después Habana Tryp... ¿y ahora?
Cuando le mandé a mi amiga española Carmen García del Carrizo el penúltimo borrador de “Un puñado de cenizas” —ese terrible cuento que pueden leer en Con la boca abierta (Madrid, Odisea Editorial, 2006) o pedirme, con toda confianza, para que se los mande por email—, me preguntó, verdaderamente disgustada, por qué Yanela y Mar, las protagonistas, no iban a un hotel en vez de estar haciendo cosas delante de cualquiera.
Inmediatamente recordé a Teresa Melo, quien acuñó que “ser cubano es una tarea”, que incluye —agrego— no sólo ir por el mundo explicando qué tipo de cubano eres y por qué, sino, además, dar detalles de una vida cotidiana que al resto le parece bizarra, inconcebible, invención malintencionada de gusanos y enemigos de la revolución. Pero como sé que Carmen no es de los que así pensarían, le expliqué que en Cuba los hoteles son para extranjeros y se cobran en dólares. La noche cuesta como cualquier otro hotel del mundo, cincuenta o setenta dólares los más baratos, y el salario promedio de un cubano no rebasa el equivalente a quince o veinte dólares al mes.
En los ochenta, la época en que Cuba sonreía —como decía Ariel—, cuando pusieron supermercaditos donde se podía comprar carne rusa uruguaya, repollos búlgaros rellenos y tamal en lata nacional, también proliferaron en La Habana las llamadas posadas, unas pocilgas como la que aparece en la primera escena de Fresa y chocolate, que alquilaban por horas mientras una larga cola de parejas esperaba afuera muertos de pena —todo el mundo sabía a qué iban— o entre chistes y desenfadada convivencia. Y donde, lógicamente, no alquilaban habitaciones a personas del mismo sexo.
Pero en Santiago —cuna y pan— no había posadas. El único hotel de paso que recuerdo era Chapela, un motel en la carretera al aeropuerto, hacia el que echábamos los ojos lo más disimuladamente que podíamos —la discreción en los cubanos es casi un imposible— cada vez que pasábamos en una de las guaguas que llevaban hacia la entrada de la bahía. Nunca vi a nadie saliendo de allí, ni un alma. Parecía más bien un cementerio detrás de la alta barda que sólo dejaba ver los techitos de las cabañas.
Las veces que estuve en un hotel fue durante una Vuelta a Cuba que logró conseguir mi familia cuando cumplí quince años o en algunos encuentros y congresos de artistas. En todos los casos, al registrarse, le entregaban al huésped una tarjeta con su nombre completo, el número de habitación y los días que estaría hospedado. Sólo presentándola se podía traspasar la entrada, en la cual siempre había un portero, o subir al elevador, donde el ascensorista la revisaba cuidadosamente. Si alguien que no estuviera hospedado lograba burlar tantos retenes, incluida la recepción, donde pululaban los ojos vigilantes, es porque era un as de las transfiguraciones y la invisibilidad.
De modo que cuando quería uno conocerse un poco más con alguien, tenía que esperar a que toda la familia saliera (cosa bastante difícil en hogares con ancianos o niños pequeños), buscar un rincón oscuro en cualquier calle —detrás de un arbusto, un automóvil o en una escalera— (situación bastante arriesgada para parejas de cualquier conformación) o pedirle el cuarto a los amigos que pudieran prestarlo (gracias Berthica, gracias Marta Campos, ¡gracias Arístides!). O esperar a que el Sindicato o la Juventud Comunista dieran la posibilidad de alquilar un fin de semana en la playa —premio a la buena conducta del compañero militante o resultado de alguna triquiñuela—, momento en el cual coincidíamos todos los amigos y aquello parecía otra posada en la que también había que esperar turno.
Porque no crea usted que era tan fácil y sencillo como lo es en cualquier lugar del mundo alquilar una casa en la playa o una habitación de hotel. En Santiago de Cuba —y en todas las provincias del interior— había una sola oficina de turismo y no miles de agencias de viaje como en cualquier pueblo del planeta. Esa oficina única —que era, por supuesto, una dependencia gubernamental— ponía a la venta las habitaciones asignadas a la provincia en hoteles de La Habana u otros destinos para el verano o el fin de año siguientes. Para obtener una reservación, el interesado debía marcar un número de teléfono un único día y a una determinada hora. No un conmutador con diez líneas… no, un número único. Quienes tenían el dedo más veloz podían acceder a lo que iba quedando. Dependiendo de su suerte y habilidad dactilar, reservarían una semanita en el Habana Libre, en el lleno de cucarachas Bruzón, en el cayéndose a pedazos Isla de Cuba… o en ningún lado.
Hubo en ciertos años otra variante. Cualquier hijo de vecino hacía una lista adonde se anotaban los futuros viajeros. Eso ocurría dos o tres meses antes del día único de venta en la oficina única de turismo. Cada tarde, los anotados se reunían en algún lugar público de la ciudad para pasar lista. Quien faltaba, quedaba automáticamente eliminado y el siguiente avanzaba a su lugar. Cuando se iba acercando la fecha, la rectificación se hacía dos veces al día. Así, los que conseguían llegar al final, entraban en ese orden a la oficina el día señalado a ver si alcanzaban Habana Libre, Bruzón, Isla de Cuba… o nada.
Para el boleto del avión o la guagua que lo trasladaría a su destino había que hacer otra cola y rectificar otras listas. Así que o se la pasaba uno corriendo de un lado a otro de la ciudad para decir “aquí” en cada una de ellas, o varias personas de la familia tenían que rotarse la responsabilidad. O le pedía a algún amigo que le hiciera el favor, con el peligro de que el susodicho se anotara y le tocara Riviera mientras usted se iba al Isla de Cuba… o a ningún lado.
La otra variante era casarse. Cuando uno se anotaba en la lista de los matrimonios —sí, para todo había listas—, podía, sin hacer la cola de meses, reservar una Vuelta a Cuba o unos diítas en un hotel. Pero como usted comprenderá, nadie puede casarse todos los veranos.
¿Ya ves, mi querida Carmen, por qué Mar y Yanela no pudieron ir a un hotel? O sea que si en 1964, mi año de nacimiento, cuando Nicolás Guillén escribió “Tengo” esta escena era posible:
Inmediatamente recordé a Teresa Melo, quien acuñó que “ser cubano es una tarea”, que incluye —agrego— no sólo ir por el mundo explicando qué tipo de cubano eres y por qué, sino, además, dar detalles de una vida cotidiana que al resto le parece bizarra, inconcebible, invención malintencionada de gusanos y enemigos de la revolución. Pero como sé que Carmen no es de los que así pensarían, le expliqué que en Cuba los hoteles son para extranjeros y se cobran en dólares. La noche cuesta como cualquier otro hotel del mundo, cincuenta o setenta dólares los más baratos, y el salario promedio de un cubano no rebasa el equivalente a quince o veinte dólares al mes.
En los ochenta, la época en que Cuba sonreía —como decía Ariel—, cuando pusieron supermercaditos donde se podía comprar carne rusa uruguaya, repollos búlgaros rellenos y tamal en lata nacional, también proliferaron en La Habana las llamadas posadas, unas pocilgas como la que aparece en la primera escena de Fresa y chocolate, que alquilaban por horas mientras una larga cola de parejas esperaba afuera muertos de pena —todo el mundo sabía a qué iban— o entre chistes y desenfadada convivencia. Y donde, lógicamente, no alquilaban habitaciones a personas del mismo sexo.
Pero en Santiago —cuna y pan— no había posadas. El único hotel de paso que recuerdo era Chapela, un motel en la carretera al aeropuerto, hacia el que echábamos los ojos lo más disimuladamente que podíamos —la discreción en los cubanos es casi un imposible— cada vez que pasábamos en una de las guaguas que llevaban hacia la entrada de la bahía. Nunca vi a nadie saliendo de allí, ni un alma. Parecía más bien un cementerio detrás de la alta barda que sólo dejaba ver los techitos de las cabañas.
Las veces que estuve en un hotel fue durante una Vuelta a Cuba que logró conseguir mi familia cuando cumplí quince años o en algunos encuentros y congresos de artistas. En todos los casos, al registrarse, le entregaban al huésped una tarjeta con su nombre completo, el número de habitación y los días que estaría hospedado. Sólo presentándola se podía traspasar la entrada, en la cual siempre había un portero, o subir al elevador, donde el ascensorista la revisaba cuidadosamente. Si alguien que no estuviera hospedado lograba burlar tantos retenes, incluida la recepción, donde pululaban los ojos vigilantes, es porque era un as de las transfiguraciones y la invisibilidad.
De modo que cuando quería uno conocerse un poco más con alguien, tenía que esperar a que toda la familia saliera (cosa bastante difícil en hogares con ancianos o niños pequeños), buscar un rincón oscuro en cualquier calle —detrás de un arbusto, un automóvil o en una escalera— (situación bastante arriesgada para parejas de cualquier conformación) o pedirle el cuarto a los amigos que pudieran prestarlo (gracias Berthica, gracias Marta Campos, ¡gracias Arístides!). O esperar a que el Sindicato o la Juventud Comunista dieran la posibilidad de alquilar un fin de semana en la playa —premio a la buena conducta del compañero militante o resultado de alguna triquiñuela—, momento en el cual coincidíamos todos los amigos y aquello parecía otra posada en la que también había que esperar turno.
Porque no crea usted que era tan fácil y sencillo como lo es en cualquier lugar del mundo alquilar una casa en la playa o una habitación de hotel. En Santiago de Cuba —y en todas las provincias del interior— había una sola oficina de turismo y no miles de agencias de viaje como en cualquier pueblo del planeta. Esa oficina única —que era, por supuesto, una dependencia gubernamental— ponía a la venta las habitaciones asignadas a la provincia en hoteles de La Habana u otros destinos para el verano o el fin de año siguientes. Para obtener una reservación, el interesado debía marcar un número de teléfono un único día y a una determinada hora. No un conmutador con diez líneas… no, un número único. Quienes tenían el dedo más veloz podían acceder a lo que iba quedando. Dependiendo de su suerte y habilidad dactilar, reservarían una semanita en el Habana Libre, en el lleno de cucarachas Bruzón, en el cayéndose a pedazos Isla de Cuba… o en ningún lado.
Hubo en ciertos años otra variante. Cualquier hijo de vecino hacía una lista adonde se anotaban los futuros viajeros. Eso ocurría dos o tres meses antes del día único de venta en la oficina única de turismo. Cada tarde, los anotados se reunían en algún lugar público de la ciudad para pasar lista. Quien faltaba, quedaba automáticamente eliminado y el siguiente avanzaba a su lugar. Cuando se iba acercando la fecha, la rectificación se hacía dos veces al día. Así, los que conseguían llegar al final, entraban en ese orden a la oficina el día señalado a ver si alcanzaban Habana Libre, Bruzón, Isla de Cuba… o nada.
Para el boleto del avión o la guagua que lo trasladaría a su destino había que hacer otra cola y rectificar otras listas. Así que o se la pasaba uno corriendo de un lado a otro de la ciudad para decir “aquí” en cada una de ellas, o varias personas de la familia tenían que rotarse la responsabilidad. O le pedía a algún amigo que le hiciera el favor, con el peligro de que el susodicho se anotara y le tocara Riviera mientras usted se iba al Isla de Cuba… o a ningún lado.
La otra variante era casarse. Cuando uno se anotaba en la lista de los matrimonios —sí, para todo había listas—, podía, sin hacer la cola de meses, reservar una Vuelta a Cuba o unos diítas en un hotel. Pero como usted comprenderá, nadie puede casarse todos los veranos.
¿Ya ves, mi querida Carmen, por qué Mar y Yanela no pudieron ir a un hotel? O sea que si en 1964, mi año de nacimiento, cuando Nicolás Guillén escribió “Tengo” esta escena era posible:
Tengo, vamos a ver,
que siendo un negro
nadie me puede detener
a la puerta de un dancing o de un bar.
O bien en la carpeta de un hotel
gritarme que no hay pieza,
una mínima pieza y no una pieza colosal,
una pequeña pieza donde yo pueda descansar.
se convirtió en una soberana mentira con el transcurso del tiempo. Ni negro ni blanco ni mulato ni chino podía entrar a hotel alguno sin tener su reservación de la oficina única. Ni dancing ni bar, que para eso también había que anotarse en la lista, esperar turno y enseñar el carné de identidad en la entrada. Después, con la llegada masiva del turismo —mayoritariamente sexual—, las historias fueron otras; requerirían del espacio de otro Parque. Pero las recientes noticias de protestas universitarias en la isla, una de cuyas quejas es que los cubanos no pueden entrar a los hoteles, no hace más que confirmar lo que he contado.
Muy bien escrito pero sólo lo leeré una vez, no sea que tenga una pesadilla con ese tipo de memoria que todos insisten en que almacenemos, por aquello de que la memoria histórica es fundamental en la vida de los pueblos. Yo, mientras más pasa el tiempo, soy cada vez más y más parte del equipo de aquél a quien la niña de Guatemala diera una almohadilla de olor: el desmemoriado.
ResponderEliminar¡Dichoso tú, anónimo desmemoriado! Pero recuerda, cariño, que aquel otro desmemoriado, con su desmemoria, mató a la niña de Guatemala.
ResponderEliminarEn los sesentas y setentas, cuando aun se podian alquilar habitaciones en hoteles como El Plaza, esquina Manzana de Gomez, habia que ir formando parejas heterosexuales, entrar en las habitaciones, asomar la nariz al pasillo para detectar posibles espias, y luego correr a todo dar para entrar en la otra habitacion, o sea, que cuatro amigos gays y lesbianas, dos hembras y dos varones en mutua complicidad y haciendose pasar por parejas normales, acordaban alquilar dos habitaciones, y luego de estar en las habitaciones, haciamos el cambio, porque visto y hecho, nunca los gays tuvieron acceso libre a los hoteles con sus parejas a no ser de esta manera, urdiendo escenarios y recurriendo a misteriosas trampas. Y el Amor... bue, nunca fue demasiado placentero en estas condiciones, porque el minimo ruidito nos hacia brincar al techo y por nada imaginabamos al DTI (Departamento de Investigaciones Tecnicas, encargado de perseguir, hostigar, torturar y apresar a los gays) rompiendo puertas y ventanas hasta con armas de largo alcance (literalmente, sin exagerar, soy testigo de ello). El delito por hacer el amor en parejas del mismo sexo en un hotel o incluso en una cama prestada de un amigo en una casa particular, implicaba prison, expulsion de los centros de trabajo, escuelas o universidades, juicios populares, y en el caso de los menores de edad, prision domiciliaria y expulsion de las escuelas. Otro de los castigos era la prohibicion de participar en eventos publicos como los carnavales, el Festival de Varadero o cualquier otro (excepto, claro esta, el ir a las aberrantes manifestaciones en la Plaza para escuchar los kilometricos discursos) reportarse mensualmente a la Seccional de la PNR (Policia Nacional Revolucionaria) en donde te interrogaban como si fueras un criminal, y desde luego, el CDR (Comite de Defensa de la Revolucion) no te perdia ni pie ni pisada.
ResponderEliminarComo dato curioso, añado que en Madrid, donde vivi por mas de un año a partir de diciembre de 1978, la gente hacia el amor abiertamente (incluso de dia) en El Retiro y en La Casa de Campo, hasta en Malasaña o en El Campo del Moro, quizas remanente de un destape y euforia social por la muerte del dictador Franco; tambien cuando aquello se fumaban porros hasta en los autobuses y el metro. Era una especie de bacanal de libre albedrio despues de tantos años de represion y demagogia.
Besos,
Karin
Hola desde España.
ResponderEliminarMe encanta tu blog, ya era hora que en España supieramos más cosas de ti. Vendré a menudo a visitarte para leer todo lo que has escrito. Un abrazo amiga: Lucía
A mi me tocaron mejores tiempos que a ti. En los 70 la cosa estuvo mejor y uno podía sin ningún rollo agarrar hasta la más cara habitación de La Habana... A mi me gustaba pasar los cumpleaños en el Riviera, pero después. Después ya lo sabemos: se acabó la diversión.
ResponderEliminarAh, por supuesto lo de gente del mismo sexo, nananina jabón candao en ninguna época, a menos que fuera a través de triquiñuelas con los porteros u otros empleados.
Y como dice Labrada: ¡Que viva el blog de Odette!
Omar
Ah, desmemoriada, ahora que sé quién eres te recordaré una anécdota que seguro NO has olvidado. Año 89, Santa Clara, Festival Nacional de Poesía, ¿te vas ubicando? Yo tenía alojamieto en no sé qué albergue, pero como Darsi había ido a alcanzarme, necesitábamos una habitación. Y pasamos toda esa noche y madrugada tiradas en el piso a la puerta de un hotel pulgoso (nosotras tres con Sigfredo Ariel, recuerdo, y no sé si Nelson Simón y alguien más) esperando una supuesta repartición de habitaciones que harían a no sé qué horas, y allí amanecimos hasta que sacaste el carné de prensa y en otro hotel, un poco más decente, te "otorgaron" un cuarto que compartimos. ¡Cómo olvidarlo, chica!
ResponderEliminarUn saludos para ti y todos los foristas que coincidimos en el Parque del Ajedrez.
ResponderEliminarHace algo mas de un ano, me di a la tarea de aglutinar vivencias (que tambien fueron las tuyas y de nuestro grupo de amigos). Hoy he pensado que es oportuno hacerte llegar esta referente a la dura decada de los ochenta. Entiendo perfectamente por que tu amiga Carmen Garcia del Carrizo estuviera en desacuerdo respecto al lugar en que Yanela y Mar dieron alas y materia a sus deseos, que no fueran a un hotel como lo pueden hacer cualquier pareja hetero y homosexual en Espana. Pero tambien tengo entendido que por esos lares no siempre fue asi, aunque sin constarme, ni lo afirmo ni lo niego, solo me voy a remitir a lo que nos toco vivir a nosotras. Ya tu sabes que yo no creo en la historia.
Los ochenta nos sorprendieron con un exodo masivo de cubanos rumbo a Estados Unidos, desencadenado por los sucesos de la embajada del Peru. Que provoco esta situacion? A finales de los setenta, comenzaron a ingresar a la isla delegaciones provenientes del Norte amparados por el gobierno cubano. Aparecieron las primeras minigrabadoras y supimos que al pantalon de mezclilla se le llama jeans y no es solo una prenda tipica de haitianos y carboneros. Con sorpresa vimos a vecinos y familiares -de los que se hablaba hasta el momento en privado y bajando el metal de voz entre circulos mas bien familiares- regresar al pais con aquellos enormes gusanos que parecian el sombrero de un mago, pues de ellos sacaban todo lo que hasta el momento no imaginabamos que existiera. Esa fue la llamita que hizo explotar la bomba. Esa y los viajes de los dirigentes a los paises del campo socialista que al regresar venian cargados de baratijas. Al retorno de los cubanos se les llamo Viajes Comunitarios y como tenemos la mala costumbre de reirnos hasta de nuestra propia desgracia, enseguida se hizo popular un dicho: Cambio tres tios del Partido por uno de la Comunidad, porque el hogar que tenia la fortuna de tener un comunitario de visita, automaticamente cambia de status social. Se sabia hasta por los olores que tenian familia en la Yuma. Y los que no teniamos que? Como nuestros padres nos explicaban que por muy cumplidores y trabajadores que fueran, no nos podian proporcionar nada parecido? Mi abuela siempre recordaba que alguien le dijo, en los primeros anos de la Revolucion, que aquel proceso era para sus hijos y sus nietos. Pues yo estaba en esa generacion de nietos y mi abuela se moria de pena por no poder comprarme un par de popis (nombre popular de las zapatillas). Fueron situaciones muy tirantes dentro de los hogares, para no decir del pais.
Paralelamente, la isla comenzo a poblarse de espanoles que iban en viajes de negocios. No se hizo esperar la aparicion de algunas corporaciones cubano-espanolas y el mercado paralelo comenzo a vender latas de chorizo ademas de los productos rusos. Mas tarde llegaron los italianos y algun que otro frances. Quedaba atras la epoca de los griegos y los rusos quienes hasta el momento introducian las importaciones y eran el unico contacto con el mundo fuera de nuestras costas. La zafra azucarera, como principal renglon economico, se vio desplazada por las ganancias dejadas por los viajes comunitarios. Se abrieron diplotiendas por toda la isla en la que el extranjero (porque aunque mantuvieran la ciudadania cubana eran considerados extranjeros) dejaba hasta el ultimo dollar en mercancias para la familia. Comenzo a fraguarse una supuesta invasion norteamericana y toda la poblacion, a nivel de cuadras (CDR), centros de trabajo (Sindicatos), escuelas y organizaciones politicas y de masas (UPC, UJC, PCC, FMC) se tenian que incorporar a un sistema de preparacion para la defensa. Los domingos habia que ir palear tierra y abrir refugios para tener donde protegernos llegado el momento de una invasion. No habian excusas, ni justificacion para no asistir y las ausencias te podian costar hasta el puesto de trabajo, ademas de la mancha negra en el expediente (la pesada mancha tan pesada como la revolucion) y con ella a cuestas, era mejor que te partieraun rayo en dos. Teniamos trabajo sabados alternos o media jornada en otros casos, asi que si el dia es de 24 horas, teniamos que convertirlo en 48 porque el domingo era para la preparacion de la Guerra de Todo el Pueblo. Cuando la euforia paso (los americanos nunca llegaron), porque ya era imposible seguir alargando el cuento, nos dimos cuenta que no se podia entrar ni al lobby de ningun hotel, que todos estaban vendidos y en ellos cobraban en dollares luego de presentar un pasaporte. En cada uno de ellos habia un enorme parque de taxi de turismo para uso exclusivo de los visitantes, que a la visita se le da lo mejor y nosotros, primero en camellos (guaguas empatadas que eran arrastradas por una cabina de rastra) y luego en las camas de los camiones como reses. Los hoteles dejaron de ser cubanos para formar parte de cadenas de corporaciones cubano-espanolas en su gran mayoria. He ahi el gallego (nombre que se le da a cualquier espanol sea de donde sea) robusto, rojizo, bajito, gordito, feito, pero GERENTE y ya eso solamente valia mas que cualquier titulo nobiliario. Quien no queria estar o al menos tener una amiga que mantuviera relaciones con uno de ellos? Era encontrar al Unicornio Azul, o para americanizarlo un poco, como caminar por una alfombra roja. Cuantos profesionales no olvidaron sus titulos en una pared a medio derrumbar por ser portero, maletero, camarero o chofer de taxi en uno de esos elegantes Sol Melia o Barcelo. Bienvenida la propina! Con ella puedes comprar una botella de aceite o un jabon para el aseo si habia llegado el agua. El gerente recorria las mismas calles, podian ver la poblacion caminando a tumbos porque luego de ocho horas de trabajo y mal comidos, no se puede caminar de mejor manera, observaba las interminables colas desde su alto puesto, y quizas sin proponerselo o interesarle, echaba un nuevo cubo de materia fecal sobre la ya cantidad acumulada que comenzaba a llegarnos al cuello
Pero el cubano y su ingenio: ahi estaban los refugios, que a fin de cuenta sirvieron para fines mas humanos y menos maquiavelicos, las toneladas de escombros y tierras en cualquier calle, los escaleras oscuras, los portales apartados, los pinitos de cualquier loma y los nacientes campismos como unicas opciones para demostrarse y profesarse amor una pareja, interrumpido muchas veces por un maquero, un vigilante en turno de la guardia del CDR o un carro de policia. Pero nos amamos, con un amor imnovador, compartido y repartido y hasta ecologista, porque quien no cuidaba una mata en el portal de la casa.
Pienso que los aportes mas significativos de la madre patria a nuesta aguantona isla han sido, primeramente las mulatas y luego, mucho mas contemporaneo, el fenomeno jineteril. Que hubieramos podido hablar cualquier otra lengua, que en la actualidad el idioma esta muy poco conservado. Pero Cuba sin mulatas, sin jineteras y sin las trampas que a los cubanos nos juega el destino, o que dejamos que este nos juegue, no hubiera tenido el mismo sabor o sazon.
Solo me queda decirle a Carmen que investigue sobre el UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Produccion) donde fueron a parar en la decada de los 60 intelectuales, artistas, homosexuales, religiosos y todo aquel a quien pudieron echarle garras. Por ahi desfilo tambien Silvio Rodriguez, que hablandose de Cuba, nada espanta. Espero que algun dia podamos conocernos porque historias hay para millones de nuevos amigos.
Odette: yo conozco una casa, en Aguilera, cerca de la Plaza de Marte, con una enorme biblioteca a la que no siempre se entraba a buscar libros. Tu la conoces?
Un beso,
Inés María
Inesita: Esa casa de Aguilera ya no es nuestra. Mi madre se fue a La Habana en 1996 para que Piri dejara de rodar por los alquileres más denigrantes de La Habana. Yo no voy a Santiago hace más de diez años, pero dicen que ahora, allí, en aquella casa que ya no tiene biblioteca, rentan cuartos a extranjeros. Algún día en este Parque conversaremos de esa casa y sus fantasmas.
ResponderEliminarme lo mandas, el cuento??
ResponderEliminaracnercb@gmail.com
Un saludo desde Quisqueya.
Acner