martes, 26 de agosto de 2014

Cien años no es nada




Cortázar es una etapa de mi vida, aquellos finales de los ochenta y principios de los noventa en que leíamos con avidez, clandestinamente, los volúmenes que llegaban escondidos en las maletas de algunos amigos extranjeros o los que robábamos en las primeras ferias del libro que entonces se hacían en el Palacio de las Convenciones.
Cortázar es la continuidad de los parques, la noche boca arriba, la casa tomada, el ajolote, las migalas, la autopista del sur. Cortázar es el París del exilio y los poemas a Cristina. Cortázar hoy cumple cien años y lo celebro publicando este fragmento de mi cuento “Retablo para amores imposibles”, cuyo escenario es precisamente La Habana de aquellos años.



RETABLO PARA AMORES IMPOSIBLES
  

Una mujer que nunca me provoca
me ha condenado a lluvia sin motivo
y desde entonces vivo
ahogado en el deseo de su boca.
Silvio Rodríguez


Margarita esta tarde con su frío mosaico, escribo y la recuerdo avanzando entre la gente en el boulevard de San Rafael una tarde soleada de La Habana. Una muchacha menuda, de pelo lacio y negrísimo, que cuando llega junto a mí me dice a bocajarro “Qué bueno que te encuentro” como quien acabara de hallar su salvación.
Y la salvación era ella, aparecida precisamente cuando yo sobrevivía entre los escollos de un maremoto personal. Ella que me muestra, con misterio, escondido dentro de su bolsa tejida, un libro forrado de papel periódico para que los curiosos no vean el título ni el autor: Milan Kundera, El libro de la risa y el olvido. “Te lo presto, pero tienes que leértelo esta madrugada; tengo que devolverlo mañana”.
Kundera, Vargas Llosa, Arenas, Novás Calvo, Lezama, libros prohibidos en la isla de los libros. “Lo trajo un español”, me cuenta. “Se lo dejó a una prima de una amiga de mi compañera de trabajo; hay que leerlo rápido”. Y no dormí esa noche, tomando notas, casi trascribiendo, haciendo paralelos entre las letras que devoraba y el mundo más allá de mi ventana, ese limbo parecido al de los niños macabros.
Y pensando en ella, tan bonita, aquella tarde en que la conocí leyendo sus poemas en un patio colonial, rodeada de escritores y aspirantes, todos queriendo llevársela a la cama. Y ella conmigo un rato después, caminando junto al muro que divide a la ciudad del mar.
Las olas chocan contra la piedra y echan sobre la acera un abanico de pequeños arco iris que nos salpican. El sol se ha convertido en tibia caricia cuando nos sentamos a ver el último rayo de la tarde. “Cuando el sol rueda detrás del horizonte”, me dice, “a veces se percibe un rayo verde”… Quiero abrazarla, pegarla a mí. “Si lo llegas a ver y le pides un deseo, se te cumple”. Un deseo que se cumpla, qué sueño tan gastado y engañoso…
“Te traigo un tesoro”, dijo con los ojos muy abiertos cuando abrí la puerta la primera vez que me visitó. “Pero tienes que leerlo ahora mismo, no te lo puedo dejar”. Forrada con las páginas coloridas de una revista Unión Soviética, la edición príncipe de Fuera de juego de Heberto Padilla con la nota de la Unión de Escritores deslindándose, desacreditando al jurado que otorgó el premio. “Lo encontró un amigo escondido entre otros libros viejos de la biblioteca de su tío”.
Los libros del índex revolucionario pasando de bolsa en bolsa, de mano en mano, de ojo ávido a ojo ávido. La Biblia, Simone de Beauvoir, Piñera, Solzhenitsin. Clandestinos como productos del mercado negro, perseguidos como agentes transmisores de epidemias. Cavafis, Sartre y Camus, Nietzsche. Y las visitas y los tesoros se hicieron más frecuentes. Dos veces por semana. A veces tres.
Margarita y mis manos tanteándole la furia y los almíbares. Está sentada al borde de la cama, junto al equipo de música, revisando el puñado de discos y casetes. Tan concentrada, que su único movimiento es ese gesto instintivo de quitarse el pelo de la cara con un golpe de cabeza.
Yo la miro desde la puerta del cuarto, en silencio. “Es un panal en el que no debo meter la mano hasta que no esté segura de que no van a picarme las abejas”, pienso mientras ella saca un disco del montón y cantamos juntas, a vivo grito “Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón” y bebemos a sorbos, del mismo vaso, un ron nicaragüense.
Y avanzada la noche la acompaño a la parada o tal vez caminamos largamente hasta la puerta de su casa, donde nos despedimos y yo desando los pasos, uno a uno, pensando qué pensará de mí, si me querrá un poquito. Pensando si valdrá la pena perder esta amistad por un beso que inaugure el desmoronamiento inevitable. Porque el amor, cuando empieza, sella en ese mismo instante su final. Y porque el de dos mujeres es un grito imperdonable en medio de una plaza rodeada de sicarios dispuestos a atacar.
Vender el alma al diablo o vender el alma a Dios, escribo y me pregunto si no será de locos que estemos leyendo las Iluminaciones de Rimbaud, las dos del mismo libro, a veces en voz alta, como si nos confesáramos esos fragmentos la una a la otra, mientras llegan claritos los ruidos de la calle, burda salsa desde la grabadora de los vecinos, los gritos de niños jugando a la pelota, el timbre intermitente de las bicicletas.
Pero en este instante somos las poetas malditas, las enfants terribles. Rimbaud y Verlaine en Centro Habana. Paolo y Françesca en un cuarto alquilado de una isla infernal. Eva y Lillith tentando a la manzana frente al árbol prohibido. Vender el alma y que ella llegue alguna tarde a ponerme su almíbar en los labios.
La cama es un colchón pegado al suelo. Ella está sentada a los pies y yo en el piso, a su lado. Ella tiene abierto el libro sobre sus piernas y yo escribo los versos en una hoja arrancada de un cuaderno. “Qué calor”, se queja y saca los pies de los zapatos. Los pega al suelo frío buscando un alivio. Sus pies pequeños al alcance de mi mano.
Pongo el papel entre las suyas. Ella lee, casi inmóvil, Margarita esta tarde con su frío mosaico. Y levanta la vista lentamente hasta mis ojos. Margarita y mis manos tanteándole la furia y los almíbares. “¿Qué es esto?” pregunta como si no lo supiera, como si fuera normal encerrarse noche a noche en un cuarto con una mujer y cantar y beber y leer del mismo libro los tremendos poemas del francés y los poemas propios.
Y yo quise decirle “que te quiero”, pero las tres palabras se me atoraron en la garganta y desataron una furia interior que no tenía más salida que el fuego de mis ojos. “Creo que te has confundido”, me dice, cuando la confundida es ella. Y no le sostengo la mirada, sino que cierro el libro, lo dejo sobre la cama, a su lado, y me levanto de un salto y me pierdo en la oscuridad de la cocina.
Y hasta allí me persigue. “No entiendo qué sucede” y me toma una mano que aparto de la suya. “No sabía que esto estaba pasando”, insiste y le doy la espalda.
Vuelve al cuarto y recoge sus cosas. “No la dejes ir” grita una voz dentro de mi cabeza, pero ella avanza sobre el pasillo apenas iluminado. “Aprecio tu amistad, pero esto no lo imaginaba… no sé cómo enfrentarlo” y se detiene ante la puerta y gira hasta quedar de frente a mí. Me mira a los ojos, con una mirada que me parece triste.
En silencio saltan los segundos. El nudo clavado en la garganta apenas me permite respirar. “Está esperando a que la beses” grita la voz desde el fondo de mi alma y hago el ademán de acercarme a su cara, pero me detengo, paralizada. Espero a que sea ella quien se acerque y antes de abrir la puerta, deposite un beso leve, el último, en mi mejilla.
Margarita y el miedo de que dijera no.


(tomado de Con la boca abierta, Madrid, Odisea Editorial, 2006)

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