Jack Nicholson en El resplandor
Pido un minuto de silencio. Nomás abro los ojos, sacada de mis sueños por la chicharra inclemente del despertador, oigo los cláxones en son de mentar madres —¡qué animosa la gente desde tan temprana hora!— y, después, el ronco bramido del calentador, entre cuyas llamas crepitantes creo escuchar chillidos, lamentos que vienen de otras dimensiones, cantos de monjes malditos, de almas del Hades. Y las noticias de la radio, no son menos alentadoras: ejecutados, decapitados, despedazados, acribillados, encobijados, desollados, atropellados, estallidos, bolsas y aviones que se desploman, fugas de agua, de gas y de cerebros, políticos corruptos, tráfico inhumano… Pura desgracia que ya es nuestra cotidianidad.
Las voces intermitentes de los reporteros, de Carlos González o Blanca Lolvé, el comentario de Sergio Sarmiento… Y si enciendo la tele —casi nunca con mi propia mano—, la burda romería de Primero Noticias, que no parece noticiero, pálido antecedente del bochinche impío que es Hoy, la revista mañanera del Canal de las Estrellas. Todo el mundo grita a voz en cuello, desgañitados, encaramándose unos sobre los otros desde la seis de la mañana. Este mundo se ha vuelto loco…
“¿Cómo sobrevivir en este frenesí?”, me pregunto mientras salgo al tibio solecito o la infame inversión térmica, añorando en vano la oreja de Beethoven. Atravieso el mundanal ruïdo: las bocinas del taller mecánico de la avenida —“Y es que te quiero uo, beibi te quiero uo uo”—, los timbres variopintos de los celulares, los cláxones de nuevo, el motor acelerado de los carros, el ronroneo de los aviones.
Como quien huye, desciendo al inframundo. Cuando el traqueteo del tren sobre las vías empieza a conducirme por caminos mentales sin nociones, resuena estridente en todo el vagón: “Arre, borriquito,/ arre, burro, arre,/ anda más de prisa que llegamos tarde”… Ah, la música de esta temporada, los tintineantes villancicos. Y me pregunto, con cara de Jack Nicholson en El resplandor, qué mamada es ésa del ropo pom pom y qué coño beben los putos peces en el río… Pero mejor me calmo si no quiero que la Villamar me llame la atención por el innecesario y excesivo uso de malas palabras.
Tomo un taxi al salir del metro. La distancia es muy corta; alcanza apenas para una pieza. A veces es José José, a veces K-paz de la Sierra, a veces Mariano Osorio en una de sus moralizantes recitaciones impostadas e insufribles, a veces alguno de esos programas idiotas de concursos. Uno de esos días iba la Massiel cantando “Rosas en el mar”:
Voy buscando un amor
que sepa comprender
la alegría y el dolor,
la ira y el placer.
Un gran amor sin un final
que olvide para perdonar.
Es más fácil encontrar
rosas en el mar.
¿La están tarareando, verdad? Así mismo llego a mi oficina: silbando todavía la canción del taxi. ¿Dije oficina? No, no es oficina. Es el medio de un pasillo donde sesudos albañiles, contratados por sesudos funcionarios sin la más mínima sensibilidad hacia el trabajo editorial, instalaron una de esas estructuras de tablones separados por vidrios a las que llaman caballerizas porque, como los caballos en las ídem, está uno viendo todo el tiempo cada movimiento de quien tiene al lado o enfrente. O sea, la intemperie.
Detrás de mi puesto hay un despachador de agua por el que pasan todos mis compañeros, varias veces en el transcurso del día, a llenar sus recipientes y fijarse en la pantalla de mi computadora. No los culpo; yo también lo haría: la curiosidad es consustancial a todo ser vivo; por eso mató al gato. Un poco más allá del despachador está el Departamento de Sistemas. Dos puertas: una justo a mi espalda, donde se aposenta el jefe; otra, en perpendicular, donde se hacinan los subordinados. De ambas, al mismo tiempo, brota música a borbotones: a un lado, Mocedades o Juan Gabriel; al otro, escándalo electrónico del que se conoce coloquialmente como ponchis ponchis. Abajo, a través de las ventanas que dan al almacén, ritmos tropicales. Ese orden puede alternarse arbitraria e inesperadamente y que el gordo de Pesado me aúlle detrás del tronco de la oreja: “Ojalá que te mueras,/ que se abra la tierra y te hundas en ella…” o sentirme lúbricamente observada por Ceratti a través de su persiana americana o recordar qué galillo tenía Mónica Naranjo cuando todavía la querían, antes de que se le ocurriera decir que había venido a enseñarles a los mexicanos, que sólo cantaban rancheras, lo que era la verdadera música. El volumen, huelga decirlo, es también de quien desconoce —o no le importan en lo más mínimo— los requerimientos de la labor editorial.
Y si no es ese ensamble inarmónico, es la sinfonía de la crisis. ¡Qué pobres somos, qué mal estamos, qué hecatombe se nos viene encima!, mientras la gente se desborda en racimos por las puertas y las escaleras de los centros comerciales, en cuyos pasillos hay que avanzar dando empujones y codazos como en la Trocha del carnaval santiaguero. Y hacen colas en los cafés y en los restaurantes de cadena, y se arrebatan unos a otros los regalos navideños de los almacenes y las boutiques. ¡Qué sino inevitable nos acecha!, mientras no queda disponible un solo boleto de avión ni un espacio en hotel alguno. “Recuerda a aquellas películas de gánsteres de los treinta”, me decía José Luis el domingo: la Gran Depresión y los casinos y los cabaretes llenos.
Que el ser humano pierde cada vez más la capacidad de concentración, al menos como era concebida tradicionalmente, insistía un reportaje hace unos días. Que ya pocos saben —o aguantan— el silencio, si es que el silencio todavía existe. Dos semanas atrás, en Manzanillo, después de las lecturas del mediodía bajaba al mar. Me alejaba un poco del hotel y me echaba boca arriba en la arena. Cerraba los ojos y trataba de relajarme, cosa de difícil cuando el cuerpo es un amasijo de acero adrenalizado, listo para enfrentar, una tras otra, cualquier contingencia. “Ya nadie escucha la música de las esferas”, pensaba mientras, al abrir la mirada, veía sobre mí el inconmensurable azul de la bóveda celeste.
Regreso a casa ya en la noche, alta la Luna o su ausencia, con la cabeza del tamaño de ese enorme círculo y llena de las púas que le crecen dentro y la hincan. Y cuando afuera todo es silencio y madrugada, empieza otro escándalo inmisericorde: dentro de esta testaruda testa se desata todo lo acumulado durante el día: melodías de Arjona, Belanova, Julieta Venegas y Los Tigres del Norte, versos locos que en esa hora parecen iluminados, fragmentos de Parques y novelas no escritos, requiebros y maldiciones, tribulaciones humanas. Entonces comprendo que la oreja de Beethoven nunca pudo ser tan sorda. Y decido no seguir atormentándolos, al menos en lo que resta de diciembre. Les agradezco el favor de su lectura y de sus comentarios en esta tertulia virtual que espero podamos mantener el año próximo. Que pasen felices fiestas y que el 2009 nos traiga buenas noticias y alegres realizaciones. Nos vemos por aquí el martes 6 de enero, para reiniciar este periplo con la gloria de los Reyes Magos.
Y como sé que es inútil pedir un minuto de silencio, aun a gritos, remedo a aquel sabio directivo de Cultura en Cuba y les insto… ¡a bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional! O lo que es casi lo mismo, para estar a tono, en ritmo de timba majadera: Suenen campanas que ya está aquí el Niño Dios...
Pido un minuto de silencio. Nomás abro los ojos, sacada de mis sueños por la chicharra inclemente del despertador, oigo los cláxones en son de mentar madres —¡qué animosa la gente desde tan temprana hora!— y, después, el ronco bramido del calentador, entre cuyas llamas crepitantes creo escuchar chillidos, lamentos que vienen de otras dimensiones, cantos de monjes malditos, de almas del Hades. Y las noticias de la radio, no son menos alentadoras: ejecutados, decapitados, despedazados, acribillados, encobijados, desollados, atropellados, estallidos, bolsas y aviones que se desploman, fugas de agua, de gas y de cerebros, políticos corruptos, tráfico inhumano… Pura desgracia que ya es nuestra cotidianidad.
Las voces intermitentes de los reporteros, de Carlos González o Blanca Lolvé, el comentario de Sergio Sarmiento… Y si enciendo la tele —casi nunca con mi propia mano—, la burda romería de Primero Noticias, que no parece noticiero, pálido antecedente del bochinche impío que es Hoy, la revista mañanera del Canal de las Estrellas. Todo el mundo grita a voz en cuello, desgañitados, encaramándose unos sobre los otros desde la seis de la mañana. Este mundo se ha vuelto loco…
“¿Cómo sobrevivir en este frenesí?”, me pregunto mientras salgo al tibio solecito o la infame inversión térmica, añorando en vano la oreja de Beethoven. Atravieso el mundanal ruïdo: las bocinas del taller mecánico de la avenida —“Y es que te quiero uo, beibi te quiero uo uo”—, los timbres variopintos de los celulares, los cláxones de nuevo, el motor acelerado de los carros, el ronroneo de los aviones.
Como quien huye, desciendo al inframundo. Cuando el traqueteo del tren sobre las vías empieza a conducirme por caminos mentales sin nociones, resuena estridente en todo el vagón: “Arre, borriquito,/ arre, burro, arre,/ anda más de prisa que llegamos tarde”… Ah, la música de esta temporada, los tintineantes villancicos. Y me pregunto, con cara de Jack Nicholson en El resplandor, qué mamada es ésa del ropo pom pom y qué coño beben los putos peces en el río… Pero mejor me calmo si no quiero que la Villamar me llame la atención por el innecesario y excesivo uso de malas palabras.
Tomo un taxi al salir del metro. La distancia es muy corta; alcanza apenas para una pieza. A veces es José José, a veces K-paz de la Sierra, a veces Mariano Osorio en una de sus moralizantes recitaciones impostadas e insufribles, a veces alguno de esos programas idiotas de concursos. Uno de esos días iba la Massiel cantando “Rosas en el mar”:
Voy buscando un amor
que sepa comprender
la alegría y el dolor,
la ira y el placer.
Un gran amor sin un final
que olvide para perdonar.
Es más fácil encontrar
rosas en el mar.
¿La están tarareando, verdad? Así mismo llego a mi oficina: silbando todavía la canción del taxi. ¿Dije oficina? No, no es oficina. Es el medio de un pasillo donde sesudos albañiles, contratados por sesudos funcionarios sin la más mínima sensibilidad hacia el trabajo editorial, instalaron una de esas estructuras de tablones separados por vidrios a las que llaman caballerizas porque, como los caballos en las ídem, está uno viendo todo el tiempo cada movimiento de quien tiene al lado o enfrente. O sea, la intemperie.
Detrás de mi puesto hay un despachador de agua por el que pasan todos mis compañeros, varias veces en el transcurso del día, a llenar sus recipientes y fijarse en la pantalla de mi computadora. No los culpo; yo también lo haría: la curiosidad es consustancial a todo ser vivo; por eso mató al gato. Un poco más allá del despachador está el Departamento de Sistemas. Dos puertas: una justo a mi espalda, donde se aposenta el jefe; otra, en perpendicular, donde se hacinan los subordinados. De ambas, al mismo tiempo, brota música a borbotones: a un lado, Mocedades o Juan Gabriel; al otro, escándalo electrónico del que se conoce coloquialmente como ponchis ponchis. Abajo, a través de las ventanas que dan al almacén, ritmos tropicales. Ese orden puede alternarse arbitraria e inesperadamente y que el gordo de Pesado me aúlle detrás del tronco de la oreja: “Ojalá que te mueras,/ que se abra la tierra y te hundas en ella…” o sentirme lúbricamente observada por Ceratti a través de su persiana americana o recordar qué galillo tenía Mónica Naranjo cuando todavía la querían, antes de que se le ocurriera decir que había venido a enseñarles a los mexicanos, que sólo cantaban rancheras, lo que era la verdadera música. El volumen, huelga decirlo, es también de quien desconoce —o no le importan en lo más mínimo— los requerimientos de la labor editorial.
Y si no es ese ensamble inarmónico, es la sinfonía de la crisis. ¡Qué pobres somos, qué mal estamos, qué hecatombe se nos viene encima!, mientras la gente se desborda en racimos por las puertas y las escaleras de los centros comerciales, en cuyos pasillos hay que avanzar dando empujones y codazos como en la Trocha del carnaval santiaguero. Y hacen colas en los cafés y en los restaurantes de cadena, y se arrebatan unos a otros los regalos navideños de los almacenes y las boutiques. ¡Qué sino inevitable nos acecha!, mientras no queda disponible un solo boleto de avión ni un espacio en hotel alguno. “Recuerda a aquellas películas de gánsteres de los treinta”, me decía José Luis el domingo: la Gran Depresión y los casinos y los cabaretes llenos.
Que el ser humano pierde cada vez más la capacidad de concentración, al menos como era concebida tradicionalmente, insistía un reportaje hace unos días. Que ya pocos saben —o aguantan— el silencio, si es que el silencio todavía existe. Dos semanas atrás, en Manzanillo, después de las lecturas del mediodía bajaba al mar. Me alejaba un poco del hotel y me echaba boca arriba en la arena. Cerraba los ojos y trataba de relajarme, cosa de difícil cuando el cuerpo es un amasijo de acero adrenalizado, listo para enfrentar, una tras otra, cualquier contingencia. “Ya nadie escucha la música de las esferas”, pensaba mientras, al abrir la mirada, veía sobre mí el inconmensurable azul de la bóveda celeste.
Regreso a casa ya en la noche, alta la Luna o su ausencia, con la cabeza del tamaño de ese enorme círculo y llena de las púas que le crecen dentro y la hincan. Y cuando afuera todo es silencio y madrugada, empieza otro escándalo inmisericorde: dentro de esta testaruda testa se desata todo lo acumulado durante el día: melodías de Arjona, Belanova, Julieta Venegas y Los Tigres del Norte, versos locos que en esa hora parecen iluminados, fragmentos de Parques y novelas no escritos, requiebros y maldiciones, tribulaciones humanas. Entonces comprendo que la oreja de Beethoven nunca pudo ser tan sorda. Y decido no seguir atormentándolos, al menos en lo que resta de diciembre. Les agradezco el favor de su lectura y de sus comentarios en esta tertulia virtual que espero podamos mantener el año próximo. Que pasen felices fiestas y que el 2009 nos traiga buenas noticias y alegres realizaciones. Nos vemos por aquí el martes 6 de enero, para reiniciar este periplo con la gloria de los Reyes Magos.
Y como sé que es inútil pedir un minuto de silencio, aun a gritos, remedo a aquel sabio directivo de Cultura en Cuba y les insto… ¡a bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional! O lo que es casi lo mismo, para estar a tono, en ritmo de timba majadera: Suenen campanas que ya está aquí el Niño Dios...
Odette, mi tesoro, si quieres silencio vente a mi casita en Chetumal. Nada más tendrás que meter en cintura a Ufo, para que no ladre. Normy
ResponderEliminarque suenen campanas y que entre la alegria, no en tu oreja atormentada sino en la grisura de tanta alma gris que anda por el mundo y que valgan siempre las redundnacias...
ResponderEliminarfeliz año nuevo y el deseo de la luz...
Ay Odette, qué bueno, me reí mucho con tu esperpéntico relato de hoy. Pero niña, cómo es que escuchan semejante música en tu trabajo. Yo ya los hubiera denunciado. ¿Pero todavía esa gente anda por ahí cantando, quiero decir, torturando a los demás...? Insisto, muy divertido tu texto. Gracias como siempre, y, como siempre, abrazos cómplices.
ResponderEliminarJorge
Yo sí, por supuesto que sí te escucho y te otorgo no sólo el minuto de silencio (y sólo un minuto) sino mi cariño completo y celebro como tu amiga Isabel y también grito eso que ella dice.
ResponderEliminarOdette: un abrazo no sólo por la navidad, sino por cada instante que pasa a cada día, cada año y cada verso de poesía de la que se encuentra en tus dedos, labios y pensamiento.
Salud y un gran beso de una persona que te estima y admira acá, en tierra adentro, en el Aguascalientes que ahora está lleno de frío y de aire helado que golpea los rostros.
Lo mismo: salud, dinero y amor, en este orden para 2009. Aunque dice mi amiga Azucena que no, que es dinero, dinero y dinero, que compra todo, hasta un trasplante de corazón... Yo prefiero, como dicen los chinos viejos y sabios, la salud, porque el que la tiene, tiene esperanza y el que tiene esperanza, lo tiene todo.
ResponderEliminarMe encantó tu artículo navideño, al igual que el de la jinetera con esa foto tan elocuente de ella y la otra, el Che, puta de barrio globalizada por arte y gracia de la voracidad capitalista, que lo ha reducido a imagen borrosa de pulovitos baratos: ¡me alegro!
Besos,
Roberto
Bien escrito Odette, muy bien reflejado. Feliz 2009 y que como dices que todo sea para bien, sobre todo para nuestra ciudad querida Santiago.
ResponderEliminarComo siempre me gustó tu Parque y te considero, si, por tener tu despacho editorial en tan reverendo quilombo, con Arjona y sus secuaces taladrándote el celebro, y ni hablar de la pasadera por detrás, te juro que yo no podría aguantar porque entre las cosas que no soporto es eso, tener a mi espalda un tumulto, una mirada no solicitada mientras hago algo, y uno siempre está haciendo algo...
ResponderEliminarHay sonidos que no se escuchan o que no escucha el rebaño -estoy algo Nietzchiano-, la música que habita el silencio...
Un beso felices fiestas, tu amigo Queve
Odette querida:
ResponderEliminarFelices Navidades sin rompopom y sin peces en el rio, que esa cancioncita siempre me ha parecido un pujo musical...como casi todos los villancicos, jeje...
Magnifico relato, que nos pone a escuchar las interioridades de una editorial mexicana. Pero estoy de acuerdo con Jorge...como se aguantan esas barbaridades en tu trabajo? Por que no mandan a todos esos musicalosos a que vayan de puntillas a lo que tu sabes?
Y nos vemos el seis de enero, con el regalo de los Reyes que es tu Parque...
Manzanillo siempre dispuesto con su salada luna, para que
ResponderEliminarvengas a relajarte echada en la arena boca arriba...aunque el reencuentro no sea presto, los recuerdos siempre ayudan a trasnportarse, es lo maravilloso de ser memoria...sigue cerrando tus ojos y tus oídos y vuelve a esa playa que te cobijaba cada que tu mente deseaba arribar a otras dimensiones...
abrazos
jetzabeth
Muchas felicidades.
ResponderEliminarUnas felices fiestas navideñas, querida poeta. Para tu familia y amigos.
Santiago Méndez / Chago
Pd: queda rico el "nomás" casi al principio.
Odette:
ResponderEliminarQué pena que no puedas ver la belleza del ropopompón y los peces bebiendo en el río. La ves, en cambio en las rosas en el mar. A muchos nos pasa completamente al revés. Será por nuestros condicionamientos...
Feliz 2009!
ResponderEliminarUn prospero año nuevo! Recuerden vestir de negro el dia primero de Enero, recordando la muerte de la libertad de Cuba!!
Happy New Year! Remember to dress in black on the first of the year, in remembrance of the end of Cuban freedom!!
Felicidades Odette, mucho amor y buenas jugadas en este parque de ajedrez y si quieres descansar junto al mar de la mancha, eres siempre la bienvenida en Normandía.
ResponderEliminarse te quiere
lamarga