Biblioteca de la Universidad de Coimbra, Portugal
Hace un par de semanas, en la mesa de Oportunidades de la librería de Sanborns, encontré una novela de Mayra Montero: Son de Almendra (Alfaguara, 2005). Una historia cubana, de aquella Habana del año 57 que era un hervidero de vida nocturna, vendettas de la mafia y muchachos torturados y asesinados por los casquitos de Batista; aquélla de Tropicana y del Sans Souci, de los restaurantes del Barrio Chino y los Aires Libres frente al hotel Saratoga, del Beny en el Ali Bar y el Bola en el Monseigneur, del Club 21 y los casinos del Hilton y del Capri, de los barbudos en la Sierra y de los leones del zoológico devorando los cadáveres de los muertos.
Nunca había leído a Mayra, aunque mucho he oído de ella. Desde La última noche que pasé contigo que me recomendó Alejandra Leal cuando todavía trabajábamos en la Comisión de Derechos Humanos del DF y que nunca encontré en librerías. Quienes dicen que Mayra no es una narradora cubana porque ha residido toda una vida en Puerto Rico, debieran leer Son de Almendra. ¡Qué comemierdas solemos ser los cubanos; siempre restándoles cubanía a los otros como si eso reforzara la propia! ¡Siempre demeritando a los demás, como si mientras más bobos, brutos o cobardes los consideráramos, menos lo fuéramos nosotros!
El lunes Neus mandó desde Barcelona una frase de Groucho Marx que dice que aparte del perro, el libro es el mejor amigo. Cuando la leí, lamenté que tanta gente se pierda de la oportunidad de conocer esa experiencia. Y casi la había olvidado cuando, ayer, los últimos capítulos de Son de Almendra me sacaron de un tirón del marasmo que no me permitía hilar frase coherente desde hace al menos una semana.
Una de las angustias que padezco con frecuencia es la triste certeza de que nunca serán suficientes los libros que pueda leer; de que todo el tiempo de la vida no me alcanzará para leer y saber todo lo que quisiera. A veces pienso que si hubiera reencarnación, en alguna de las próximas existencias debiera tratar de perder menos tiempos en devaneos amorosos para dedicárselo ermitañamente a leer, a estudiar, a aprender. Claro que no estoy muy segura de poderme cumplir ese proyecto si exigiera renuncias de tal naturaleza.
Sentados en la escalera del Museo del Carnaval, solos él y yo, una noche del año 87 León me prestó, en medio del más impenetrable misterio, el Libro de la risa y el olvido. Tendría que leerlo esa noche y regresárselo la mañana siguiente, a primera hora. Corrí a mi casa y leí toda la madrugada. Pero no era suficiente en ese caso: tan similar era la realidad que describe Kundera a la que vivíamos, que transcribí medio libro en mi libreta de apuntes. En las mismas condiciones de clandestinaje me prestó noches después El justo tiempo humano de Padilla, aquel que fue retirado de las librerías y las bibliotecas cuando al poeta lo acusaron de contrarrevolución. Así, de mano en mano, leídos con celeridad, pasaban los libros prohibidos, los nunca publicados en la isla, los que llegaban camuflados en las valijas de los amigos extranjeros y eran consumidos como pan caliente.
Por entonces, frente a La Moderna Poesía, la más bella tienda de libros de La Habana, había una librería de viejos que era un paraíso. Cada viaje a la capital, que eran muy frecuentes en aquellos años finales de los ochenta, regresaba a Santiago cargada de textos valiosísimos y hermosas ediciones. Esas joyas, que eran mi más preciada posesión, realmente la única, quedaron en la biblioteca familiar cuando me fui a La Habana y luego a México, y se perdieron definitivamente cuando mi madre tuvo que emigrar a la capital y deshacerse de tantos muebles finos y aparatosos que no cabrían en las nuevas y minúsculas viviendas que le tocarían por hogar.
Las mudanzas me reafirmaron el valor transitorio de lo material. En cada traslado se pierde la mitad de lo que se tiene y los míos han sido muchos. Libros fundamentales se han quedado en cada casa que dejé y constituyen mis mayores pérdidas. A veces pienso en ellos, los necesito, con la misma intensidad que a los amigos. Aquella edición de Paradiso, las Obras completas de Martí, La carne de René y las Presiones y diamantes de Piñera, donde la piedra preciosa que acaba en la taza del inodoro se llama Delphi (Fidel al revés), la Historia de la literatura cubana de Salvador Bueno, mi colección del cuento cubano de la revolución, los libros de Sartre y la Beauvoir que teníamos en la casa de Concordia, El monte de Lidia Cabrera, las Órbitas de la Casa de las Américas, El pequeño príncipe, las novelas de Agatha Christie, Conan Doyle, Hilary Queen, Dashiell Hammett, Georges Simenon… Tantos libros perdidos, algunos irrecuperables…
Cuando llegué a México otro clandestinaje, el de la ilegalidad y la falta de permiso de trabajo, me condujo, gracias a la mediación de generosos amigos, a la redacción de la revista esotérica Casos Extraordinarios. Hasta entonces, con esas rígidas enseñanzas cubanas que suelen despreciar lo popular y lo empírico aunque otra cosa digan, siempre había considerado el conocimiento, el saber, como un asunto primordialmente académico, incluso las miradas e incursiones en temas de mediumnidad, espíritus, orishas, cartomancia, reglas de Osha o de Palo, consideradas aún en la Cuba de entonces como manifestaciones folklóricas, oscurantistas, fruto de la ignorancia o, cuando mucho, underground.
Allí, en Casos..., mis horizontes se abrieron a un mundo que desconocía. Y como siempre, esa apertura aconteció a través de mis ojos, de mis lecturas. Antiguas mitologías poblaron mi cabeza fantasiosa. La Atlántida y Pompeya, Madame Blavatski, Egipto, Malaquías y Nostradamus, las culturas mesoamericanas, Stonehenge, Jesucristo y los esenios, los rollos del Mar Muerto, los registros akáshicos, predicciones astrológicas, ciudades invisibles y naves inexplicables. Extraterrestres e intraterrestres de todas las épocas colmaron mis fascinaciones.
Después, el camino que ya estaba marcado se hizo indeleble. Una carrera corrigiendo los libros de otros me ha hecho leer hasta lo inimaginable. Cada uno de esos textos, como un buen padre, tiene un mensaje que transmitir, una enseñanza que fijar para ser utilizada en algún tiempo, cuando menos se le espera. Hasta yo misma me asombro de cómo un tratado de música atonal, unos informes de ingeniería, un manual de matemáticas o de fisicoquímica, que parecieran desentrañables, pueden darnos sorpresas inesperadas.
Cuatro Ojos me decían quienes querían burlarse de mis lentes de alta graduación y por ellos, en las páginas de los libros he observado el mundo con mucho más de cuatro ojos. Siempre hay quien al verme leyendo todo el día me pregunta qué hago para relajarme, para descansar. La respuesta es una: leer. Llegar a la casa y tomar un libro por simple placer. Es entonces que, en ciertas noches de tristeza o impotencia infinitas, salen de entre sus páginas un tiroteo, el rumor del mar, un enigma coqueteando, el ritmo cadencioso de un danzón… y me rescatan.
Nunca había leído a Mayra, aunque mucho he oído de ella. Desde La última noche que pasé contigo que me recomendó Alejandra Leal cuando todavía trabajábamos en la Comisión de Derechos Humanos del DF y que nunca encontré en librerías. Quienes dicen que Mayra no es una narradora cubana porque ha residido toda una vida en Puerto Rico, debieran leer Son de Almendra. ¡Qué comemierdas solemos ser los cubanos; siempre restándoles cubanía a los otros como si eso reforzara la propia! ¡Siempre demeritando a los demás, como si mientras más bobos, brutos o cobardes los consideráramos, menos lo fuéramos nosotros!
El lunes Neus mandó desde Barcelona una frase de Groucho Marx que dice que aparte del perro, el libro es el mejor amigo. Cuando la leí, lamenté que tanta gente se pierda de la oportunidad de conocer esa experiencia. Y casi la había olvidado cuando, ayer, los últimos capítulos de Son de Almendra me sacaron de un tirón del marasmo que no me permitía hilar frase coherente desde hace al menos una semana.
Una de las angustias que padezco con frecuencia es la triste certeza de que nunca serán suficientes los libros que pueda leer; de que todo el tiempo de la vida no me alcanzará para leer y saber todo lo que quisiera. A veces pienso que si hubiera reencarnación, en alguna de las próximas existencias debiera tratar de perder menos tiempos en devaneos amorosos para dedicárselo ermitañamente a leer, a estudiar, a aprender. Claro que no estoy muy segura de poderme cumplir ese proyecto si exigiera renuncias de tal naturaleza.
Sentados en la escalera del Museo del Carnaval, solos él y yo, una noche del año 87 León me prestó, en medio del más impenetrable misterio, el Libro de la risa y el olvido. Tendría que leerlo esa noche y regresárselo la mañana siguiente, a primera hora. Corrí a mi casa y leí toda la madrugada. Pero no era suficiente en ese caso: tan similar era la realidad que describe Kundera a la que vivíamos, que transcribí medio libro en mi libreta de apuntes. En las mismas condiciones de clandestinaje me prestó noches después El justo tiempo humano de Padilla, aquel que fue retirado de las librerías y las bibliotecas cuando al poeta lo acusaron de contrarrevolución. Así, de mano en mano, leídos con celeridad, pasaban los libros prohibidos, los nunca publicados en la isla, los que llegaban camuflados en las valijas de los amigos extranjeros y eran consumidos como pan caliente.
Por entonces, frente a La Moderna Poesía, la más bella tienda de libros de La Habana, había una librería de viejos que era un paraíso. Cada viaje a la capital, que eran muy frecuentes en aquellos años finales de los ochenta, regresaba a Santiago cargada de textos valiosísimos y hermosas ediciones. Esas joyas, que eran mi más preciada posesión, realmente la única, quedaron en la biblioteca familiar cuando me fui a La Habana y luego a México, y se perdieron definitivamente cuando mi madre tuvo que emigrar a la capital y deshacerse de tantos muebles finos y aparatosos que no cabrían en las nuevas y minúsculas viviendas que le tocarían por hogar.
Las mudanzas me reafirmaron el valor transitorio de lo material. En cada traslado se pierde la mitad de lo que se tiene y los míos han sido muchos. Libros fundamentales se han quedado en cada casa que dejé y constituyen mis mayores pérdidas. A veces pienso en ellos, los necesito, con la misma intensidad que a los amigos. Aquella edición de Paradiso, las Obras completas de Martí, La carne de René y las Presiones y diamantes de Piñera, donde la piedra preciosa que acaba en la taza del inodoro se llama Delphi (Fidel al revés), la Historia de la literatura cubana de Salvador Bueno, mi colección del cuento cubano de la revolución, los libros de Sartre y la Beauvoir que teníamos en la casa de Concordia, El monte de Lidia Cabrera, las Órbitas de la Casa de las Américas, El pequeño príncipe, las novelas de Agatha Christie, Conan Doyle, Hilary Queen, Dashiell Hammett, Georges Simenon… Tantos libros perdidos, algunos irrecuperables…
Cuando llegué a México otro clandestinaje, el de la ilegalidad y la falta de permiso de trabajo, me condujo, gracias a la mediación de generosos amigos, a la redacción de la revista esotérica Casos Extraordinarios. Hasta entonces, con esas rígidas enseñanzas cubanas que suelen despreciar lo popular y lo empírico aunque otra cosa digan, siempre había considerado el conocimiento, el saber, como un asunto primordialmente académico, incluso las miradas e incursiones en temas de mediumnidad, espíritus, orishas, cartomancia, reglas de Osha o de Palo, consideradas aún en la Cuba de entonces como manifestaciones folklóricas, oscurantistas, fruto de la ignorancia o, cuando mucho, underground.
Allí, en Casos..., mis horizontes se abrieron a un mundo que desconocía. Y como siempre, esa apertura aconteció a través de mis ojos, de mis lecturas. Antiguas mitologías poblaron mi cabeza fantasiosa. La Atlántida y Pompeya, Madame Blavatski, Egipto, Malaquías y Nostradamus, las culturas mesoamericanas, Stonehenge, Jesucristo y los esenios, los rollos del Mar Muerto, los registros akáshicos, predicciones astrológicas, ciudades invisibles y naves inexplicables. Extraterrestres e intraterrestres de todas las épocas colmaron mis fascinaciones.
Después, el camino que ya estaba marcado se hizo indeleble. Una carrera corrigiendo los libros de otros me ha hecho leer hasta lo inimaginable. Cada uno de esos textos, como un buen padre, tiene un mensaje que transmitir, una enseñanza que fijar para ser utilizada en algún tiempo, cuando menos se le espera. Hasta yo misma me asombro de cómo un tratado de música atonal, unos informes de ingeniería, un manual de matemáticas o de fisicoquímica, que parecieran desentrañables, pueden darnos sorpresas inesperadas.
Cuatro Ojos me decían quienes querían burlarse de mis lentes de alta graduación y por ellos, en las páginas de los libros he observado el mundo con mucho más de cuatro ojos. Siempre hay quien al verme leyendo todo el día me pregunta qué hago para relajarme, para descansar. La respuesta es una: leer. Llegar a la casa y tomar un libro por simple placer. Es entonces que, en ciertas noches de tristeza o impotencia infinitas, salen de entre sus páginas un tiroteo, el rumor del mar, un enigma coqueteando, el ritmo cadencioso de un danzón… y me rescatan.
Bueno, Odette, cómo aliviar esas pérdidas que acarrean los desarraigos... A mí también se me hicieron muy difíciles. Afortunadamente pude sacar de Cuba lo esencial de mi biblioteca, pero claro, qué dejar sin que se quedara para siempre algo de mí condenado a la desidia más torpe y absoluta. Yo tenía -tengo- tres vicios confesables: los libros, los discos y las obras de arte. Aunque salí de Cuba con treinta años, ya había acumulado un material considerable en los tres apartados. Dejar parte de aquello sumó mucho desasosiego al que ya comportaba la partida en otros muchos sentidos. Cuánto se rieron algunos amigos viéndome luchar por sacar algunas "joyas" a las que ellos no daban ninguna importancia. Yo pensando cómo sacar algunos libros esenciales, algunos cuadros y discos estupendos, mientras aquellos amigos se descojonaban de la risa. Recuerdo cuánta gracia les hacía que yo dijera que no dejaba, por ejemplo, el "Elena Burke canta a Marta Valdés", que yo dijera que no podía moverme sin "El ingenio" de Moreno Fraginals o sin toda la obra de Fernando Ortiz. En fin, los perdoné entonces porque el humor suele muchas veces salvar a la ignorancia. Lo cierto es que gracias a la salida escalonada de toda mi familia, tengo conmigo gran parte de mi colección de arte, de mis libros, de mis discos. Y es que hay libros, discos y obras de arte, tan importantes para uno, que con sólo saber que te acompañan, aunque no los vuelvas a leer o a escuchar jamás, te sientes más fuerte para enfrentar cualquier episodio desconocido y peligroso. Ya ves, tu texto me devuelve una vez más a ciertos recuerdos de dudoso provecho. Pero recordar es siempre un ejercicio con su lado positivo, si no cunde para levantar el ánimo, al menos lo hace para la higiene mental. Gracias otra vez por seguir escribiendo y por compartir lo que escribes con los amigos. Que leas y escribas por muchos años... Y que yo lo vea.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo,
Jorge
Qué hermoso mi alma. Lo disfruté a todo dar.
ResponderEliminarUn beso y jamás de los jamases dejes de hacer este blog de honduras, quieros, nostalgias, amores y vida.
Chucha:
ResponderEliminarCuando pase los veinte años y no habia aun parido (cosa rara en nuestra generacion), Tete comenzo a repetirme una frase que con seguridad proviene de Galicia porque la heredo de su padre. Con su aire autoritario me estuvo torturando hasta que a los 23 le di la noticia de que estaba embarazada. Me miraba, sacaba un poco el labio inferior, lo torcia hacia la izquierda y lanzaba: "Quien no tiene un hijo, debe escribir un libro". Es que ellos son parte de nuestra familia y en cada uno encontramos algo especifico con lo que nos sentimos identificados, lo mismo que pasa con los hijos. Años despues fue que le di cabeza a la tonada de mi abuela y comprendi en toda su magnitud lo cierto de la frase. Por ejemplo, cuando perdi "Pipa Mediaslargas", llore tanto como cuando mi hija decidio alejarse de mi y hacer su propia vida. Son cosas que uno no espera, para las que nunca se esta lo suficientemente preparado.
Por esa misma razon, desde ayer me tenias con el susto en la punta de la lengua, pues suponia que algo grande pasaba cuando no habias publicado el acostumbrado articulo de cada martes. Hoy me sacaste del marasmo (con tus propias palabras, que fina yo) de dudas y preocupacion como mismo Mayra Montero y Son de Almendra te rescato de ese que no te dejaba hilar frase coherente. He ahi la importancia de un buen escrito, de un buen libro o de una cancion como la que esta semana las dos (sin ponernos de acuerdo) hemos estado tarareando. Mas que afinidad, es que somos un compendio de situaciones anteriores que se repiten ciclicamente. Por eso tambien, por la adiccion a la lectura o a la buena musica, nos vemos en situaciones que creemos haber vivido antes hasta descubrir que lo leimos o lo escuchamos. En fin, pobre de quien no tenga un buen libro, de quien no lo quiera como a si mismo. Para mi esas personas son como una comida sin una pizca de sal y tu eres la sal de los que cada martes corremos a la computadora a deleitarnos, despues de tanto trabajo y mediocridad, con una nueva entrada. No te permito que nos hagas esperar; si es necesario, te bajo los pantalones y te doy par de nalgadas.
De momento, aqui te dejo mi abrazo, mi beso y mi incondicional amistad.
Te quiero mucho,
Ines
Odette,
ResponderEliminarlos libros
siempre añorándolos
los perdidos en el tiempo y en la propia biblioteca
Si soy fetichista es con los libros
La semana pasada tocaba sacarlos limpiarlos, las tapas, el lomo y airearlos. Algo así como oxigenarlos para que no envejecieran rápido. Quitarles tierra y tierra. Al terminar con el primer anaquel, pensé, cómo amo mis libros, calle un rato y concluí, pero es por lo que me aman a mí. Sé de esas certezas. Sólo basta ponerlos en la mesa y ya.
Nada me ha dado tanto como ellos.
demos gracias a esos cuatro ojos que nos permiten conocer un mundo mas alla del clasico mamon impertinente con 20-20 que se burlo del que leia constantemente, solo para ocultar su propia ignorancia, a mi me pasa como a ti querida , los que deje atras (libros) me duelen como amigos perdidos en la batalla por la vida, especialmente uno donde el pez platano pueda o no tener un dia perfecto, y esme no se coma las uñas en su angustia por el amor sin retorno; otro te dira de la insoportable levedad que nos hace bombear el toilet para no ver lo que desechamos diariamente ...un abrazo querida y hasta la proxima!!
ResponderEliminarOdette, me has removido uno de mis grandes amores, los libros. Yo tengo algunas joyas de palabras que incluso no me las presto ni a mí misma, no los saco de mi estudio para no exponer su integridad. Por eso tengo hasta tres libros del mismo título, para sacarlos cuando sé que voy a tener tiempo de releer, llevo la copia que no es tan valiosa. Y también recuerdo la época en que en El Salvador y Guatemala algunos libros eran prohibidos y la nueva trova cubana se pasaba a escondidas de una mano a otra, a los amantes de la rebeldía nos encanta lo que nos niegan. No entienden que prohibir es invitar. Pero tu nostalgia, ay, tu nostalgia mueve hasta las piedras. He imaginado todos tus libros perdidos en cada traslado y recuerdo que la vida duele.
ResponderEliminarHe estado leyendo sobre tus libros, tus sensaciones, la pérdida, la metáfora, el símbolo y la simple realidad de un libro. Además, me lei los comentarios de aquellos que te siguen, y no sabes cuán acompañada me he sentido por todos: por ti y por lo que
ResponderEliminarte leen. Hubiera podido subrayar muchas palabras, sentimientos, pues tan inocente como saber que escribiste lo que yo hubiera querido decir con respecto a mis libros.
Los libros son entidades, la magia personificada, y como decía tu
amigo, aunque no los abra, sé que estan ahi, que me acompañan. Oh... ha sido muy especial este momento de lectura. Algo así como un bautizo, una iniciación de amigos virtuales amando el espacio de un libro en el corazón.
Mi querida Odette, tu camino poético también es éste: las memorias, hablar sobre los objetos que nos validan en la tierra.
Te cuidas; siempre esperamos tu iniciación semanal.