Joe’s, donde brindamos a nuestra salud y la de aquel que bebía sus mojitos en la Bodeguita, sus daiquiríes en El Floridita y las cervezas de barril allí mismo donde estábamos sentadas. ¡Qué buena vida se daba aquel barbú, fuera cual haya sido el desenlace!
Años después, Efraín decidió “bajar de los fríos” del Canadá y establecerse en el cálido manglar; desde entonces ha sido mi anfitrión, su casa mi casa como antes en el DF. Fue primero aquel balcón frente a la intercostal de North Bay Village y ahora éste de la Collins alta, donde ponernos al día de uno y mil temas mientras tomamos el café o la cerveza y él se envenena con su humo.
En esa ciudad, cada vez más metropolitana, me reencontré también, viaje tras viaje, con mis primos Astrid y Encito, con Marlenys y Orlando ―la vida, pródiga, me ha dado dos hermanos con el mismo nombre: La O y Montes de Oca―, con Germán Guerra. Allí he admirado esa manera casi furibunda con que los cubanos han intentado reproducir la isla, sus costumbres más esenciales, en un afán de no quedarse sin raíces. Allí, hace dos sábados, supe que ya estaba en un pedazo de patria cuando en el Havana’s on the Bay una cubanita, que seguramente se llama Yuniaikys, le pedía: “No me la saques pero no me mientas” a un cubanito que bien pudiera llamarse Yasniel, el cual respondía profiriendo a diestra y siniestra, una y otra vez, a vivo grito, ese enfático mantra isleño que empieza en pin y termina en ga.
El lunes a mediodía, mientras Elegguá, yo y mi cortaúñas estábamos embarrados en la arena, ensordecidos por el estruendo de las olas y el viento, intenté establecer una comparación entre ejercer mi actividad favorita ―pensar― front the ocean o hacerlo en la oficina. La conclusión fue contundente: ¿a quién se le ocurre esa comparación? Disuadida, pues, en ese primer intento, me puse a pensar entonces que no quiero que incineren mi rollizo cuerpecito; ésos son hábitos de inquisidores y verdugos medievales. Pero si lo hicieran ―quién le asegura al muerto que se respetan sus últimas voluntades…―, que esparzan mis cenizas no en el mar ―¡ni que fuera tiburón o medusa!―, sino en la playa, en esa franja de arena donde acaban las olas en un baño de espuma.
Para fortuna de todos ―incluidos mis pacientes y magnánimos lectores―, la noche me iba a deparar mejores alegrías. En la terraza de Germán y Carina, a orillas del lago donde deambulan felices los aligátores, volví a abrazar, después de 20 años de no separarnos un segundo pero de no vernos personalmente, a mi hermana Ena, a Heriberto, a Daína, a Cenzano, a Carlitos Pintado… volví a compartir con mi querida Elena Tamargo y conocí a otros tantos viejos amigos de la internet: Teresita Dovalpage, William Navarrete, Néstor Díaz de Villegas, Jose...
Si sólo hubiera ido a Miami para esa ocasión, habría valido la pena… que pena no hubo ninguna. Pero el día siguiente me aguardaban más sorpresas. Después de un almuerzo y paseo meridiano por Las Olas Boulevard de Fort Lauderdale con Efraín y Orlando, la noche lluviosa ―algún asunto pendiente debo tener vaya usted a saber con qué orisha que dondequiera que llego convoco a la llovizna, si no al aguacero, así sea el Sahara más sediento―, al entrar en la carpa del Café Bohemio de la XXV Miami Book Fair International, el primer abrazo fue de María Isabel Rodríguez Giraudy ―¿nunca podré llamarla por su nombre de casada?― y a continuación fue una cadena: Alejandro Ríos, Alex “Papagayo” Fonseca, Carlos del Pino, George Riverón, Juan Carlos Valls, Luis de la Paz, Reinaldo García Ramos, Maricel Mayor… Justo entonces recordé lo que me dijo Susana hace unos meses, la noche del homenaje a Osvaldo Navarro en la Casa Lamm: “Parecieras otra persona… Éste es tu ambiente natural; ésta eres tú”.
Alejandro Ríos nos dio la bienvenida, Germán presentó a Cenzano, Ena me presentó. Con la boca abierta, a pesar de algún que otro desconcierto y de su limitada distribución comercial, me ha dado grandes satisfacciones, pero nunca antes me sentí tan cómoda, tan a gusto, leyendo esa primera parte del “Retablo para amores imposibles” que recrea, además del amor irrealizado, que es su buen pretexto, aquella Habana de principios de los noventa. Una vez más desfilaban ante mis ojos y los oídos de los presentes el gentío del bulevar de San Rafael, los libros prohibidos, el bullicio de Centro Habana, la música de entonces y de siempre, los sorbos de aquel ron nicaragüense, Margarita y el miedo de que dijera no.
Siempre voy a todos lados con el tiempo contado; debe ser un sino. Yo que añoro y envidio esas estancias largas de que hablan las biografías de los escritores míticos, aquellos periplos sin rumbo fijo. Aun así, siempre hay espacio para las anotaciones que después se convierten en materia poética. Allí, en el balcón de Efraín, frente a esas aguas que también tocan las costas de la isla, escribí los versos que darían lugar, días después, a este poema:


VEINTIUNO

Y entonces habló el mar
repitió entre palmeras un guarismo.
En esos días en que enardece el celo
la playa es una niña juntando caracoles
una mano en el hueco de mi mano.
Ése es el resplandor que convoca a las ánimas
fantasmas que ante mí se corporizan
viejos abrazos sí resucitados
círculos que también ha aprendido mi alma.
El verdor
que es la marca del paisaje
nada quiere decir
sólo el curso natural que estos días extraños
siembran en mi cabeza
al fondo de mis ojos
allí donde se enreda esta absurda película.
Las cuentas caen al mar
se hacen guarismo
valses de ingravidez.
Desde un balcón
alzada por el aire
describo una pirueta y otros actos de suerte
convoco a mis fantasmas.


jueves, 13 de noviembre de 2008

Lo que cuenta el que allí estuvo

Una de las fotos que tomó Ena Columbié durante mi lectura de la
primera parte del "Retablo para amores imposibles" el pasado martes

En lo que el camino retoma su curso y mi alma, todavía eufórica, vuelve a la normalidad de cada día, les comparto la crónica que hizo William Navarrete de mi participación, el pasado martes 11 de noviembre, en la Feria Internacional del Libro de Miami.


Pueden leerla en:

¡Gracias, William!




Con la boca abierta puede comprarse en:

martes, 4 de noviembre de 2008

La peor de todas

Cartel de la exhibición en inglés de
Yo, la peor de todas


Ensaimada es una palabra de mi niñez, registrada antes que, por ejemplo, gaseñiga. Sin embargo, la memoria la borró. La había olvidado completamente hasta que en 2004 Arístides compró media docena en una panadería del barrio de Ruzafa, en la mediterránea Valencia. Entonces, la palabra encantada regresó desde mi infancia en un segundo. No recordaba el panecillo pero sí su nombre: ensaimada. Mi abuela Lola y mi tía Noris las compraban en El Nuevo León, la dulcería de Carnicería y San Germán, o en aquella otra de Corona y San Francisco donde hacían tan sabrosas señoritas.

Ése es el primer párrafo de la crónica que debió ocupar este espacio. Pero desde el amanecer una monja jerónima invadió mi mente y ha estado a mi lado durante todas mis actividades del día. Y como esta mujer extraordinaria no me ha dejado escribir nada más que su propia y fascinante historia, he decidido que, en ocasión de su próximo cumpleaños, por esta vez mis dos blogs compartan el mismo texto. Puedes leerlo a continuación o, si lo prefieres, allá: en Sáficas.



Sor Juana, la peor de todas



En San Miguel Nepantla, un pueblito asentado a los pies de los volcanes, en las inmediaciones de la barroca capital de la Nueva España, nació el 12 de noviembre de 1648, según algunos, o de 1651, según otros, una niña a la que pusieron por nombre Juana Inés. La De Asbaje y Ramírez de Santillana no era una niña “normal”: muy pequeña, aprendió a leer a escondidas de su madre y en 1659, a los ocho o diez años, ganó un premio por una loa al Santísimo Sacramento.
Mucho tiempo después escribiría en su Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz: “Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones —que he tenido muchas—, ni propias reflejas —que he hecho no pocas—, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí”.
En 1660 es enviada a casa de su tío Juan de Mata en la ciudad de México, donde en 1664 es recibida en el Palacio del Virrey, sitio que frecuentará en lo adelante, al convertirse en dama de honor de Leonor de Carreto y favorita de las siguientes virreinas, la marquesa de Mancera y la condesa de Paredes, a quienes dedicará encendidos versos. Quienes vimos Yo, la peor de todas (1990) de María Luisa Bemberg —basada en Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe de Paz—, seguro recordamos especialmente aquellos encuentros vespertinos con la virreina a quien, como buena ricachona poderosa, en su afán de halago y reverencia, le encantaba la calentadera.
Las imágenes de la Bemberg en aquella película que vi en el cine Yara de La Habana, en un Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, se mezclan ahora con el escenario real: ese imponente convento de San Jerónimo que hoy acoge a la Universidad del Claustro de Sor Juana. En el patio rodeado de galerías, retumban las voces del acto en el cual, en 1669, profesó con el nombre de Sor Juana Inés de la Cruz. Allí tendría una celda de dos pisos que fue su refugio de creación y en punto de reunión de poetas y escritores novohispanos, como su amigo Carlos de Sigüenza y Góngora. Ahí la imagino, gracias a la Bemberg y a la pintura colonial mexicana, puliendo sus versos, debatiendo de filosofía, haciendo experimentos científicos, fantaseando —¿o realizando?— sus romances.
Cultivó todos los géneros literarios, sacros y paganos. Desde la lírica y el teatro hasta la epístola. Inmersa del espíritu barroco, hermanada con Góngora, Calderón y Gracián, es la máxima figura de las letras latinoamericanas del siglo XVII. En 1680 dirige el Arco Triunfal con que se recibe en la Catedral Metropolitana a los virreyes de Paredes; en 1689 se publica en Madrid el primer tomo de sus obras, Inundación castálida de la única poetisa, musa décima, sor Juana Inés de la Cruz, que es reeditado un año después; en 1692 ve la luz el Segundo volumen de las obras de sor Juana Inés de la Cruz.
Pero la fama de la jerónima, sus “irreverencias” e “impropiedades”, causabas demasiados escozores. A su confesor, Antonio Núñez de Miranda, le disgustaban sus actividades intelectuales, atípicas en las mujeres de su época, y varias veces la instó a renunciar a ellas. Después, se vio involucrada en la disputa teológica con el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, que diera lugar a su famosa Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Como fruto de esa envidia y ese celo, mientras en Europa eran reeditadas sus obras y devoradas como pan caliente, fue obligada a despojarse de su biblioteca y de su colección de instrumentos musicales y científicos, y a renunciar a la literatura. Así la sorprendió la muerte en la madrugada del 17 de abril de 1695. Cinco años después se publicó en España el tercer tomo de su obra, Fama y obras póstumas del Fénix de México.
A pesar de su diatriba a Sor Filotea y de “Hombres necios que acusáis/ a la mujer…”, que tanto nos sirven hoy como banderas, no había en aquellos ya lejanísimos ayeres conciencia feminista y mucho menos lésbica. En los textos que van a leer a continuación, de sus Sonetos de amor y de discreción, sólo está el puro fluir del sentimiento y del impulso creativo que, atrevida como era, tantos desaguisados le provocaron a la Madre Juana, “la peor de todas”.


En que satisface un recelo con la retórica del llanto.

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.



Que explica la más sublime calidad del amor.

Yo adoro a Lysi, pero no pretendo
que Lysi corresponda mi fineza;
pues si juzgo posible su belleza,
a su decoro y aprehensión ofrendo.
No emprender, solamente, es lo que emprendo:
pues sé que a merecer tanta grandeza
ningún mérito baste, y es simpleza
obrar contra lo mismo que yo entiendo.
Como cosa concibo tan sagrada
su beldad, que no quiere mi osadía
a la esperanza dar ni aun leve entrada:
pues cediendo a la suya mi alegría,
por no llegarla a ver mal empleada,
aun pienso que sintiera verla mía.


De una reflexión cuerda con que mitiga el dolor de una pasión.

Con el dolor de la mortal herida,
de un agravio de amor me lamentaba;
y por ver si la muerte se llegaba,
procuraba que fuese más crecida.
Toda en el mal el alma divertida,
pena por pena su dolor sumaba,
y en cada circunstancia ponderaba
que sobraban mil muertes a una vida.
Y cuando, al golpe de uno y otro tiro,
rendido el corazón daba penoso
señas de dar el último suspiro,
no sé con qué destino prodigioso
volví en mi acuerdo y dije: —¿Qué me admiro?
¿Quién en amor ha sido más dichoso?


Que contiene una fantasía contenta con amor decente.

Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.
Si al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?
Mas blasonar no puedes, satisfecho,
de que triunfa de mí tu tiranía:
que aunque dejas burlado el lazo estrecho
que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pecho
si te labra pasión mi fantasía.


Discurre inevitable el llanto a vista de quien ama.

Mandas, Anarda, que sin llanto asista
a ver tus ojos; de lo cual sospecho
que el ignorar la causa, es quien te ha hecho
querer que emprenda yo tanta conquista.
Amor, señora, sin que me resista,
que tiene en fuego el corazón deshecho,
como hace hervir la sangre allá en el pecho,
vaporiza en amores por la vista.
Buscan luego mis ojos tu presencia
que centro juzgan de su dulce encanto;
y cuando mi atención te reverencia,
los visuales rayos, entretanto,
como hallan en tu nieve resistencia,
lo que salió vapor, se vuelve llanto.

martes, 28 de octubre de 2008

¿Miedo a ser libre?





Hace unos días recibí el email de una amiga que, refiriéndose a su existencia fuera de Cuba, me contaba: “Soy muy feliz en este lugar, me gusta la vida que llevo, lo que puedo estudiar, aprender, lograr, viajar… pero siempre me falta algo. Aunque no tenga un nombre exacto para llamarlo, siempre siento una necesidad que tampoco sé qué es”.
Es miedo, le digo. El miedo a lo desconocido, a lo imprevisible, a lo incontrolable, sobrevive en las personas que han sido víctima de peligros constantes e indefensión. En los niños y las mujeres sometidos a violencia y abusos, en los masacrados, en los prisioneros de guerra… en los cubanos, que hemos sido por décadas obligados, bajo amenaza, a hacer lo que se nos ordenara, aunque no nos gustara o no lo aprobáramos: trabajos voluntarios, escuelas al (o en el) campo, labores agrícolas o en la construcción, militancias políticas, actividades militares, delaciones públicas y privadas, mítines y manifestaciones, aplausos, aplausos, aplausos y silencio sin disensión.
Al sentirnos más o menos libres —que la libertad absoluta e incondicional no existe— de tomar nuestras propias decisiones y de vivir algo parecido a la felicidad o la plenitud, aunque sean momentáneas, no tenemos la tranquilidad de espíritu que nos permita disfrutarlo. En el fondo —aunque sea a nivel inconsciente—, nunca creemos merecerlo o tememos perderlo en un instante y que haya sido sólo un sueño. O nos sentimos culpables de habernos salvado, de poder vivir lo que nuestros hermanos no. O simplemente no sabemos hacerlo porque casi siempre otros tomaron por nosotros las decisiones, incluso las más individuales.
Pero no nos sintamos, como buenos cubanos, tan exclusivos en las desgracias y en la suerte: les pasa a todos en todas partes. Al pobre Jesús, el nazareno, lo crucificaron por andarse haciendo el especial, sin que su padre, el mismísimo Todopoderoso, moviera un solo dedo para librarlo del escarnio y del tormento. Ésa es la base de la educación occidental: nuestro héroe primigenio, el ejemplo a seguir, fue un sacrificado, un obediente, un perdedor. Un pobre diablo. Sobre ese yunque nos machacan la cabeza en esos campos de concentración que son la infancia, la familia y la escuela —¡ya no digamos las iglesias!—; instituciones cuya misión es regularizarnos, o sea, hacernos no buenos, sino “regulares”. “Iguales”, dirán algunos tratando de corregirme, pero las igualdades siempre son mediatizadoras.
Cuentan que los niños vienen al mundo con capacidades extrasensoriales que les permiten observar fenómenos y seres interdimensionales. Ésos no son poderes extraordinarios, sino habilidades naturales que desaparecen con la educación, cuando se normatizan sus percepciones, cuando se les convence de que no existen los “amigos invisibles” y que están enfermos, esquizofrénicos, mal del coco, si los ven. Y que serán objeto de burla o carne de manicomio si insisten en esas boberías.
Si algún rasgo individual logramos rescatar después de nuestra “formación”, no es gracias a esos castrantes institutos sino muy a su pesar. Que a nadie lo educan para ser un rebelde, un inconforme, un respondón o un desadaptado. Otra cosa sería que nos dijeran que los verdaderos pecados capitales son la pereza —ésa sí—, la cobardía, la mansedumbre, la sumisión, el conformismo, la abstinencia involuntaria y la mediocridad. Pero no… ninguna escuela nos dice eso. De ellas salimos seres sociales, animales de manada, intolerantes a la individualidad —a la que solemos llamar egoísmo—, sin que cuente en lo más mínimo el pequeño detalle, no tan insignificante, de que nacemos y morimos solos.
Así, desarrollamos el miedo a la libertad. No es fácil sacudirse esos condicionamientos casi hereditarios, aprendidos —y aprehendidos— durante toda la vida. Y la libertad, queridos míos, como la felicidad, es un destello, el guiño de una estrella. La libertad sólo existe en el desapego, en el no tener nada. Las posesiones —materiales o sentimentales— amarran. Sólo es libre quien está solo, quien no necesita, quien no engendra ataduras.
Hace unos días, leyendo un poema en el que la venezolana Eleonora Requena insta a amar sin lazos, pensaba que, efectivamente, los lazos son las sogas con las que se les impide todo movimiento a las reses o a los cautivos. Tejer lazos es inmovilizar, maniatar, reducir. ¿Podría entonces haber libertad? Replanteo la pregunta: ¿podría haber libertad en un mundo donde todas las relaciones se establecen sobre la premisa de ese tipo de amarres, donde los lazos —de todo tipo— suelen ser tan apreciados? ¿Por qué nos siembran entonces esa semilla, ese ideal raramente alcanzable?
La libertad es una noción irresponsable; el que quiere ser libre, no puede preocuparse de ser correcto. Recuerdo a aquellos muchachos que en los ochenta recorríamos la isla leyendo poemas incendiarios, buscándole la quinta pata al gato. Aquella pasión con la que podíamos arriesgarlo todo, hasta la libertad, sin pensarlo dos veces. Aquel fuego que nos impulsaba a romper todos los lazos. Nunca fuimos tan libres y tan desamparados. Porque la libertad tiene mucho de desamparo, de desgaire, de orfandad.
Mientras rememoro, en medio de los crujidos que hacía la aguja en los discos de acetato, oigo la voz de la Massiel:

Voy buscando libertad
y no quieren oír.
Es una necesidad
para poder vivir.


Y la de Serrat:

Harto ya de estar harto, ya me cansé
de preguntarle al mundo por qué y por qué.
La rosa de los vientos me ha de ayudar
y desde ahora vais a verme vagabundear.
Entre el cielo y el mar
vagabundear.


Suenan a melodías tan viejas…

martes, 21 de octubre de 2008

Ciudad salvaje

Estación del metro en hora pico


A Sarita y Alejandro, con quienes no podré estar hoy
por razones de esclavitud



Yo no vivo en la ciudad salvaje. Eso volví a repetirme, una vez más, el viernes en la tarde cuando regresaba de Tacubaya justo a la hora en que el metro es una catarata humana. Ciega, rotunda, tumultuosa. Arrastrada por ella, envuelta en ella, recorrí pasillos, subí y bajé escaleras y entré al vagón mientras miraba alrededor y recordaba un viejo dicho de mi madre: “Qué cara, qué gesto… ¡qué carajo es esto!”
Nunca he tenido carro, por lo que el metro ha sido mi medio de transporte por excelencia durante los últimos 16 años. En él lo he visto casi todo: enamorados que se besan sin prisa, saboreándose, como si nunca fueran a llegar a ningún lado; muchachas que se delinean el párpado o se enrizan las pestañas en medio de aquel traqueteo siempre con el riesgo —pienso yo— de quedar tuertas; muchachos que tocan roqueras guitarras invisibles al son de sus ipods; aquella avispa que fue a clavarse golosamente en mi cogote; un ciego desgranando en una mandolina “Vereda tropical”; gente abrigada como si fuera al polo en los ardientes mediodías de la primavera y ventanas cerradas a cal y canto que no hay mano caritativa que las mueva ni aunque el termómetro marque la misma temperatura que en el averno.
Cuando trabajaba en Casos Extraordinarios —que no era una revista de nota roja ni de adefesios, sino de cuestiones paranormales y esotéricas—, una de las teorías que me hacía flipar —dirían los españoles— era la que afirma que los extraterrestres no vienen del espacio sideral sino del interior del planeta. De modo que no son extra, sino intraterrestres. Y sé de cierto que hay un mundo debajo de este mundo. Aunque no conozcamos a qué profundidad exacta están los aliencitos, cualquiera que viaje en él sabe que la vida transcurre a otro tempo y con otra lógica en ese inframundo que es el metro.
Siempre, en la vida toda, me han gustado más los traslados que las estancias. Así, me acomodo en uno de sus duros asientos verdes y si bien no puedo observar la superficie, asisto al paisaje en secuencia de mis propios pensamientos matizados, como en sordina, por el rock en tu idioma o la música de los dioses, lo mejor de la salsa y la cumbia o Las cuatro estaciones de Vivaldi. Y pienso y pienso… que luego existo. Luego no de tiempo, sino de modo, como el aun que no se acentúa. Y observo los rostros de todos mis acompañantes inventándome que pueden serlo, también, en una aventura de película en la que tendremos que salir por las ventanas y caminar sobre la oscuridad de las vías guiados por Indiana Jones.
Mientras yo debrayo —verbo muy mexicano que refiere al que ya perdió la cordura y empieza a divagar—, alguien estampa su humanidad sobre la de otro, con mejores o peores intenciones; un gordito toca música latinoamericana y vende a quince pesos los cidís de su grupo; un indígena nos entrega un papelito curiosamente impreso en computadora y hojas coloridas donde dice que acaba de llegar de la Sierra de Puebla y no tiene para comer; un chavo banda se arroja, la espalda descubierta, sobre vidrios triturados mientras afirma que prefiere hacer eso que robarnos la cartera; un joven, que no parece nada malo, pide dinero para los enfermos terminales de sida; miles de vendedores ofrecen desde chicles y golosina hasta agujas de coser y una pomada hecha con veneno de víbora que siempre me hace recordar a una que otra amiga. Y música, mucha música, de todo tipo, que puede oírse, a volumen atronador, a través de las bocinas que cargan en sus mochilas.
En medio de ese jolgorio, arrullada por la velocidad del convoy y las voces varias, uno puede abstraerse de increíble manera. A veces fantaseo que si me quedo dormida, despertaré en una estación desierta y silenciosa. Tacubaya, digo, tal vez porque es en sí misma una ciudad y porque como en ella trasbordé durante años, conozco sus recovecos. Los recorro, extrañada de tanta soledad y, al subir por la escalera que sale justo frente a los puentes de Periférico, la ciudad es una ruina. Todos los edificios derrumbados, cubiertos de un moho de décadas. Mísera como los tiempos del fin.
Allí, en Tacubaya, apeñuscada con otro montón de cristianos —que el metro transporta cuatro millones cada día—, pensaba el viernes que no vivo en la ciudad salvaje, pero en cuanto cambio media milésima la ruta diaria o medio segundo el horario de rutina, caigo de bruces en ese otro México. Porque no sobrevivo en los barrios bravos del Centro o Iztapalapa, ni en la zona conurbada que prácticamente se junta con Puebla, Querétaro o Hidalgo, sino en un México pueblerino de callecitas arboladas, flanqueado por dos o tres centros comerciales adonde se va a hacer todo: a comer, al cine o al teatro, al banco, a comprar la despensa o los lujillos. Un México pacato y afortunado del que nos quejamos sin fin los que no tenemos que apachurrarnos en el metro a las horas pico ni viajar así cuatro horas diarias.
Pocas veces he oído a un defeño decir “qué linda es esta ciudad”. Esa frase la escucho en labios de extranjeros, de turistas. Me la repito muchas veces cuando la veo desde el aire, cuando observo los volcanes nevados al oriente o esos atardeceres rojísimos silueteando las montañas del poniente, cuando al entrar a la plancha del zócalo me retiembla en sus centros la tierra, cuando camino por Reforma. ¿Será que el aire contaminado que respiramos y el agua podrida que nos bebemos nos convierten en una raza mutante sin sentimientos ni emociones para algo más que las telenovelas o el futbol?
Estoy en Tacubaya, rodeada de gente que regresa a sus hogares un viernes en la noche, alcoholizados unos, otros dormidos, pocos alegres, sabiendo que le quedan dos horas de camino y miles de responsabilidades postergadas para el fin de semana. Aquí nos tocó vivir, diría Cristina Pacheco como un himno a la resignación. Yo me pregunto y entonces comprendo muchas cosas: ¿alguien con estas rutinas y presiones tiene tiempo —o ánimo— de mirar la ciudad y de amarla?

martes, 14 de octubre de 2008

Rones viejos




Para brindar con mi hermano Orlando La O, que hoy suma
un año más a esa ya larga cuenta; a Lazarito, que cumplió antier;
a Pedri, que cumplirá el 19; a Teresa y Pequeño, el 21.

En memoria de Oscar Ruiz Miyares.




El sábado a mediodía destapé una botella de ron Caney carta oro, “fundada en 1862”, “producido y embotellado en Santiago de Cuba”, que conseguí en Honduras hace unos meses por sólo cien lempiras (unos seis dólares). Después de echar a los santos, tras la puerta, el primer chorrito, la llevé instintivamente a mi nariz. El impacto fue inmediato y desconcertante. ¡Había olvidado ese olor! Tan fuerte y crudo que sentí al hígado chillar y revolcarse de sólo reconocerlo. Fue como abrir un ánfora antigua de la que escaparan, ululando, las ánimas en ella contenidas. Como la lámpara de Aladino o la caja de Pandora.
Dos primeras visiones, nítidas, afloraron de ellas: la escalera del Museo del Carnaval y el comedor iluminado de mi casa de Santiago. Después, la casona de la UNEAC y los jardines de la Casa del Caribe. La historia de mi vida adulta en Santiago de Cuba es un anecdotario ligado a la cultura y al alcohol. A la rebeldía, a los amigos, a los amores primeros… y al alcohol. Como la ciudad misma, envuelta siempre en esos olores a melaza y etanol. El vuelco en el estómago tuvo que ver, sin lugar a dudas, más que con un mecanismo fisiológico, con el recuerdo de aquellos intensos años que volaron sobre la década de los ochenta como sobre una pista de carreras.
No es ninguna gracia, diría mi madre, estar contando, como si fueran un chiste, las borracheras. Pero ya había recordado aquéllas juveniles cuando, hace unos días, la… contengo el adjetivo… de Marisa ligó varios licores y acabamos penosamente ebrios, como barricas de aguardiente barato. En los ochenta, en Santiago rescataron de quién sabe qué viejo baúl la receta del ron Los Marinos Paticruzao. Un licor oscurito y perfumado que era un veneno; hacía el mismo efecto que la mezcla de Marisa. “Ron de albañiles”, decía mi mamá, que lo conocía —de oídas, claro está— de tiempos de la República.
Con la botella de Caney entre las manos —¡juraría que era este mismo el olor!—, al son de las patas trenzadas de Los Marinos vienen las memorias de las tazas de manzanilla inútil que mi madre, refunfuñante, preparaba para curarme las resacas incurables; botellas de Hatuey de 13° —universitarias, decía el chiste popular, porque superaban los doce grados de la enseñanza media—, con el cacique de moño lacio en la etiqueta, que compartía con mi padre cuando, ya mujeres nosotras, se volvió más participativo en la vida familiar; fiestas de adolescentes que tomábamos alcohol de 90° mezclado con menta o café; una Viña 95 al cobijo de la cual una amiga muy querida decidió dejar de hablarme y no volví a saber de ella; los preparaítos de remolacha y vino seco que hacía mi papá; carnavales y bailes, festivales de estudiantes o peñas de artistas, viajes de inspección cultural a los municipios… todo acababa siempre en una libación sin fin.
Litros y litros de Caney, Matusalén, Santiago o Bocoy compartí con los amigos en cualquier casa o esquina santiaguera, en los bares del hotel Bayamo o el Venus, en la Iris o el Tricontinental. Cuando esos elíxires desaparecieron como por arte de magia o los “desviaron” al turismo internacional, su vacío fue llenado por aquellos destilados inexplicables —decían que hasta de keroseno—, hechos en alambiques particulares improvisados, a los que llamábamos chispa e’ tren, bájate el blúmer o nombres similares que aludían a su dudoso origen y a sus contundentes efectos.
Cuando uno pertenece a familias apocadas en asuntos de celebraciones baquianas, empinar el codo suele estar muy mal visto y peor juzgado. Pero el alcohol es el protagonista, por excelencia, de todas las actividades sociales. No hay personaje de película o de televisión que al llegar a casa, después de una larga y agotadora jornada, no descorche una cerveza o se sirva un whisky. Cualquier pretexto es bueno: las fiestas y los velorios, los triunfos y los fracasos, los nacimientos y las despedidas, las dudas y las certezas, la orfandad y la esperanza, las novias y las ex. Y la amistad. Sobre todo la amistad. Porque ser, como diría Sabina, un “impúdico animal sin pedigrí adicto al elixir del corazón de las botellas” es pertenecer a una especie de cofradía intraicionable.
Cuando volví a Santiago, años después de haberme asentado en México, mis antiguos cofrades se sorprendían, con ojos de incomprensión sin fondo, de que tomara, en primer lugar, cerveza —cosa de habaneros, suavecitos, maricones… ¡los orientales, bien machos, tomamos ron!—; en segundo y vergonzoso lugar, ¡ron con Coca Cola! Mi condición de santiaguera de pura cepa ha quedado, desde entonces, muy en entredicho.
La semana pasada llegó, inesperada, la terrible noticia de la muerte prematura de Oscarito El Monstruo, uno de los personajes más importantes de la cultura santiaguera en las décadas recientes, que fuera mi primer jefe en el Departamento de Arte de Cultura Provincial; aquel hombrón enorme con el que compartí tanto sueños comunes como desencuentros durante el proceso de creación y puesta en marcha de la Asociación Hermanos Saíz. En los últimos años fallecieron también Joel James y María Nelsa, Jorge Luis Hernández, Cos Cause, Meneses, Ferrer Cabello y su hijo Guarionex, Crespo Frutos, Julián Mateo, Silvio Frómeta, Jorge Pruna, mi tío Pepín… Demasiados en tan poco tiempo. Como si un viento impío flotara sobre la ciudad.
Hace unos meses, después de uno de esos batacazos, desconcertada le pregunté a Pequeño: “¿Por qué, Pepe?, ¿qué está pasando?” Él me respondió: “Nos dimos, nos dieron, muy mala vida”. Ahora, con la botella de Caney entre las manos evoco esa respuesta y aquel poema mío de la “Caja de música”:



Piensa que ellos han vuelto y empujarán la puerta
que traen los rones viejos y la inconformidad
que bailarán de nuevo aquella melodía


y siguen llegando uno a uno los recuerdos como, al son del viejo son, los bailadores, compay, por los camino’ atasca’o.

martes, 7 de octubre de 2008

Artemisa y las amazonas

Tiziano Vecellio, Diana y Acteon, 1559



Texto leído en el XIII Encuentro Internacional de Escritores en Monterrey.
A todos los amigos y colegas con los que compartí allí.



Artemisa, hija de Zeus y Latona, era, entre los griegos, la diosa virgen de la caza. Cuentan que habiendo visto a su madre sufrir terribles dolores de parto, fue tal su aversión al matrimonio que pidió de su padre la gracia de guardar perpetua virginidad. ¿Qué?, ¿perpetua virginidad?... Oh oh, creo que esta familia tenía un problemita… ¿Por qué andaba Artemisa de arco y flechas, rodeada de una corte de muchachonas fornidas y atrabancadas, jugando de manos, refrescándose en los arroyos, durmiéndose juntas en aquellos bosques? ¿Por qué al pobre de Acteón, que tuvo la desdicha de verla bañándose desnuda con su séquito de ninfas, lo convirtió en ciervo y dejó que sus perros lo destrozaran? ¿Por qué la hicieron diosa de la luna y en sus correrías nocturnas se hacía confundir con Hécate o Selene? ¿Quién asegura lo de la castidad? ¿No será ése, acaso, el génesis del malentendido de que la mujer que no tiene varón es virgen?
Porque Zeus era un machín; de eso no cabe la menor duda. Y además, dios de dioses, rey de reyes, omnipresente y omnipotente, colérico e irracional. Si él afirmaba que sus hijas eran castas, ¿quién iba a atreverse a contradecirlo? Pero yo —blasfema por naturaleza y cuestionadora por voluntad— no meto las manos al fuego —porque eso ha de doler—, pero le digo a usted —y habla la voz de la experiencia— que esa familia guardaba un secretito que pasó a la historia del mundo patriarcal con las etiquetas de virginidad y pureza eternas.
Vencedoras de atlantes y gorgonas, con las amazonas la historia tiene los primeros registros —aun míticos— de mujeres en libertad que vivían en comunidades. Eran guerreras temibles, poderosas; ellas mismas fabricaban sus armas y conquistaban territorios al tú por tú en encarnizadas lides con los varones, que las consideran “equivalentes a los hombres”. Así, como a una igual, enfrenta y mata Aquiles en la Iliada a Pentesilea, la reina de las amazonas durante la guerra de Troya, y, aunque engañado por las malas mañas de Hera, ejecuta Heracles a Hipólita, otra de sus reinas, para robarle el codiciado cinturón.
Hijas de una ninfa y de Ares, el dios de la guerra —y, por lo tanto, nietas de Zeus… o sea, que el asuntillo era algo así como genético—, se cree que en algunos de sus lances bélicos se apoderaron de Efeso, donde fundaron una de las siete maravillas del Mundo Antiguo, el templo a Artemisa —o sea, su tía la torcidita—, y más tarde la ciudad de Mitilene, capital de Lesbos. Al buen entendedor…
Así se enraizó el mito de que las mujeres fuertes, las guerreras, eran malencaradas y malgeniosas, con un humor de perros salvajes que se reflejaba en sus ceños fruncidos y sus bocas negadas a la sonrisa. Unos ogritos. Por esa supuesta adustez, por los morbosos estereotipos que suelen colgarnos o por la seriedad con que, mujeres al fin y al cabo, ponemos en nuestros asuntos todos, pero especialmente en las cuestiones públicas o profesionales, sigue prevaleciendo la idea de que las lesbianas somos duras, brutas, peleoneras y malhumoradas.
Como para contrariar esa apariencia y reafirmar que el buen ánimo puede encontrar lugar en la literatura a uno y otro lado de la mar océana, recientemente han llegado a mis manos dos libros ejemplares: Cuentos y fábulas de Lola Van Guardia, de la catalana Isabel Franc, y Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, de la mexicana Gilda Salinas. Y aunque la Franc afirme que “las escritoras vivimos de reinventar pequeñas tragedias”, ambos cuadernos son la muestra de cómo una situación de tintes melodramáticos puede convertirse en una chanza.
Isabel Franc —o Lola Van Guardia, su seudónimo y alter ego— es “Una cómica de la pluma”; así se autodefine en el título de su espacio en Blogger. Isabel ha confesado que aunque Lola es una engreída y se le subió la fama a la cabeza, ambas se soportan mutuamente con cierta fraternidad. Dice que su obra —la de ambas— ha tenido el doble propósito de distraer, de hacer pasar a las lectoras un rato agradable, pero también de invitarlas a reflexionar acerca de las lesbianas y de sus modos de actuar. Y qué mejor que a través del humor… que ya bastantes problemas e insatisfacciones enfrenta uno a diario en el “mundo real” como para remedarlos en la ficción.
Los Cuentos y fábulas de Lola y de Isabel, selección que Egales dio a la luz en Barcelona hace apenas unos meses, son textos escritos con esa intención expresa: reírse y hacer reír. La miscelánea empieza con un relato de corte clásico: la princesa Esmelinda era frígida. Habiendo llegado a la edad casadera sin conseguir el gozo, su preocupado padre, un reycito “demócrata alternativo y de tintes modernos”, convoca a concurso público a todos los hombres del reino y de las comarcas vecinas, prometiendo la mano de la princesa como recompensa a aquel que la hiciera disfrutar los placeres del amor. Después de agotadoras jornadas y resultados nada promisorios, perdidas casi todas las esperanzas de que la princesa conociera aquella cosquillita del orgasmo, una tarde llegó un ejército de amazonas custodiando a un caballero forrado hasta los dientes que exigió hacer el amor sin quitarse la armadura. No les será difícil imaginar que el caballero era realmente dama de lacia cabellera rubia y agraciados pechos que con toda paciencia, destreza y dedicación consiguió que la princesa flotara y tocara el cielo, según sus propias palabras, que en estos casos no es apropiado exagerar a riesgo de provocar descrédito.
Ése, en escenarios más o menos modernos, es el tono del libro. Con las páginas se suceden adaptaciones de chistes populares, recomendaciones para una primera cena íntima bañada en whisky, microrrelatos que dejan bien sentado que no sólo de sexo vive la lesbiana, la historia autobiográfica de un gato andrógino y un fabulario donde desfilan gallinas hetero y gallinas les, una rana lesbiana que quería ser vaca heterosexual, una murciélago transgénero, una tortuga queer, ardillas bolleras y zorras policías, una gusanito solidaria y un consejo general de mantis religiosas.
Mientras, de este lado del Atlántico, con afán más de memorioso rescate que de pura ficción, Gilda Salinas cuenta en las quince piezas que integran Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, la historia de una niña de once años que una fría mañana de febrero, sin entenderlo ella misma, se enamoró de Mona Bell al oírla cantar “La montaña” con aquella voz gruesecita y cálida. Ése —que es el final del libro— fue sólo el inicio, porque la niña creció y se enamoró de otras tantas chilenas y mexicanas de todas las regiones de la República, con las cuales Gilda teje una red de personajes que reaparecen y situaciones que se asemejan —¿qué tan distinto puede ser un antro a otro, una relación a la siguiente?
Aquellos ochenta “eran tiempos de trova cubana, de recorrer las peñas y de cantar con la guitarra”. Las peñas y los antros, desde el más “nais closetero lésbico temporal” —donde cantaba la gran Chavela Vargas, “la madre, ¿o debería decir el padre?, de todas las lesbianas”—, hasta los decadentes locales de “fraternidad ambientalista y aromas de peda feliz”; épocas idílicas en las cuales la narradora/protagonista “libaba como hija del desierto en tiempo de maremoto”, hasta que acabó siendo una alcohólica anónima demasiado conocida y una mujeriega (casi) irredenta que se identificaba con Pedro Infante por aquello de “me gustan las altas y las chaparritas, las gordas y flacas y las chiquititas”. Y como buena charro hembra, cuando decía “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”, era capaz de ponerse pantimedias, falda, zapatos de tacón y hasta rímel en las pestañas cuando el suceso conquistatorio lo ameritaba.
Mujeres y jolgorios saltan de una pieza a otra del conjunto. Y música que, también ubicua y omnipresente, matiza el ambiente de guateque absoluto y constante. “La virtud de que la mayoría estuviera pedales —dice— es que todo daba risa, las tragedias, los melodramas y los azotes eran motivo de júbilo”. Así era la jerga de la juerga: “hay que olvidar los cuetes, cuotas, digo, cuitas, para cumplir las motas, mitos, digo, metas”. No faltan momentos trágicos o conmovedores —la muerte prematura de una amiga, la violación de otra, una redada policial, persecuciones y cachetadas de madres intolerantes o amantes celosas, un pleito conyugal resuelto a balazos contra las macetas, varias rupturas, mentirillas e infidelidades—, pero la diversión es reina y la amistad perdura a pesar de los deslices y las vicisitudes.
Son los de Gilda Salinas, como los de Isabel Franc, cuentos de mujeres que no se esconden tras eufemísticas etiquetas —que ya bastantes son las que nos endilgan en este mundo sobreclasificado—; mujeres satisfechas, seguras, conformes consigo mismas. Son las suyas, historias de la cotidianidad, del festejo, del baile y de la risa que estas amazonas modernas cultivan cual trofeos que entregarles a la vida y a la alegría de vivirla de ese modo.

martes, 30 de septiembre de 2008

Siete diosas

Eugenia Cauduro era una diosa. Colgaba del risco de un cenote yucateco como doncella a punto de sacrificio; asomaba entre las cornisas y columnas de Palenque con un enorme tocado maya; danzaba como gacela sobre los muros del fuerte de Campeche; volaba cual libélula en el agreste paisaje de las Barrancas del Cobre. Ahora es una respetable señora que hace de mamá joven en las telenovelas del Canal de las Estrellas, pero en aquellos anuncios turísticos de principios de los noventa era una diosa casi adolescente que le alegró la pupila muchas veces a esta pobre inmigrante indocumentada.

Alejandra Guzmán era una diosa. Con una faldita corta y circular, enseñaba dos piernas rotundas mientras rugía: “Reina de corazones,/ distante y lejana/ pasión de pasiones,/ yo soy la reina de corazones…” Llenita, cual debe ser; no como esas distróficas con cuerpos de cabrito regiomontano que ahora se llaman bellas. Eran los tiempos de “Siempre en domingo”, cuando escribí el cuento que comienza diciendo: “La culpa de todo la tiene Alejandra Guzmán” y fantaseaba con entregárselo algún día. Mucho antes de las mil cirugías que la han dejado como mazorca de maíz, con todos los dientes afuera.



Catherine Zeta-Jones era una diosa cuando el Zorro de Banderas —que era entonces un hermoso doncel recién importado de la Iberia— la dejó en camisón con la destreza de unos precisos lances de florete. ¡Coño, chico, qué les hicieron Michael Douglas y Melanie Griffith! Bien dicen por ahí que uno tiene la edad de la persona a la cual ama… Eso lo explica casi todo.





Xiomara Laugart era una diosa del panteón yoruba —¡cuál sino Ochún!— cuando abría esa garganta prodigiosa y dejaba salir aquel “Paria, desbroza el horizonte/ el cielo sobre el monte/ la alborada va detrá a a as”. Todavía ha de ser una diosa interpretando a Celia Cruz en Broadway mientras yo, que hace tantos años no la veo más que en fotos, recuerdo una noche en su casa de Marianao, donde me dio una entrevista alegre que publiqué en El Caimán Barbudo, y aquellas peñas de 13 y 8 donde cantaba como nadie: “Qué bien sería si esta noche con estrellas/ y luna casi nueva/ alguien cantara un buen boleto,/amor”…



Maite Perroni como actriz es muy malita y como cantante se la pueden echar a los leones… pero díganme si no es una diosa. En ese afán humano de acercarse a la divinidad, de acogerse a su amparo y protección, hace un par de años hice la más grande ridiculez de mi vida adulta: ir a una firma de autógrafos en la que sólo pude verla en lontananza, más chiquita que en la televisión, porque había miles de millones de fans —aunque usted no lo crea— que habían hecho cola desde la madrugada anterior y personal de seguridad que no permitía acercarse tres cuadras a la redonda. De cualquier modo, con ella aprendí —pónganle, si quieren, música de Manzanero— que para cardiovasculares no es necesario mover un solo músculo… a no ser el óptico.

Nicole Kidman es una diosa diosérrima. Rubia, castaña o pelirroja. Mientras avanzan sobre su cuerpo los cuarenta y le ha dado por hacer películas para niños, ese cutis terso y esos ojos profundos conmueven al más duro. Mientras la observo, estilizada y glamorosa como felina de caricatura, pienso que Tom Cruise es, entre otras muchas cosas, un imbécil… ¿O acaso ella es una odiosa, como buena diosa?





Angelina Jolie es una diosa cochina, cachonda y caliente. Una niña mala que se besa en la boca con su hermano, tiene tatuajes dedicados a otras mujeres y vestidos pegadísimos que convocan a todos los demonios. Tan mala es, que le quitó a la tontuela de la Aniston al güerito más codiciado de Hollywood y lo trae como idiota, cargándole a todos los hijos que va recogiendo por el mundo como las locas a los perros y los gatos callejeros. Muy mala, muy mala… ¡y muy buena!



Esta lista podría ser más nutrida —faltan las de la “vida real”; “mis amigas preciosas, mi amante”, diría el gran Heredia—, pero la dejo en siete, número mágico. Como las siete maravillas, como los pecados capitales. Como las siete glándulas salivares del perro de Pavlov.
Puede que sus apetencias no coincidan con las mías: la belleza es relativa. No olvide el viejo refrán: “Para gustos se han hecho los colores… y para escoger, las flores”. Haga su propia lista de mancebos o doncellas, sirenas o tritones, y en esos días que pintan medio gacho, écheles un ojo —¡mejor los dos!—… Se va a acordar de mí.

martes, 23 de septiembre de 2008

Venía yo pensando




Venía yo pensando, en la fría y húmeda mañana, que al cuerpo hay que hablarle con cariño, con ternura. Qué autoestima puede tener una parte a la que se llame vulva, tan similar a vulgo, tres de sus cinco letras de las últimas del alfabeto. ¿No pudieron encontrar algunas entre las veintitantas anteriores para inventarle otra denominación? Como Alemania, ¿llegamos tarde a la repartición y tuvimos que conformarnos con las letras que sobraban?... Y vagina, también con uve, marcada como inexistente en el diccionario de Word. Como si las cosas de la mujer —entre ellas, su anatomía— tuvieran que ser las relegadas, las más ocultas. ¿Seré la única inconforme? ¿A mis demás congéneres les gustarán sinceramente esos nombres? No sólo que los acepten como algo dado, inalterable, sino que les guste su fonética… Tendríamos que hacer una marcha para que desfilen quienes las apoyen. La marcha del orgullo vúlvico.
Venía pensando, mientras observaba perder altura a un avión de Mexicana, que desde el cielo cualquier población es un caserío. Así nos ve Dios desde lo alto, sin destacar rasgos ni proezas: todos iguales e insignificantes como hileras de hormigas nerviosas o enanos inútiles. Aun cuando, curioso, interpusiera una lupa entre su ojo y nuestro mundo, vería una maqueta de escala infinitesimal, como las que hacen los niños de las escuelas o los arquitectos e ingenieros para sus proyectos. ¿Qué sabe él de nosotros? Lo mismo que nosotros suponemos de las hormigas o las moscas. Con la misma certeza. O sea, casi nada.
Venía pensando en el binomio Jack Bauer/Tony Almeida de la serie 24. El protagonista, el héroe, con frialdad y entereza pasmosas, no repara en lo que tenga que hacer, incluso contra sus afectos más cercanos, si de cumplir su misión y salvar a su país se trata; el otro, el latino, es considerado traidor por anteponer su amor por la esposa a las causas de la patria. La patria, ese concepto tan guerrero y masculino; la mujer, esa otra patria que, más que patria, es hogar. A mí —femenina y hogareña, al fin y al cabo— me parece que el hecho de que los espías sean necesarios para la seguridad del Estado es una cosa; que se convoque a celebrarlos públicamente como a héroes es otra muy distinta.
Venía pensando, casi al llegar a la esquina, que la mayoría de las personas no es consciente de las misiones que viene a cumplir a esta vida, algunas de las cuales se zanjan como al azar, sin que nos demos cuenta. Tal vez cuando espanto a esa palomita gorda que ya no puede ni volar, le evito que la mate una rama que caerá del árbol al minuto siguiente o la salvo del golpe de una piedra lanzada por uno de los albañiles de la construcción aledaña. Yo no me habré enterado, incluso me regañaré por haberla asustado. Así ha de pasar con la gente que supuestamente nos hace daño. A lo mejor, al cerrarnos un camino, nos abren otro.
Venía yo pensando, muy concentrada, cuando un estruendo de metales me hizo detenerme y dar media vuelta. Dos autos habían colisionado. El que avanzaba por Xola no respetó la roja del semáforo y el de Rebsamen, respondiendo instintivamente a la verde, había metido el pie en el acelerador con singular entusiasmo. Los vidrios saltaron como surtidor. Unos segundos el mundo pareció detenerse. Todas las miradas estaban fijas sobre los carros inmóviles. De pronto, al mismo tiempo, como una coreografía previamente ensayada, salieron los dos choferes. Dos perros rabiosos listos para el combate. Uno señalaba a gritos el semáforo; el otro, quién sabe qué podía reclamar con tanto ímpetu si era el infractor. Hum, cosa de hombres, pensé, y reanudé mi camino hacia el metro.
Iba recordando que unos días atrás entré al andén flanqueada por dos señores. El empujón que le dieron a los torniquetes fue como para zafar la manivela y que, del golpe, atravesara el piso, el globo terráqueo y fuera a salir del otro lado, en el metro de Pekín (ahora Beijing). Bien han dicho siempre las abuelas que los hombres no controlan su fuerza como los niños no miden el peligro. “Allá deben estar todavía peleando aquel par”, me dije pensando en los del accidente, e inmediatamente reparé en cuántas veces atravesamos despreocupados, con descuido y hasta con negligencia, esa misma esquina, todas las esquinas del mundo. Con qué imprudente tranquilidad, con qué confianza. Como semidioses. Como idiotas.
Carpe diem, me dije una vez más. Que nadie sabe cuándo va a chocar el carro o a pasar un vendaval; cuándo un avión embestirá una torre o un hijo de puta lanzará una granada; cuándo un cangrejo de mierda se te instala entre pecho y espalda; cuándo te envolverá una calma repentina, un “por fin ya”. Carpe diem, repito y les repito, aunque tantas veces no lo tome en cuenta. Carpe diem.