El domingo Camila Remón, hija de mis queridos amigos de toda la vida Viky y Ramiro, me mandó por Facebook esta foto donde, apenas salvándose de la aplastante imponencia del hotel Imperial, asoma la esquinita del santiaguero Parque del Ajedrez en la confluencia de Enramadas y Santo Tomás; aquella cafetería donde, como ya he recordado tantas veces, a finales de los ochenta pasábamos horas Inés María, Orlando, Raúl, Rafelito Fleitas y otro puñado de amigos y contertulios que allí nos dábamos cita a media mañana o a la salida de las respectivas oficinas para tomar un poco de fresco ―casi una ilusión― y un buen café de 40 centavos al que todos llamaban “café caro”, nombre que incluso se hizo extensivo al establecimiento.
Ayer en la mañana, como si se hubieran puesto de acuerdo, Inés María me mandó esta imagen tomada durante su más reciente visita a la isla. En ella se ve, además de la desafiante modelo, el “interior” del café, las mesas de granito con el tablero pintado, la ventanilla por donde salían los pedidos del humeante líquido.
“Nos vemos en el café caro”, decíamos, y en esos banquitos duros, Conrado Pérez me enseñó con paciencia cómo tallerear un poema y "limpiamos" Marlenys y yo, un mediodía de domingo, después de las MTT, aquel “Dedo que no tapa el sol”. Allí nos advertía Marta, a León y a mí, que si seguíamos comiéndonos las uñas tan frenéticamente, nos quedarían sólo muñones. Allí no sobrevivió títere con cabeza ni estómago rosadito. No sé cómo podíamos dormir en las noches después de tanta taza apurada gaznate abajo, tanto chisme sabroso e inquietante, tantas pasiones juveniles.
Pero a veces me hartaba el Parque del Ajedrez y emigraba a La Isabelica, expendio mucho más tradicional y barato, con mesas y sillas de madera y piso adoquinado, nombrada así en alusión a una de las más prósperas haciendas cafetaleras instalada por los colonos franceses que, huyendo de la revolución de Haití, fueron a asentarse en el Oriente cubano a finales del siglo XVIII.
Nunca me gustó La Isabelica. Era poca la luz que dejaban pasar las dos ventanas coloniales llenas de balaustres; insuficiente a pesar de las dos puertas a la calle. Las baldosas gastadas del piso siempre parecían sucias, polvorientas, y en las mesas Isolina, aquella mulata mal encarada, embarraba las huellas de la tazas con un trapo empapado de otras huellas. Las mesas solían compartirse y entonces, delante de los desconocidos no siempre podíamos seguir arrancándole las tiras del pellejo al que fuera protagonista de la conversación.
Sin embargo, en La Isabelica había otras especialidades, otras combinaciones. Café con licor de menta o de anís o aquellos carajitos, llamados también rocío de gallo para evitar la altisonancia, a los que se le agregaba una porción de ron. Porque he de confesarles que no me gusta especialmente el café; para mí es una bebida social, como las alcohólicas: rara vez me tomo una cerveza si estoy sola; rara vez cuelo si no es para compartir.
Conjugo ese verbo y me acuerdo del colador de tela triangular colocado en aquel artefacto metálico del que mi abuela y mi mamá sacaban el líquido oscuro cada mañana y cada tardecita. El primer buchito, recién colado, y luego al termo que mi papá se encargaba de consumir hasta la última gota. Ése sí era cafetero: bajaba Aguilera o subía Enramadas y se paraba en cada cafetería. Una taza tras otra, miles en el día. Y miles de cigarros entre una y la siguiente.
Digo café y evoco con igual intensidad el aroma del brebaje que el grano virgen que recogíamos en las laderas de la sierra durante los planes Escuela al Campo. Vista Alegre se llamaba aquel campamento en las postrimerías del Tercer Frente Oriental donde nos confinaban por 45 días para que combináramos efectivamente el estudio con el trabajo, principio básico de la educación socialista. Hasta allá no subían más que los camiones militares de potente tracción. Me veo claramente, como decía Silvio Rodríguez, a los 13 o 14 años en el barracón de madera y piso de tierra con un centenar de hamacas de yute por las que se colaba, en las terribles madrugadas, todo el frío de la serranía. Madrugadas en las que nos formaban en la plazoleta bajo la luz de la luna —cuando la había— para dar los resultados de la emulación y enfilarnos trillo arriba hacia el lugar de la recolección.
Como parte de esa red de ¿coincidencias? que suele tejerse ante nuestros ojos cual sorprendentes espejismos, como las ramas y bejucos que a veces ocultaban al Parque del Ajedrez de la vista del transeúnte, el próximo viernes presentaré mi novela en una cafetería, que además es librería y foro cultural: las Voces en Tinta de Bertha de la Maza, donde las esencias del arábigo fruto acarician olfato y paladar en un carrusel de preparaciones; mi favorita, el dulcísimo caramel macchiato con licor de almendras que preparan con destreza Massiel y Valentina.
Por si fuera poco, la semana pasada recibí desde la isla un mensaje de invitación para la próxima sesión del Café Bar Emiliana que conduce mi queridísima Soleida Ríos en el Palacio del Segundo Cabo de La Habana Vieja. Desde entonces tarareo, picarescamente, cual es el tono del estribillo, al ritmo de Carlos Puebla y sus Tradicionales: “Si no fuera por Emiliana nos quedaríamos con las ganas…” Y completo la frase mientras miro, una y otra vez, las fotos que aquí les comparto: “…de tomar café, de tomar café, de tomar café”.
Conjugo ese verbo y me acuerdo del colador de tela triangular colocado en aquel artefacto metálico del que mi abuela y mi mamá sacaban el líquido oscuro cada mañana y cada tardecita. El primer buchito, recién colado, y luego al termo que mi papá se encargaba de consumir hasta la última gota. Ése sí era cafetero: bajaba Aguilera o subía Enramadas y se paraba en cada cafetería. Una taza tras otra, miles en el día. Y miles de cigarros entre una y la siguiente.
Digo café y evoco con igual intensidad el aroma del brebaje que el grano virgen que recogíamos en las laderas de la sierra durante los planes Escuela al Campo. Vista Alegre se llamaba aquel campamento en las postrimerías del Tercer Frente Oriental donde nos confinaban por 45 días para que combináramos efectivamente el estudio con el trabajo, principio básico de la educación socialista. Hasta allá no subían más que los camiones militares de potente tracción. Me veo claramente, como decía Silvio Rodríguez, a los 13 o 14 años en el barracón de madera y piso de tierra con un centenar de hamacas de yute por las que se colaba, en las terribles madrugadas, todo el frío de la serranía. Madrugadas en las que nos formaban en la plazoleta bajo la luz de la luna —cuando la había— para dar los resultados de la emulación y enfilarnos trillo arriba hacia el lugar de la recolección.
Como parte de esa red de ¿coincidencias? que suele tejerse ante nuestros ojos cual sorprendentes espejismos, como las ramas y bejucos que a veces ocultaban al Parque del Ajedrez de la vista del transeúnte, el próximo viernes presentaré mi novela en una cafetería, que además es librería y foro cultural: las Voces en Tinta de Bertha de la Maza, donde las esencias del arábigo fruto acarician olfato y paladar en un carrusel de preparaciones; mi favorita, el dulcísimo caramel macchiato con licor de almendras que preparan con destreza Massiel y Valentina.
Por si fuera poco, la semana pasada recibí desde la isla un mensaje de invitación para la próxima sesión del Café Bar Emiliana que conduce mi queridísima Soleida Ríos en el Palacio del Segundo Cabo de La Habana Vieja. Desde entonces tarareo, picarescamente, cual es el tono del estribillo, al ritmo de Carlos Puebla y sus Tradicionales: “Si no fuera por Emiliana nos quedaríamos con las ganas…” Y completo la frase mientras miro, una y otra vez, las fotos que aquí les comparto: “…de tomar café, de tomar café, de tomar café”.
¡oh, qué linda reminiscencia, Odette!
ResponderEliminarEs mágica
Gracias por compartirla.
¡Qué ganas de acompañarte en esa presentación en La Habana vieja con un mijito!
¡Salud!
Gracias, amiga, por ese bonito texto. Lo disfruté mucho. Si recogieras en un sólo texto estructurado lo que vas vertiendo poco a poco en tu blog sobre el Santiago de Cuba de los años '80, seguro que resultaría una crónica muy autorizada e interesante. No sé si esa crónica está ya escrita, lo dudo; pero aunque así fuera, tu saber contar, tu experiencia, tu memoria y la "distancia" a que te han obligado las circunstancias, aportarían un calado y un color difícilmente igualables. No quiero ponerte a trabajar, no, pero si Santiago y su década de los '80 pueden tener una cronista sugerente, eres tú. Mucha suerte con esa presentación. Te abrazo.
ResponderEliminarJorge
¡Un texto súper aromático! ya me dieron ganas de colar a mí también, jajajaá...Odette, tus parques dan deseos de ir a Santiago, aunque no sea en coche de aguas negras, y de pasearse por sus calles...
ResponderEliminar¡Qué buena paseada me diste por ese Santiago tuyo! casi pude oler un rico cafecito con ron y sentir la textura de las mesas del "café caro"...
ResponderEliminarSigue con tus sabrosos relatos y felicidades por tu presentación
Inés B.
Nena, tremenda sorpresa, inesperada. Me da siempre una especie de dolor esos lugares, yo sí fui mucho a la Isabelica, me gustaba el olor a cafe tostado, pero hasta ese se fue.
ResponderEliminarBesotes mil.
Vk
Que bueno saber que el nectar negro de los dioses y Camila te han motivado nuevamente estos buenos recuerdos. por cierto dale saludos a Viky y Ramiro de mi parte. cuanta historia y anecdotas en un sorbo de cafe caro jaja. cuidate mucho y buena suerte, un abrazo celestial Gaby.
ResponderEliminarMe gustaron las fotos (santiaguero al fin), y aunque no fui un asiduo de ninguno de los dos lugares (Parque del Ajedrez e Isabelica) al menos en una o mas ocasiones entre a tomar algo o para hacer tiempo, me trajiste muy buenos recuerdos a la memoria, el que si visite mucho fue la cafeteria del Gallito y el bar de puerta estrecha que quedaba al lado. Quiero hacerte una precision, El parque del Ajedrez no queda en la esquina de Enramada y Santo Tomas?
ResponderEliminarQuerida Odette, siempre me produce placer leer tu sección Parque del Ajedrez, es como si te conociera desde hace tiempo. Pienso que es así, porque uno escribe tal como es, no se puede fingir. Lamento vivir tan lejos, pero virtualmente viajo hasta esa isla de tus amores y me he metido, esta vez, en el cafe que añoras. En cuanto al brebaje, me encanta si no es muy fuerte, soy una gusana que aprecia el café aguado y dulce. Mi madre era la primera que se levantaba en la casa y colaba el café, igual que tu madre y tu abuela. Mi abuela, en cambio, que siempre actuó como si fuera una emperatriz destronada, exigía que solo se comprara una marca de café bastante caro, cuando vivíamos en Buenos Aires. Mamá intentaba engañarla pero nunca lo consiguió, mi abue guardaba en su nariz la huella del aroma del famoso café Franja Blanca. Yo continúo colándolo, pese a que ninguno de mis hijos ni mi hija tomen café, ni mi esposo. Pero la ceremonia, el perfume del café recién cebado y el rito de beberlo vale la pena. Un abrazo desde el Paraguay.
ResponderEliminarQuerida Odette el texto es tan rico que voy a prepararme un café ahora, si quieres te invito.
ResponderEliminarAl igual que a Lita, los textos de Odette siempre me provocan añoranzas. En este caso recuerdo a mi mamá tarareando "Cuando me fui de Cuba, dejé, mi vida, dejé mi amor... cuando me fui de Cuba, dejé enterrado mi corazón". Ella es argentina, pero vaya a saber qué recuerdos ha tenido que dejar atrás también. Es muy difícil cruzar los territorios amurallados de su corazón.
ResponderEliminarrecuerdo en la Isabelica (de los 80), que siempre había un tabaquero y pasaba por ahí y compraba varios tabacos "frescos"
ResponderEliminarsaludos
ESTADO DE LA CLASIFICACION
ResponderEliminar(parcial V - martes 20 de octubre de 2009)
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todas las noches que no trabajaba, era para mi religioso salir de casa, coger reloj hasta el boulevard, luego bajar enramada hasta la babita de san felix, un cafetazo y luego hasta santo tomas hacia arriba al parque a hechar una parrafada con los los viejos ekobios trasnochantes y luego a casa , eso si no aparecia algo extra que hacer; ya el parque del ajedrez estaba cerrado a esa hora pero sus recovecos eran eran sitio ideal para un buen encuentro pasional si se daba la oportunidad; nada vieja que esos eran tiempos muy buenos!! un abrazo.
ResponderEliminarMe trajiste con la Isabelica el recuerdo de Alberto Serret, de Cos Causse, Soleida, Urquijo, Botalin, Judith, Eliana, Milagros, Pomares en fin un montón de etcs, pero buena gente, que ahora, en este instante no dispara mi mente. Todo el batallón de la gente de teatro... en fin esa tropa con la que coincidia antes de partir para la Habana.
ResponderEliminarComo soy mas grandecito que tú, la mulata esa que mal limpiaba las tazas llegó luego, cuando había perdido el glamour de los primeros años el local. No se si probaste un refresco de café que era la salvación en esos días siempre calurosos de nuestro Stgo, pues años despues fui y no lo conocian. El refresco de café consistía en hielo frapé, un jugo o colada de café en grano -podías morder el grano- con un licor de piña al que si querías lo tocabas - ha pedido - con una línea de ron .
El hotel Imperial veo se conserva, por lo menos no se ve tan descoj... igual que el Parque que se mantiene y en el que se ve muy bien en pose de dueña a Madanme Inés.
Besos hermanita, fue un gusto desandar junto a ti por el centro de Santiago, ahora voy a ensayar, esta noche voy con todo.
Dale mis saludos a Inés, se ha perdido.
Odette, mi familia se crió con el café. Mi abuelo plantaba café y de eso vivimos mucho tiempo porque su salario de maestro, era eso, salario obrero. Durante mucho tiempo, el único nexo entre mi madre y yo, que no nos hablábamos (después de una pelea de esas madre-hija) era el café, siempre me enviaba café y su olor me reconforta, siempre, siempre, aún cuando me hace daño, lo dejo y vuelvo como un vicio, es como la palabra, un amor intenso que dejas por rato, pero cuando la necesitas está allí. En fin, solo te quería compartir eso.
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