Alma, Mercedes y Julia Aparicio
Soñé que sería ejecutada en la silla eléctrica. Pasado mañana. No había matado a nadie ni cometido crimen alguno; me decían que era una especie de sorteo tipo ruleta rusa. “Un error del sindicato”, fue la frase textual. Tal vez era el espejo onírico de la angustia de Don José, el protagonista de Todos los nombres, la novela de Saramago que en estos días me hace ligero y divertido el viaje en metro hacia el trabajo, y de regreso. El respetuoso e incorruptible oficinista, después de su incursión alocada e ilegal en cierto recinto escolar, en medio de un estado febril incontrolable deliraba: No robé nada, no robé nada…. e imaginaba las más abochornantes consecuencias.
Pero no, yo no estaba angustiada. Me parecía un poco injusta la veleidad con que me habían elegido para el sacrificio, pero estaba tranquilísima. Creo que hasta contenta. Al menos seleccionaba con todo cuidado la ropa que llevaría, sacándola del armarito donde la guardábamos de niñas, en el cuarto de María Yodú, junto al comedor de la casa de Santiago. “Brasiere no”, me decía, “mejor un top, que es más cómodo”.
Hablando de sostenes, tal vez la pesadilla —que no lo era tanto— fuera en solidaridad con la situación de las Aparicio, esa familia de mujeres que llena la pantalla de Cadena Tres a partir de las diez de la noche. La matriarca, Rafaela, que fuma tabaco y siempre anda con la boca y el ceño fruncidos, está a punto de entregarse a la justicia por un encargo de asesinato contra su propio yerno, cosa que verían con simpatía y envidia casi todas las suegras del planeta.
A pesar de la trama aderezada con maldiciones, espíritus chocarreros, servicios profesionales de prostitución y sicoterapia, lesbianismo, poliamor y otras intensidades, Las Aparicio es una telenovela bastante aburrida. Odio la voz en off que introduce y concluye cada capítulo con frases filosoficoides y sentenciosas recitaditas a lo Del otro lado del corazón. O a lo Carrie Bradshaw en Sex and the City. O a lo Marie Alice Young en Desperate Housewives. Pero además, las líneas dramáticas se arrastran lentas como culebra vieja, los errores de continuidad hacen olas, la credibilidad de algunos personajes y subtramas está por el piso… Pero las actrices —colirio para los ojos— son tan bellas que parecen bestias fotografiadas por National Geographic o Animal Planet: una potranca, un cervatillo, una gacela púber, una venada, una jirafa, con unas curvas tan pronunciadas y espléndidas que ni la Carretera Central por el Camino Viejo del Cobre. Dejan a uno con vértigo de tanto pestañear, y duermo tan alebrestada —febril como el Don José de Saramago, balbuceando Mercedes, Mercedes— que hasta sueño con la silla eléctrica.
Dada la urgencia sumaria de mi ejecución, no habría oportunidad de viajar a despedirme de Piri y de mi madre, pero tampoco tenía ganas de telefonear a Cuba. Una sola llamada quería hacer, y no sabía si ese día o en la víspera. Caminaba por un pasillo largo y mal iluminado con una Marta Mosquera de la edad y apariencia de los años ochenta, cuando tomábamos café con menta en La Isabelica, y le pedía, ególatra hasta en la muerte: “Ocúpate de que se publiquen mis libros”.
Los verdugos, sentados en la mesa de mi última cena, me concedían el derecho de que dos amigos, un hombre y una mujer, me acompañaran en los minutos finales, pero decidí que ninguno, ni el más fuerte de espíritu ni la más amada, merecía el castigo de presenciar tal espectáculo. Mi rostro retorcido, los ojos desorbitados, la cabeza echando humito, el cuerpo tratando de romper las correas que me ataran. Una muerte tan parecida a mi propia vida.
Si a suplicios nos remitimos en busca de explicaciones, podría ser que esta madrugadora inquietud se debiera al sobresalto de ver los centros comerciales ya decorados para Halloween sin haber pasado las Fiestas Patrias. En cualquier momento empiezan a sonar los villancicos y las risas del gordo noruego —sueco, finlandés o lo que fuera— y yo pierdo la paciencia y el buen humor por todo lo que resta de 2010 hasta que dejen de beber los peces en el río y la Marimorena se regrese a su cueva. Eso… eso sí tiene tintes de pesadilla.
Qué sería de los sueños, me pregunto, si las improntas fisiológicas —gritar, huir, aguar o desaguar— no nos sacaran de ellos tan abruptamente… Adónde iríamos a parar en esa otra realidad paralela, tan real como cualquiera, porque ¿acaso no es la vida un sueño?, como dijera Calderón —el de la Barca, no el enano macabro… De pronto me vi de cuerpo entero, toda vestida de blanco, con la camisa metida dentro del pantalón y un cinturón de hebilla ancha. Y luego, subía la santiaguerísima loma de San Francisco dentro de un carro chiquito, de modelo viejo, que manejaba un muchacho parecido a Iván, el secretario del sindicato de la UNAM. Sentía lo pronunciado de la pendiente y la potencia del motor tratando de vencerla, pero no podía ver el camino.
Desperté cuando pedía que no me sedaran con sueros ni anestesia; quería sentir el corrientazo que me cociera los sesos y los dejara listos para quesadilla. En el instante final, transitando entre la onírisis y el despertar, o tal vez entre el aquí y el más allá, me decía: “Ya sabía yo que era inútil preocuparse tanto por el conocimiento y la superación… ¡Mira cómo va a quedar esa pobre materia gris!” Abrí los ojos y así mismo estaba el día: turbio, oscuro, tormentoso. Como salido de un sueño.
Soñé que sería ejecutada en la silla eléctrica. Pasado mañana. No había matado a nadie ni cometido crimen alguno; me decían que era una especie de sorteo tipo ruleta rusa. “Un error del sindicato”, fue la frase textual. Tal vez era el espejo onírico de la angustia de Don José, el protagonista de Todos los nombres, la novela de Saramago que en estos días me hace ligero y divertido el viaje en metro hacia el trabajo, y de regreso. El respetuoso e incorruptible oficinista, después de su incursión alocada e ilegal en cierto recinto escolar, en medio de un estado febril incontrolable deliraba: No robé nada, no robé nada…. e imaginaba las más abochornantes consecuencias.
Pero no, yo no estaba angustiada. Me parecía un poco injusta la veleidad con que me habían elegido para el sacrificio, pero estaba tranquilísima. Creo que hasta contenta. Al menos seleccionaba con todo cuidado la ropa que llevaría, sacándola del armarito donde la guardábamos de niñas, en el cuarto de María Yodú, junto al comedor de la casa de Santiago. “Brasiere no”, me decía, “mejor un top, que es más cómodo”.
Hablando de sostenes, tal vez la pesadilla —que no lo era tanto— fuera en solidaridad con la situación de las Aparicio, esa familia de mujeres que llena la pantalla de Cadena Tres a partir de las diez de la noche. La matriarca, Rafaela, que fuma tabaco y siempre anda con la boca y el ceño fruncidos, está a punto de entregarse a la justicia por un encargo de asesinato contra su propio yerno, cosa que verían con simpatía y envidia casi todas las suegras del planeta.
A pesar de la trama aderezada con maldiciones, espíritus chocarreros, servicios profesionales de prostitución y sicoterapia, lesbianismo, poliamor y otras intensidades, Las Aparicio es una telenovela bastante aburrida. Odio la voz en off que introduce y concluye cada capítulo con frases filosoficoides y sentenciosas recitaditas a lo Del otro lado del corazón. O a lo Carrie Bradshaw en Sex and the City. O a lo Marie Alice Young en Desperate Housewives. Pero además, las líneas dramáticas se arrastran lentas como culebra vieja, los errores de continuidad hacen olas, la credibilidad de algunos personajes y subtramas está por el piso… Pero las actrices —colirio para los ojos— son tan bellas que parecen bestias fotografiadas por National Geographic o Animal Planet: una potranca, un cervatillo, una gacela púber, una venada, una jirafa, con unas curvas tan pronunciadas y espléndidas que ni la Carretera Central por el Camino Viejo del Cobre. Dejan a uno con vértigo de tanto pestañear, y duermo tan alebrestada —febril como el Don José de Saramago, balbuceando Mercedes, Mercedes— que hasta sueño con la silla eléctrica.
Dada la urgencia sumaria de mi ejecución, no habría oportunidad de viajar a despedirme de Piri y de mi madre, pero tampoco tenía ganas de telefonear a Cuba. Una sola llamada quería hacer, y no sabía si ese día o en la víspera. Caminaba por un pasillo largo y mal iluminado con una Marta Mosquera de la edad y apariencia de los años ochenta, cuando tomábamos café con menta en La Isabelica, y le pedía, ególatra hasta en la muerte: “Ocúpate de que se publiquen mis libros”.
Los verdugos, sentados en la mesa de mi última cena, me concedían el derecho de que dos amigos, un hombre y una mujer, me acompañaran en los minutos finales, pero decidí que ninguno, ni el más fuerte de espíritu ni la más amada, merecía el castigo de presenciar tal espectáculo. Mi rostro retorcido, los ojos desorbitados, la cabeza echando humito, el cuerpo tratando de romper las correas que me ataran. Una muerte tan parecida a mi propia vida.
Si a suplicios nos remitimos en busca de explicaciones, podría ser que esta madrugadora inquietud se debiera al sobresalto de ver los centros comerciales ya decorados para Halloween sin haber pasado las Fiestas Patrias. En cualquier momento empiezan a sonar los villancicos y las risas del gordo noruego —sueco, finlandés o lo que fuera— y yo pierdo la paciencia y el buen humor por todo lo que resta de 2010 hasta que dejen de beber los peces en el río y la Marimorena se regrese a su cueva. Eso… eso sí tiene tintes de pesadilla.
Qué sería de los sueños, me pregunto, si las improntas fisiológicas —gritar, huir, aguar o desaguar— no nos sacaran de ellos tan abruptamente… Adónde iríamos a parar en esa otra realidad paralela, tan real como cualquiera, porque ¿acaso no es la vida un sueño?, como dijera Calderón —el de la Barca, no el enano macabro… De pronto me vi de cuerpo entero, toda vestida de blanco, con la camisa metida dentro del pantalón y un cinturón de hebilla ancha. Y luego, subía la santiaguerísima loma de San Francisco dentro de un carro chiquito, de modelo viejo, que manejaba un muchacho parecido a Iván, el secretario del sindicato de la UNAM. Sentía lo pronunciado de la pendiente y la potencia del motor tratando de vencerla, pero no podía ver el camino.
Desperté cuando pedía que no me sedaran con sueros ni anestesia; quería sentir el corrientazo que me cociera los sesos y los dejara listos para quesadilla. En el instante final, transitando entre la onírisis y el despertar, o tal vez entre el aquí y el más allá, me decía: “Ya sabía yo que era inútil preocuparse tanto por el conocimiento y la superación… ¡Mira cómo va a quedar esa pobre materia gris!” Abrí los ojos y así mismo estaba el día: turbio, oscuro, tormentoso. Como salido de un sueño.
21 comentarios:
Es interesante no conozco a nadie que haya muerto en un sueño siempre despierta antes. Y contigo mi querida Odette por suerte no fue diferente. Me gustó la comparación con la novela de Saramago.
ah, hermosa... ya que estas teniendo esas inquietudes y experiencias calderonianas, no se si ya has visto Inception, pero si no, debes hacerlo, para que veas como el tema de la falsedad de los sueños y la fragilidad de la frontera entra la supuesta realidad y el episodio onirico se recrea hasta el infinito...
No te sicoanalizare segun mi reconocido estilo pacotillero, pero ese sueño tiene mucha fruta, como no...
me encanto la linea de tu pedido a marta mosquera...
besos todos
Coñó hermana, parece que cargaste mucho en este tiempo de recogimiento, o tal vez ya estabas cargada. Riquísimo que vuelvas con esos bríos, eso anuncia buenos tiempos para tu narrativa.
Te va el mejor abrazo.
Ena
alguien dijo que soñar con la muerte es celebrar la vida, con sus altas y sus bajas; asi pues tus sueñios aclaman a grito pelado la necesidad de vivir y de vivir intensamente!! un abrazo mi niña.
No sé, se me ocurre decirte algo así muy directo y rotundo: "me-a-en-can-tao".
¡Ay, amiguita, vaya pesadilla satánica! Pero eso de la materia gris cocinada me ha dado risa...y no sé por qué me ha recordado lo de las cremaciones. Al cabo todas las materias, grises o blancas o del color que sean, se convierten en humo. ¡Siacará!
Què sueño... asi que el telenovelon de las Aparicio - despertaste mi curiosidad por la luz de las actrices...- , Saramago y la silla elèctrica. Rìo revuelto amiga mìa, shao sequìa.
A veces quisiéramos que los sueños fueran reales y la otra realidad, la cotidiana, la de adeveritas, fuera un sueño cuyo contenido quedara evaporado definitivamente… ¿Qué será más absurdo o más parecido a una pesadilla que ciertas cosas de la vida misma?
Por cierto, alguna vez me gustaría ver una novela con personajes “FEOS”. Y lo mejor de la TV es que puedes apagarla y ponerte a leer…
Siempre es un placer leerte, Odette.
del carajo no, pero muy buena la sustancia de lo que interpretas
Disfruto tus escritos por lo precisa que es tu prosa y lo sincera. Este en particular me ha hecho recordar a Soleida Ríos, escurriéndose en los sueños, las memorias, hilvavando desde adentro y desde afuera. Conciliando. Ah, y lo del café con menta de la Isabelica, eso sí me trajo aromas y claroscuros, roces de madera y murmullos... Un abrazo, santiaguera del mundo.
Cristina F.
Ay, Odette... La pesadilla es despertar. Imagínate nomás que me doy la vuelta, según yo en mi cama, y siento que alguien me rehuye y cuando abro los ojos me doy cuenta que estoy en el metrobús 10 estaciones después de mi casa!
Yo te dije que no escribieras tantas inmoralidades, ya ves que hoy en día hasta si estornudas tiene que dar su opinión un cardenal, no vaya siendo que te apliquen la pena máxima antes de que te ligues a una Aparicio!
Hartos besos
Cada que he intentado ver a las Aparicio cambio el canal a los pocos minutos, sí, lentísima, insufrible. Leer a Saramago no puede ser la causa de las pesadillas y los sesos humanos no pueden ser un buen ingrediente para las quesadillas... Y entre corrientazos eléctricos sin sedante y errores del sindicato, la preocupación por el conocimiento es una insignificancia... ¡de veras!
En eso coincidimos, Arte: la pesadilla es despertar.
Pero ya sabes que yo, como el pez, por la boca moriré. Y el que por la boca muere, la muerte le sabe a gloria. (hablando de boca, ¡sea profética la tuya y me ligue una Aparicio!).
Buenísmo, querida. Me has hecho reír esta mañana que amaneció de limpieza.
Beso,
Dg.
Pues me asustaste, hasta coloqué el viejo hijeputometro cubano, y qué bien, un excelente artículo vienés, con Freud y demás...
Lo mejor, con ajedrez y todo y Arreola, cangrejos, golondrinas
abrazo
pepe prats
Negra, ¿y no has ido a ver a Freud, por aquello de los sueños diabòlicos?
Ay, querida amiga, llegué tarde esta semana a tu Parque. Acabo -literalmente- de llegar de Tenerife y estoy muy cansado. Pero aunque tengo muchos mensajes por atender en el correo, no pude resistir la tentación de leer tu relato. Lo leí con rapidez y me pareció suficientemente sugerente como para releerlo sin estas urgencias. Así lo haré... Pero quiero también celebrar tu regreso -¿sostenido?- con este abrazo. Jorge
Querida Odette, como dice el bolerón eterno, la realidad es nacer y morir. Las culpas no existen, en todo caso, las elegimos. Gracias, como siempre, por tu excelente crónica.
Un abrazo,
Nancy Estrada
Que sabroso post. Gracias siempre.
Son por lo menos 16 años que no veo televisión. A veces en casa de amigas o en algun hotel donde me despierta un extraño insomnio (duermo bien, con gusto, por lo regular)... Cuando las Aparicio empezaron a soliviantar a la mayoría de mis amigas, hice un esfuerzo para ver algunos capítulos... ¡Qué hueva ese refrito machín de las mujeres liberadas o cabronas! Y además viviendo en un mundo de ignorantes sin haber aprendido a saber nada.
Besos desde Guatemala donde nos estamos encontrando con mujeres maravillosas
Francesca
Tu prosa es tan fluida, fresca y entretenida que unos cuantos párrafos cuando me doy una vuelta por tu blog, son insuficientes. Que Oniros te haga mejores regalos. Lo mereces. Mucha buena suerte en todo lo que emprendas. Un saludo afectuoso.
Publicar un comentario