Cualquier parecido con la realidad es justamente eso.
Hubo en cierta ocasión, no hace tanto, un ratón al que llamaremos John Doe porque nadie supo —ni él mismo— cómo apareció de pronto, de la nada, en una oficina universitaria. Quienes allí trabajaban intuyeron su presencia cuando escucharon el ruido de sus uñitas en el cartón y vieron moverse misteriosamente unas cajas apiladas y polvorientas entre las que él campeaba por su respeto, tranquilamente, feliz, porque como en aquel recinto se suspendieron —nadie puede precisar por qué ni desde cuándo— las fumigaciones sistemáticas que en otro tiempo hubo, John Doe no temía por su vida en medio de aquel muladar, aderezado con la mugre enjundiosa que crecía como hiedra entre las cajas, tras y dentro de ellas, donde decenas de viejos componentes de computadoras se hacían más y más inservibles y miles de libros dormían un injusto sueño sin que nadie se ocupara en sacudirlos o acomodarlos en mejor sitio.
Las mujeres, angustiadas ante la insolencia del intruso, pusieron el grito en el cielo y se escuchó —cómo no— hasta la mismísima Dirección, pero allí no causó inquietud alguna: quién va a preocuparse por un ratón cuando hay tanto presupuesto por ejecutar… Ya se moriría el pobre. O se cansaría y huiría. “Un gato, lo que necesitan es un gato”, gritó una visitante, pero los directivos pensaron de inmediato en la perra a la que llaman La Tamba —porque parece un tambo— que deambula, siempre muerta de hambre, por el enyerbado patio, presta a cazar cuanto animalillo atraviese, desprevenido, su camino.
John, que no imaginaba que su destino había quedado prefijado, seguía ingiriendo el rico papel envejecido y, tras la natural digestión, dejaba su huella escatológica encima de los escritorios, detrás de los CPU y los monitores, en la canastilla de los vasos de papel del despachador de agua, entre los fólders que se desparramaban en los entrepaños. Sentía seguridad al ver que los oficinistas, aunque se pasaban la vida quejándose de todo y echando pestes de sus respectivos jefes, tampoco movían un solo dedo —por no hablar de otras áreas anatómicas más aposentadas— para resolver absolutamente ningún problema, por sencillo que pareciera.
Como todo individuo necesitado de un lugar en su universo, John trató de establecer en qué mundo estaba. En el mural que observaba en lontananza haciendo gala de agudeza visual, convivían, entre otra colección de hojas amarillentas y desteñidas, la convocatoria a un concurso de ensayo en 2003, los resultados del escalafón sindical y el cartel del Encuentro de Escritores de Dos Mundos de 1997 con una circular de cómo evitar el contagio del AH1N1, la lista de los cumpleaños de marzo y un anuncio de reventa de boletos para un partido Pumas-América.
Lo embargó cierta incertidumbre ante tal confusión temporal, pero lo que le hizo pensar por primera vez en la migración ―o incluso el suicidio― fue la música. Durante el día, mientras aprovechaba para echarse largas siestas por las dificultades que cualquier traslado implicaría con la oficina llena, una amalgama de sonidos a un volumen atronador lo regresaba del sueño a la pesadilla: la Leona Dormida, el Príncipe de la Canción y el Divo de Juárez confraternizaban con K-Paz de la Sierra, Mónica Naranjo, Paquita la del Barrio, lo mejor de la salsa y el reggaetón, Julieta Venegas, los Fabulosos Cadillacs, Intocable y toda una sesión interminable de ponchis ponchis, es decir, música electrónica. Y aunque trató de devorar los transistores de los equipos de música, no consiguió más que su sustitución por otros de mayor potencia.
Pensó instalarse en el baño, al arrullo de las aguas que parecían cascadas, un surtidor que tranquilizaría sus alterados nervios, pero las condiciones de aquel lugar le parecieron tan insalubres y antihigiénicas que tratando de controlar las arcadas, desesperado, se arriesgó a cruzar el patio, aprovechando que La Tamba estaba en la caseta de los vigilantes, degustando con ellos los manjares sustraídos subrepticiamente de entre las golosinas que los más confiados u olvidadizos dejaban en los escritorios, sin poner a buen recaudo bajo llave. Cuando entró en la biblioteca le pareció un paraíso: por aquellos anaqueles correría a su gusto y cataría el bouquet añejadito de aquellos libros de la pasada centuria. Con la boca abierta y babeante y los ojos desorbitados, John pensó que nunca había sido tan feliz.
Y aunque su destino estaba echado como un manojo de cartas, ni siquiera lo presintió cuando traspasó la puerta de vidrios para adentrarse en la oficina del centro de información, tapizada de archiveros desvencijados repletos de expedientes antiquísimos, llenos de todo el polvo que en ellos pudo acumular la última mitad del siglo XX. Se veía a la legua que por allí no pasaban un trapo ni un plumero desde hacía décadas. Qué dichoso era John, cuánta envidia le tendrían sus congéneres…
Sólo le faltaba conocer a una linda ratoncita que lo aceptara como padre de sus hijos. Y, engalanado, salió a buscarla sin imaginar siquiera lo que encontraría: una catrina de Posada, tamaño natural, con sombrero alón y luengo vestido, olvidada en una esquina desde quién sabe cuántos Días de Muertos, lo observaba inquisitiva y demandante con sus ojos huecos. Tan alegre iba John que no la vio hasta que tropezó con ella y el cartón cayó al piso estrepitosamente. Tal fue el susto, que corrió despavorido a ocultarse en la ranura que quedaba entre dos archiveros. La observó, aterrado, toda la noche sin atreverse a salir de su escondite.
Allí lo sorprendió el día. Tan desorientado que, sin percatarse de lo que hacía, anduvo como un autómata por el pasillo hasta la puerta que, en ese mismo instante, se abrió de par en par y delante de él apareció —lo hubiera jurado— una bruja con cara enfurruñada y ojos echando fuego, tal vez la misma calaca de la noche anterior, pero ahora se movía. Y no sólo caminaba, sino que empezó a gritar como poseída corriendo de un lado a otro sin control. Aturdido, John regresó a su escondite y consiguió meterse dentro de una gaveta agujereada. Sintió cómo se le nublaba la vista y le faltaba el aire. Poco a poco fue perdiendo el conocimiento, despidiéndose del mundo.
A pesar de que la licenciada enamorada de un imposible reportó haber visto un ratón, nadie le hizo caso hasta que días después el olor reveló que no mentía. Entonces volvió a la carga, pero el responsable del área de limpieza y recursos materiales le exigió que vaciara todos los archiveros para, entonces, poderlos mover. “¡Inadmisible usurpación de funciones!”, le advirtió, aguerrido, con el dedo bien parado el secretario general del Sindicato: el contrato colectivo de trabajo sólo autoriza a vaciar los cajones a un archivista y en aquella dependencia no había ninguno; únicamente personal de limpieza podría mover los archiveros para encontrar al cadáver y esa mañana sólo había mujeres, las cuales no cuentan con la fuerza necesaria para tales menesteres.
Y como era viernes, todos se fueron alegres de fin de semana sin poner asunto a cómo se descomponían los restos mortales de John Doe. Pero al llegar el lunes no había quien entrara a la oficina. “No toquen nada que les da leptospirosis y se mueren”, alertó el responsable de la biblioteca y corrió a advertirle a su superior jerárquica que no volverían al trabajo hasta que el occiso fuera debidamente retirado. Ante los oídos sordos de la Dirección y la indiferencia del responsable de recursos materiales, supieron que el camino más seguro para ser escuchados era, le pese a quien le pese, la delegación sindical.
Todos los compañeros afiliados desfilaron, uno a uno, y deslizaron sus narices entre los archiveros. Y luego de pintar unas pancartas que colocaron en la entrada del edificio exigiendo la destitución inmediata del director, la administración y todo el personal de confianza por haber dejado morir a un supuesto ratón inocente —aunque también podría ser una ardilla o una mezcla de ambos animales cruzados en noches de fogaje o toda una descendencia de criaturitas del señor—, dieron la queja al frente de salud e higiene universitaria y redactaron un oficio, con copia al rector, dejando claro que el patrimonio de la Alta Casa de Estudios estaba en riesgo ante la fauna nociva que proliferaba (y sospecho que no se referían precisamente al roedor).
La reacción no se hizo esperar: un destacamento de aseadores inundó la oficina del apestado centro de información y encontraron el cuerpo despanzurrado de John Doe soltando fluidos encima de una carta manuscrita de Octavio Paz, de su puño y letra, con todo y firma, fechada en 1964. Mientras, por vigesimoquinta vez sonaban desde el escritorio de la licenciada enamorada de un imposible las notas de “Te mando flores que recojo en el camino, yo te la mando entre mis sueños porque no puedo hablar contigo”…
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado… al menos de momento. No sin antes dejarnos la clara moraleja: aunque desde fuera parezca muy bonito y prometedor, ¡no te metas ahí!
Las mujeres, angustiadas ante la insolencia del intruso, pusieron el grito en el cielo y se escuchó —cómo no— hasta la mismísima Dirección, pero allí no causó inquietud alguna: quién va a preocuparse por un ratón cuando hay tanto presupuesto por ejecutar… Ya se moriría el pobre. O se cansaría y huiría. “Un gato, lo que necesitan es un gato”, gritó una visitante, pero los directivos pensaron de inmediato en la perra a la que llaman La Tamba —porque parece un tambo— que deambula, siempre muerta de hambre, por el enyerbado patio, presta a cazar cuanto animalillo atraviese, desprevenido, su camino.
John, que no imaginaba que su destino había quedado prefijado, seguía ingiriendo el rico papel envejecido y, tras la natural digestión, dejaba su huella escatológica encima de los escritorios, detrás de los CPU y los monitores, en la canastilla de los vasos de papel del despachador de agua, entre los fólders que se desparramaban en los entrepaños. Sentía seguridad al ver que los oficinistas, aunque se pasaban la vida quejándose de todo y echando pestes de sus respectivos jefes, tampoco movían un solo dedo —por no hablar de otras áreas anatómicas más aposentadas— para resolver absolutamente ningún problema, por sencillo que pareciera.
Como todo individuo necesitado de un lugar en su universo, John trató de establecer en qué mundo estaba. En el mural que observaba en lontananza haciendo gala de agudeza visual, convivían, entre otra colección de hojas amarillentas y desteñidas, la convocatoria a un concurso de ensayo en 2003, los resultados del escalafón sindical y el cartel del Encuentro de Escritores de Dos Mundos de 1997 con una circular de cómo evitar el contagio del AH1N1, la lista de los cumpleaños de marzo y un anuncio de reventa de boletos para un partido Pumas-América.
Lo embargó cierta incertidumbre ante tal confusión temporal, pero lo que le hizo pensar por primera vez en la migración ―o incluso el suicidio― fue la música. Durante el día, mientras aprovechaba para echarse largas siestas por las dificultades que cualquier traslado implicaría con la oficina llena, una amalgama de sonidos a un volumen atronador lo regresaba del sueño a la pesadilla: la Leona Dormida, el Príncipe de la Canción y el Divo de Juárez confraternizaban con K-Paz de la Sierra, Mónica Naranjo, Paquita la del Barrio, lo mejor de la salsa y el reggaetón, Julieta Venegas, los Fabulosos Cadillacs, Intocable y toda una sesión interminable de ponchis ponchis, es decir, música electrónica. Y aunque trató de devorar los transistores de los equipos de música, no consiguió más que su sustitución por otros de mayor potencia.
Pensó instalarse en el baño, al arrullo de las aguas que parecían cascadas, un surtidor que tranquilizaría sus alterados nervios, pero las condiciones de aquel lugar le parecieron tan insalubres y antihigiénicas que tratando de controlar las arcadas, desesperado, se arriesgó a cruzar el patio, aprovechando que La Tamba estaba en la caseta de los vigilantes, degustando con ellos los manjares sustraídos subrepticiamente de entre las golosinas que los más confiados u olvidadizos dejaban en los escritorios, sin poner a buen recaudo bajo llave. Cuando entró en la biblioteca le pareció un paraíso: por aquellos anaqueles correría a su gusto y cataría el bouquet añejadito de aquellos libros de la pasada centuria. Con la boca abierta y babeante y los ojos desorbitados, John pensó que nunca había sido tan feliz.
Y aunque su destino estaba echado como un manojo de cartas, ni siquiera lo presintió cuando traspasó la puerta de vidrios para adentrarse en la oficina del centro de información, tapizada de archiveros desvencijados repletos de expedientes antiquísimos, llenos de todo el polvo que en ellos pudo acumular la última mitad del siglo XX. Se veía a la legua que por allí no pasaban un trapo ni un plumero desde hacía décadas. Qué dichoso era John, cuánta envidia le tendrían sus congéneres…
Sólo le faltaba conocer a una linda ratoncita que lo aceptara como padre de sus hijos. Y, engalanado, salió a buscarla sin imaginar siquiera lo que encontraría: una catrina de Posada, tamaño natural, con sombrero alón y luengo vestido, olvidada en una esquina desde quién sabe cuántos Días de Muertos, lo observaba inquisitiva y demandante con sus ojos huecos. Tan alegre iba John que no la vio hasta que tropezó con ella y el cartón cayó al piso estrepitosamente. Tal fue el susto, que corrió despavorido a ocultarse en la ranura que quedaba entre dos archiveros. La observó, aterrado, toda la noche sin atreverse a salir de su escondite.
Allí lo sorprendió el día. Tan desorientado que, sin percatarse de lo que hacía, anduvo como un autómata por el pasillo hasta la puerta que, en ese mismo instante, se abrió de par en par y delante de él apareció —lo hubiera jurado— una bruja con cara enfurruñada y ojos echando fuego, tal vez la misma calaca de la noche anterior, pero ahora se movía. Y no sólo caminaba, sino que empezó a gritar como poseída corriendo de un lado a otro sin control. Aturdido, John regresó a su escondite y consiguió meterse dentro de una gaveta agujereada. Sintió cómo se le nublaba la vista y le faltaba el aire. Poco a poco fue perdiendo el conocimiento, despidiéndose del mundo.
A pesar de que la licenciada enamorada de un imposible reportó haber visto un ratón, nadie le hizo caso hasta que días después el olor reveló que no mentía. Entonces volvió a la carga, pero el responsable del área de limpieza y recursos materiales le exigió que vaciara todos los archiveros para, entonces, poderlos mover. “¡Inadmisible usurpación de funciones!”, le advirtió, aguerrido, con el dedo bien parado el secretario general del Sindicato: el contrato colectivo de trabajo sólo autoriza a vaciar los cajones a un archivista y en aquella dependencia no había ninguno; únicamente personal de limpieza podría mover los archiveros para encontrar al cadáver y esa mañana sólo había mujeres, las cuales no cuentan con la fuerza necesaria para tales menesteres.
Y como era viernes, todos se fueron alegres de fin de semana sin poner asunto a cómo se descomponían los restos mortales de John Doe. Pero al llegar el lunes no había quien entrara a la oficina. “No toquen nada que les da leptospirosis y se mueren”, alertó el responsable de la biblioteca y corrió a advertirle a su superior jerárquica que no volverían al trabajo hasta que el occiso fuera debidamente retirado. Ante los oídos sordos de la Dirección y la indiferencia del responsable de recursos materiales, supieron que el camino más seguro para ser escuchados era, le pese a quien le pese, la delegación sindical.
Todos los compañeros afiliados desfilaron, uno a uno, y deslizaron sus narices entre los archiveros. Y luego de pintar unas pancartas que colocaron en la entrada del edificio exigiendo la destitución inmediata del director, la administración y todo el personal de confianza por haber dejado morir a un supuesto ratón inocente —aunque también podría ser una ardilla o una mezcla de ambos animales cruzados en noches de fogaje o toda una descendencia de criaturitas del señor—, dieron la queja al frente de salud e higiene universitaria y redactaron un oficio, con copia al rector, dejando claro que el patrimonio de la Alta Casa de Estudios estaba en riesgo ante la fauna nociva que proliferaba (y sospecho que no se referían precisamente al roedor).
La reacción no se hizo esperar: un destacamento de aseadores inundó la oficina del apestado centro de información y encontraron el cuerpo despanzurrado de John Doe soltando fluidos encima de una carta manuscrita de Octavio Paz, de su puño y letra, con todo y firma, fechada en 1964. Mientras, por vigesimoquinta vez sonaban desde el escritorio de la licenciada enamorada de un imposible las notas de “Te mando flores que recojo en el camino, yo te la mando entre mis sueños porque no puedo hablar contigo”…
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado… al menos de momento. No sin antes dejarnos la clara moraleja: aunque desde fuera parezca muy bonito y prometedor, ¡no te metas ahí!
9 comentarios:
Me ha venido muy bien ese post, estaba necesitando reír un poco.
Ay qué bien, guapa. Gracias por ese bonito regalo. Me gustó mucho tu relato. Es más, me ha venido muy bien para destensar el final de mi jornada. No cuentas lo que estaba escrito en el manuscrito de Paz donde fue a morir tu protagonista, pero bien podrían ser aquellos versos del maestro mexicano: En su húmeda tiniebla vida y muerte/ quietud y movimiento, son lo mismo. Te abrazo.
Jorge
ese caballero era un raton mexicano, tienes que ver los ratones "yumas" !! estan criados a mano y con anabolicos, no si te digo que son del tamaño de una jutia fijate tu!
jajja Gracias. Siempre es muy grato leer algo que nos haga reir un poco jejej
Gracias
¡Jajaja! Buenísimo, chica. Y mira todo el desmadre que hubiera podido evitarse con un buen gato. Podía haberles llevado a mi PJ pallá...Ahora, que el Goty tiene razón, los ratonazos de aquí hasta les dan ñao a mis gatitos...
Abrazos navideños
me encantó!!! y sobre todo el final, llegó en su merecido momento jejej...abrazos y una feliz navidad, gracias mi querida odette...
jajajaja, creo que no puse que era yo por parte del blog de escapistas jajaja, jetzabeth..un abrazo
ja ja ja ... este ratoncito pérez, fue directo al matadero... Odet pero seguro dejó escritas sus memorias para cuando lleguén otros despistaos como el sepan que lo mejor que pueden hacer es salir hechando un pie.. besitos. Orlan
Querida Odette:
Muy buena esta sátira, o quizá sea más bien una parábola con animal de por medio. Independientemente de lo vitriólico intenciondamente, tu imaginación se destaca, así como tus capacidades como narradora, y es esto lo que más busqué en la narración, que tiene mucho humor, pero también mucho "dicho" sin ser "escrito".
Muy bueno.
En cuanto a tu nueva imagen, de acuerdo: mejor, si bien ayuda la la acción de deglutir, erógena casi en esta foto.
Ya yo no puedo intentar cambios de imagen: voy perdiendo cabello a velocidades revolucionarias.
Cariños:
Félix Luis Viera
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