El sábado vi el musical Avenida Q. Una historia de muñecos de peluches manipulados por actores, reminiscencia de Los Muppets o Plaza Sésamo. Eugenio, un joven recién graduado de Filosofía y Letras, renta un apartamento en la Avenida Q porque los recursos que le proporcionan sus padres no alcanzan para los precios y niveles de vida de las avenidas A, B, C, etcétera. Allí, en la Q, un suburbio desde donde se ve en lontananza la gran ciudad, tiene por vecinos a un cómico frustrado y su esposa, japonesa, sicóloga y desempleada; una asistente de maestra de primaria despedida; un portero que fue estrella infantil de tele pero sus padres le robaron lo ganado; un gay de clóset y su roommate, que termina siendo mendigo; un monstruo peludo adicto a la pornografía por internet. Todos, en alegre oppening, reciben a Eugenio con una canción que repite: “Qué pinche ser yo, qué pinche ser yo…”
Para los no mexicanos, digamos que pinche, en esta acepción, vendría siendo algo así como desafortunado. Una mirada rápida al auditorio me hizo ver a muchos sonreídos. Sin embargo a mí, que me desagradan los lastimeros, me estaba disgustando esa alegre mediocridad y me preguntaba si podría considerar así, pinche, mi propia vida; si alguna vez, aun en los peores tiempos, la habría pensado como tal. “Relájate, vieja”, me exigí entonces, “vamos a disfrutar esto, que bastante caro es”.
Que no está mal ser un poquito racistas y reírnos de lo feo que huelen los negros, lo naco que son los nacos y los remamones de los argentinos, dijeron a media obra. Claro, si no eres negro, naco o argentino, pensé acordándome del artículo “El sano e inocente racismo cubano” de Paquito D’Rivera, el gran músico radicado en Nueva York, que plantea: “Es curioso, y hasta digno de lástima, ver cómo tantos cubanos de ambas orillas del estrecho de la Florida estiman ‘graciosos’, desagradables temas raciales que para las demás comunidades de este país se consideran vergonzosos, políticamente incorrectos y sobre todo vulgares y de pésimo gusto”.
No sólo los cubanos, Paquito, ¿ya ves?; es un mal mundial. Y me llama mucho la atención que esto provenga de una obra originalmente gringa. Efectivamente, mucha risa nos da hasta que el susodicho nos riposta: “¿Qué te pasa, blanquito peste a leche?”… Y es que aunque lo “políticamente correcto” suele parecerme extremo y exagerado, casi siempre incorrecto o redundante gramaticalmente, lo cierto es que la gran mayoría somos minoría. Y más de una. Porque hombre caucásico sano y nativo de país del primer mundo son contaditos.
“¡Que te relajes, repinga!”, me insistí como si lo hiciera mi hermana con su boquita sucia, “o atiendes o no vas a saber de qué se trata”. Y así, después de algunas simpáticas peripecias de tono cotidiano y en ocasiones bastante local —o sea, de algún modo, entonces, universal—, matizadas de buena cantidad de expresiones a ratos más vulgares de lo que mi gusto —no tan refinado— aceptaría con tranquilidad, la obra termina un poco intempestivamente —tal vez sólo no tan espectacular como otras del teatro musical—, con una canción que plantea, en resumen, que debes vivir “Sólo por hoy”. Y que si no hallas tu propósito en la vida, esa meta que Eugenio buscó durante toda la pieza, ni te preocupes, que hay miles así y no pasa nada.
Mientras todos ovacionaban a los actores, una inquietud se revolvía dentro de mí. A pesar de que está simpática y bien puesta, con una escenografía bonita y colorida, coreografías sencillas pero bien logradas; a pesar de que las muchachas cantan muy bien y los varones no desentonan demasiado, que todos manejan con destreza los muñecos y actúan al mismo tiempo… algo no me dejaba satisfecha. Algo no anda bien en una obra que empieza diciendo “Qué pinche ser yo” y termina proponiendo que si no tienes objetivo en la vida ni te preocupes.
“Es un canto a la mediocridad, el musical de los jodidos pero contentos”, concluí e inmediatamente me asaltaron las angustias. Oh oh, ¿no estaré demasiado amargada?, me pregunté. Sé que en el mundo abunda el infortunio y no tengo el menor reparo en que el arte lo refleje, que lo ha hecho por toda la eternidad… ¡Pero de ahí a que el mensaje sea que es bueno vivir en la mediocridad!... ¿Estaré muy permeada del realismo socialista y de los happy endings de Hollywood? ¿El mundo ha cambiado tanto como para que la moraleja de una obra sea contentarse con el conformismo?
La semana pasada me encontré, echado en la puerta del Oxxo, a un muchacho entre mendigo y loco que suele deambular, descalzo y sucio de meses, por las calles de mi colonia. Estaba boca arriba, dormido al solecito tierno de las nueve y pico, tapándose la luz con la mano sobre los ojos. Tranquilísimo. Me quedé mirándolo muerta de envidia porque yo iba hacia el banco atolondrada de gripe, como si respirara ácido que corroyera mi garganta en carne viva, tratando de apurar los pasos que se negaban a acelerarse. Iba a pagar las cuentas a punto de vencer, o sea, a que me desplumaran voluntariamente, y luego, a aplanarme las nalgas durante diez horas en una oficina en la que desde hace meses no hay absolutamente nada qué hacer.
“A qué vienes, si todavía estás mal”, me regañó Inesita, mi compañera y vecina de gabinete. Yo pensaba en el muchacho. No te dejes engañar, me dije, ésa es la libertad: un mendigo mugroso durmiendo a media calle cuanto le viene en ganas. La antípoda de la libertad sería la prisión, y todos vivimos apresados en miles de ellas. Las de la moral, las de la salud, las de la educación, las de la conveniencia, las del hastío, las del miedo. Miedo sentí el domingo al pensar en la semana que empezaba a desplegarse ante mis pasos. Una semana más de vacío, perdida miserablemente, como alguna vez me dijo Félix Luis que serían todas las semanas que dedicara al trabajo de oficina.
Sin embargo, cada mañana cuando salgo a la calle un aluvión de imágenes, de ruidos, de impresiones, me dicen que estoy viva, que estoy sana, que soy joven, que tengo un trabajo hacia el que me dirijo. ¿Por qué traigo los dientes y los puños apretados de este modo entonces?, me cuestiono. ¿No debiera agradecer tantas bendiciones? ¿Y el solecito de primavera y el desayuno que acabo de tomar? ¿Será que no me conformo con el simple propósito de existir —subsistir— por hoy, sólo por hoy, aunque éste sea el tono de los tiempos? Y aun así, ¿sería suficiente motivo para cantar “Qué pinche ser yo”?
Para los no mexicanos, digamos que pinche, en esta acepción, vendría siendo algo así como desafortunado. Una mirada rápida al auditorio me hizo ver a muchos sonreídos. Sin embargo a mí, que me desagradan los lastimeros, me estaba disgustando esa alegre mediocridad y me preguntaba si podría considerar así, pinche, mi propia vida; si alguna vez, aun en los peores tiempos, la habría pensado como tal. “Relájate, vieja”, me exigí entonces, “vamos a disfrutar esto, que bastante caro es”.
Que no está mal ser un poquito racistas y reírnos de lo feo que huelen los negros, lo naco que son los nacos y los remamones de los argentinos, dijeron a media obra. Claro, si no eres negro, naco o argentino, pensé acordándome del artículo “El sano e inocente racismo cubano” de Paquito D’Rivera, el gran músico radicado en Nueva York, que plantea: “Es curioso, y hasta digno de lástima, ver cómo tantos cubanos de ambas orillas del estrecho de la Florida estiman ‘graciosos’, desagradables temas raciales que para las demás comunidades de este país se consideran vergonzosos, políticamente incorrectos y sobre todo vulgares y de pésimo gusto”.
No sólo los cubanos, Paquito, ¿ya ves?; es un mal mundial. Y me llama mucho la atención que esto provenga de una obra originalmente gringa. Efectivamente, mucha risa nos da hasta que el susodicho nos riposta: “¿Qué te pasa, blanquito peste a leche?”… Y es que aunque lo “políticamente correcto” suele parecerme extremo y exagerado, casi siempre incorrecto o redundante gramaticalmente, lo cierto es que la gran mayoría somos minoría. Y más de una. Porque hombre caucásico sano y nativo de país del primer mundo son contaditos.
“¡Que te relajes, repinga!”, me insistí como si lo hiciera mi hermana con su boquita sucia, “o atiendes o no vas a saber de qué se trata”. Y así, después de algunas simpáticas peripecias de tono cotidiano y en ocasiones bastante local —o sea, de algún modo, entonces, universal—, matizadas de buena cantidad de expresiones a ratos más vulgares de lo que mi gusto —no tan refinado— aceptaría con tranquilidad, la obra termina un poco intempestivamente —tal vez sólo no tan espectacular como otras del teatro musical—, con una canción que plantea, en resumen, que debes vivir “Sólo por hoy”. Y que si no hallas tu propósito en la vida, esa meta que Eugenio buscó durante toda la pieza, ni te preocupes, que hay miles así y no pasa nada.
Mientras todos ovacionaban a los actores, una inquietud se revolvía dentro de mí. A pesar de que está simpática y bien puesta, con una escenografía bonita y colorida, coreografías sencillas pero bien logradas; a pesar de que las muchachas cantan muy bien y los varones no desentonan demasiado, que todos manejan con destreza los muñecos y actúan al mismo tiempo… algo no me dejaba satisfecha. Algo no anda bien en una obra que empieza diciendo “Qué pinche ser yo” y termina proponiendo que si no tienes objetivo en la vida ni te preocupes.
“Es un canto a la mediocridad, el musical de los jodidos pero contentos”, concluí e inmediatamente me asaltaron las angustias. Oh oh, ¿no estaré demasiado amargada?, me pregunté. Sé que en el mundo abunda el infortunio y no tengo el menor reparo en que el arte lo refleje, que lo ha hecho por toda la eternidad… ¡Pero de ahí a que el mensaje sea que es bueno vivir en la mediocridad!... ¿Estaré muy permeada del realismo socialista y de los happy endings de Hollywood? ¿El mundo ha cambiado tanto como para que la moraleja de una obra sea contentarse con el conformismo?
La semana pasada me encontré, echado en la puerta del Oxxo, a un muchacho entre mendigo y loco que suele deambular, descalzo y sucio de meses, por las calles de mi colonia. Estaba boca arriba, dormido al solecito tierno de las nueve y pico, tapándose la luz con la mano sobre los ojos. Tranquilísimo. Me quedé mirándolo muerta de envidia porque yo iba hacia el banco atolondrada de gripe, como si respirara ácido que corroyera mi garganta en carne viva, tratando de apurar los pasos que se negaban a acelerarse. Iba a pagar las cuentas a punto de vencer, o sea, a que me desplumaran voluntariamente, y luego, a aplanarme las nalgas durante diez horas en una oficina en la que desde hace meses no hay absolutamente nada qué hacer.
“A qué vienes, si todavía estás mal”, me regañó Inesita, mi compañera y vecina de gabinete. Yo pensaba en el muchacho. No te dejes engañar, me dije, ésa es la libertad: un mendigo mugroso durmiendo a media calle cuanto le viene en ganas. La antípoda de la libertad sería la prisión, y todos vivimos apresados en miles de ellas. Las de la moral, las de la salud, las de la educación, las de la conveniencia, las del hastío, las del miedo. Miedo sentí el domingo al pensar en la semana que empezaba a desplegarse ante mis pasos. Una semana más de vacío, perdida miserablemente, como alguna vez me dijo Félix Luis que serían todas las semanas que dedicara al trabajo de oficina.
Sin embargo, cada mañana cuando salgo a la calle un aluvión de imágenes, de ruidos, de impresiones, me dicen que estoy viva, que estoy sana, que soy joven, que tengo un trabajo hacia el que me dirijo. ¿Por qué traigo los dientes y los puños apretados de este modo entonces?, me cuestiono. ¿No debiera agradecer tantas bendiciones? ¿Y el solecito de primavera y el desayuno que acabo de tomar? ¿Será que no me conformo con el simple propósito de existir —subsistir— por hoy, sólo por hoy, aunque éste sea el tono de los tiempos? Y aun así, ¿sería suficiente motivo para cantar “Qué pinche ser yo”?
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Latinamericalandya. En el blog de Iddia Veitía hay una entrevista a Omar Mederos, quien reconstruye buena parte de la historia de la Asociación Hermanos Saíz y la Generación de los Ochenta. Cliqueen —¡qué verbo!— en el link y dense una vuelta por ahí .
Ay, Odette, cuando encuentres respuestas para todas las preguntas que te haces al final de tu texto, si es que llegas a encontrarlas, avísame. No, amiga, no. Hay preguntas que acompañan a nuestra especie, a caballo de su memoria, desde los albores mismos de su nacimiento. En el vacío de su respuesta está tal vez nuestra razón de ser. Al formulárnoslas damos cuenta del tránsito -tan finito y tan dudoso como lo pueden ser la suerte o la dicha de tu mendigo- entre lo bestial y lo divino... Damos cuenta, claro, ante nosotros mismos, que ya nos hemos encargado de engendrar todas estas categorías para que nunca falten las preguntas genitoras, ésas que nos justifican y nos explican. Tú y ese sugerente mendigo son un par de contrarios dialécticos por obra y gracia de nuestra capacidad para preguntarnos trascendentes tonterías. Y que siga siendo así por mucho tiempo. ¿No crees? Siento que la obra no haya sido más amable y provechosa. Otra vez será.
ResponderEliminarAbrazos siempre,
Jorge
Odette: Qué filo filosófico el de tu blog de hoy. Sabes querida, hay días en que me siento uno de esos pinches, me hundo, me descalabro; luego, rápidamente me repongo y me lanzo a atrapar una rama de optimismo, no importa que sea frágil si optimista. Recuerdo que cuando hice el tema que se llama "Fortuna" estaba en un hueco pinchoso -¿lo conjugué bien?-. En fin, me parece que este blog es una mirada honda sin velos, a pecho descubierto hacia el centro de uno mismo -lectores, escritora- no es nada fácil. Si me permites, noto, es mi impresión, que vienes de alguna zona pantanosa.
ResponderEliminarVolveré sobre el blog.
Gracias, Te quiere
Queve
te acuerdas del candido de voltaire mi querida? , la busqueda infinita e intermitente del dorado; durante todo el libro pangloz le pregunta siempre a candido, como esta todo y candido responde:" todo esta bien y nada puede estar mejor"; a travez del relato candido y pangloz pasan un cojonal de problemas y al final cuando por fin la paz era inminente , pangloz repite su eterna pregunta , y candido con todo la experiencia del mundo en sus mamos le contesta : si , todo esta bien y nada puede estar mejor, pero, es menester cultivar nuestra huerta", creo que voltaire lo dijo todo un cojon de años atras. un abrazote .
ResponderEliminarAyer, Alejandro González Acosta me recordó este poema de Neruda que hoy comparto con ustedes. Porque a veces me canso igual.
ResponderEliminar"Walking Around"
Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
"Que Pinche Estar Roto
ResponderEliminarDesempleado y Tener
Puta, que Viejo Estoy
¡Veintidos!"