Tiziano Vecellio, Diana y Acteon, 1559
Texto leído en el XIII Encuentro Internacional de Escritores en Monterrey.
A todos los amigos y colegas con los que compartí allí.
Artemisa, hija de Zeus y Latona, era, entre los griegos, la diosa virgen de la caza. Cuentan que habiendo visto a su madre sufrir terribles dolores de parto, fue tal su aversión al matrimonio que pidió de su padre la gracia de guardar perpetua virginidad. ¿Qué?, ¿perpetua virginidad?... Oh oh, creo que esta familia tenía un problemita… ¿Por qué andaba Artemisa de arco y flechas, rodeada de una corte de muchachonas fornidas y atrabancadas, jugando de manos, refrescándose en los arroyos, durmiéndose juntas en aquellos bosques? ¿Por qué al pobre de Acteón, que tuvo la desdicha de verla bañándose desnuda con su séquito de ninfas, lo convirtió en ciervo y dejó que sus perros lo destrozaran? ¿Por qué la hicieron diosa de la luna y en sus correrías nocturnas se hacía confundir con Hécate o Selene? ¿Quién asegura lo de la castidad? ¿No será ése, acaso, el génesis del malentendido de que la mujer que no tiene varón es virgen?
Porque Zeus era un machín; de eso no cabe la menor duda. Y además, dios de dioses, rey de reyes, omnipresente y omnipotente, colérico e irracional. Si él afirmaba que sus hijas eran castas, ¿quién iba a atreverse a contradecirlo? Pero yo —blasfema por naturaleza y cuestionadora por voluntad— no meto las manos al fuego —porque eso ha de doler—, pero le digo a usted —y habla la voz de la experiencia— que esa familia guardaba un secretito que pasó a la historia del mundo patriarcal con las etiquetas de virginidad y pureza eternas.
Vencedoras de atlantes y gorgonas, con las amazonas la historia tiene los primeros registros —aun míticos— de mujeres en libertad que vivían en comunidades. Eran guerreras temibles, poderosas; ellas mismas fabricaban sus armas y conquistaban territorios al tú por tú en encarnizadas lides con los varones, que las consideran “equivalentes a los hombres”. Así, como a una igual, enfrenta y mata Aquiles en la Iliada a Pentesilea, la reina de las amazonas durante la guerra de Troya, y, aunque engañado por las malas mañas de Hera, ejecuta Heracles a Hipólita, otra de sus reinas, para robarle el codiciado cinturón.
Hijas de una ninfa y de Ares, el dios de la guerra —y, por lo tanto, nietas de Zeus… o sea, que el asuntillo era algo así como genético—, se cree que en algunos de sus lances bélicos se apoderaron de Efeso, donde fundaron una de las siete maravillas del Mundo Antiguo, el templo a Artemisa —o sea, su tía la torcidita—, y más tarde la ciudad de Mitilene, capital de Lesbos. Al buen entendedor…
Así se enraizó el mito de que las mujeres fuertes, las guerreras, eran malencaradas y malgeniosas, con un humor de perros salvajes que se reflejaba en sus ceños fruncidos y sus bocas negadas a la sonrisa. Unos ogritos. Por esa supuesta adustez, por los morbosos estereotipos que suelen colgarnos o por la seriedad con que, mujeres al fin y al cabo, ponemos en nuestros asuntos todos, pero especialmente en las cuestiones públicas o profesionales, sigue prevaleciendo la idea de que las lesbianas somos duras, brutas, peleoneras y malhumoradas.
Como para contrariar esa apariencia y reafirmar que el buen ánimo puede encontrar lugar en la literatura a uno y otro lado de la mar océana, recientemente han llegado a mis manos dos libros ejemplares: Cuentos y fábulas de Lola Van Guardia, de la catalana Isabel Franc, y Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, de la mexicana Gilda Salinas. Y aunque la Franc afirme que “las escritoras vivimos de reinventar pequeñas tragedias”, ambos cuadernos son la muestra de cómo una situación de tintes melodramáticos puede convertirse en una chanza.
Isabel Franc —o Lola Van Guardia, su seudónimo y alter ego— es “Una cómica de la pluma”; así se autodefine en el título de su espacio en Blogger. Isabel ha confesado que aunque Lola es una engreída y se le subió la fama a la cabeza, ambas se soportan mutuamente con cierta fraternidad. Dice que su obra —la de ambas— ha tenido el doble propósito de distraer, de hacer pasar a las lectoras un rato agradable, pero también de invitarlas a reflexionar acerca de las lesbianas y de sus modos de actuar. Y qué mejor que a través del humor… que ya bastantes problemas e insatisfacciones enfrenta uno a diario en el “mundo real” como para remedarlos en la ficción.
Los Cuentos y fábulas de Lola y de Isabel, selección que Egales dio a la luz en Barcelona hace apenas unos meses, son textos escritos con esa intención expresa: reírse y hacer reír. La miscelánea empieza con un relato de corte clásico: la princesa Esmelinda era frígida. Habiendo llegado a la edad casadera sin conseguir el gozo, su preocupado padre, un reycito “demócrata alternativo y de tintes modernos”, convoca a concurso público a todos los hombres del reino y de las comarcas vecinas, prometiendo la mano de la princesa como recompensa a aquel que la hiciera disfrutar los placeres del amor. Después de agotadoras jornadas y resultados nada promisorios, perdidas casi todas las esperanzas de que la princesa conociera aquella cosquillita del orgasmo, una tarde llegó un ejército de amazonas custodiando a un caballero forrado hasta los dientes que exigió hacer el amor sin quitarse la armadura. No les será difícil imaginar que el caballero era realmente dama de lacia cabellera rubia y agraciados pechos que con toda paciencia, destreza y dedicación consiguió que la princesa flotara y tocara el cielo, según sus propias palabras, que en estos casos no es apropiado exagerar a riesgo de provocar descrédito.
Ése, en escenarios más o menos modernos, es el tono del libro. Con las páginas se suceden adaptaciones de chistes populares, recomendaciones para una primera cena íntima bañada en whisky, microrrelatos que dejan bien sentado que no sólo de sexo vive la lesbiana, la historia autobiográfica de un gato andrógino y un fabulario donde desfilan gallinas hetero y gallinas les, una rana lesbiana que quería ser vaca heterosexual, una murciélago transgénero, una tortuga queer, ardillas bolleras y zorras policías, una gusanito solidaria y un consejo general de mantis religiosas.
Mientras, de este lado del Atlántico, con afán más de memorioso rescate que de pura ficción, Gilda Salinas cuenta en las quince piezas que integran Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, la historia de una niña de once años que una fría mañana de febrero, sin entenderlo ella misma, se enamoró de Mona Bell al oírla cantar “La montaña” con aquella voz gruesecita y cálida. Ése —que es el final del libro— fue sólo el inicio, porque la niña creció y se enamoró de otras tantas chilenas y mexicanas de todas las regiones de la República, con las cuales Gilda teje una red de personajes que reaparecen y situaciones que se asemejan —¿qué tan distinto puede ser un antro a otro, una relación a la siguiente?
Aquellos ochenta “eran tiempos de trova cubana, de recorrer las peñas y de cantar con la guitarra”. Las peñas y los antros, desde el más “nais closetero lésbico temporal” —donde cantaba la gran Chavela Vargas, “la madre, ¿o debería decir el padre?, de todas las lesbianas”—, hasta los decadentes locales de “fraternidad ambientalista y aromas de peda feliz”; épocas idílicas en las cuales la narradora/protagonista “libaba como hija del desierto en tiempo de maremoto”, hasta que acabó siendo una alcohólica anónima demasiado conocida y una mujeriega (casi) irredenta que se identificaba con Pedro Infante por aquello de “me gustan las altas y las chaparritas, las gordas y flacas y las chiquititas”. Y como buena charro hembra, cuando decía “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”, era capaz de ponerse pantimedias, falda, zapatos de tacón y hasta rímel en las pestañas cuando el suceso conquistatorio lo ameritaba.
Mujeres y jolgorios saltan de una pieza a otra del conjunto. Y música que, también ubicua y omnipresente, matiza el ambiente de guateque absoluto y constante. “La virtud de que la mayoría estuviera pedales —dice— es que todo daba risa, las tragedias, los melodramas y los azotes eran motivo de júbilo”. Así era la jerga de la juerga: “hay que olvidar los cuetes, cuotas, digo, cuitas, para cumplir las motas, mitos, digo, metas”. No faltan momentos trágicos o conmovedores —la muerte prematura de una amiga, la violación de otra, una redada policial, persecuciones y cachetadas de madres intolerantes o amantes celosas, un pleito conyugal resuelto a balazos contra las macetas, varias rupturas, mentirillas e infidelidades—, pero la diversión es reina y la amistad perdura a pesar de los deslices y las vicisitudes.
Son los de Gilda Salinas, como los de Isabel Franc, cuentos de mujeres que no se esconden tras eufemísticas etiquetas —que ya bastantes son las que nos endilgan en este mundo sobreclasificado—; mujeres satisfechas, seguras, conformes consigo mismas. Son las suyas, historias de la cotidianidad, del festejo, del baile y de la risa que estas amazonas modernas cultivan cual trofeos que entregarles a la vida y a la alegría de vivirla de ese modo.
Porque Zeus era un machín; de eso no cabe la menor duda. Y además, dios de dioses, rey de reyes, omnipresente y omnipotente, colérico e irracional. Si él afirmaba que sus hijas eran castas, ¿quién iba a atreverse a contradecirlo? Pero yo —blasfema por naturaleza y cuestionadora por voluntad— no meto las manos al fuego —porque eso ha de doler—, pero le digo a usted —y habla la voz de la experiencia— que esa familia guardaba un secretito que pasó a la historia del mundo patriarcal con las etiquetas de virginidad y pureza eternas.
Vencedoras de atlantes y gorgonas, con las amazonas la historia tiene los primeros registros —aun míticos— de mujeres en libertad que vivían en comunidades. Eran guerreras temibles, poderosas; ellas mismas fabricaban sus armas y conquistaban territorios al tú por tú en encarnizadas lides con los varones, que las consideran “equivalentes a los hombres”. Así, como a una igual, enfrenta y mata Aquiles en la Iliada a Pentesilea, la reina de las amazonas durante la guerra de Troya, y, aunque engañado por las malas mañas de Hera, ejecuta Heracles a Hipólita, otra de sus reinas, para robarle el codiciado cinturón.
Hijas de una ninfa y de Ares, el dios de la guerra —y, por lo tanto, nietas de Zeus… o sea, que el asuntillo era algo así como genético—, se cree que en algunos de sus lances bélicos se apoderaron de Efeso, donde fundaron una de las siete maravillas del Mundo Antiguo, el templo a Artemisa —o sea, su tía la torcidita—, y más tarde la ciudad de Mitilene, capital de Lesbos. Al buen entendedor…
Así se enraizó el mito de que las mujeres fuertes, las guerreras, eran malencaradas y malgeniosas, con un humor de perros salvajes que se reflejaba en sus ceños fruncidos y sus bocas negadas a la sonrisa. Unos ogritos. Por esa supuesta adustez, por los morbosos estereotipos que suelen colgarnos o por la seriedad con que, mujeres al fin y al cabo, ponemos en nuestros asuntos todos, pero especialmente en las cuestiones públicas o profesionales, sigue prevaleciendo la idea de que las lesbianas somos duras, brutas, peleoneras y malhumoradas.
Como para contrariar esa apariencia y reafirmar que el buen ánimo puede encontrar lugar en la literatura a uno y otro lado de la mar océana, recientemente han llegado a mis manos dos libros ejemplares: Cuentos y fábulas de Lola Van Guardia, de la catalana Isabel Franc, y Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, de la mexicana Gilda Salinas. Y aunque la Franc afirme que “las escritoras vivimos de reinventar pequeñas tragedias”, ambos cuadernos son la muestra de cómo una situación de tintes melodramáticos puede convertirse en una chanza.
Isabel Franc —o Lola Van Guardia, su seudónimo y alter ego— es “Una cómica de la pluma”; así se autodefine en el título de su espacio en Blogger. Isabel ha confesado que aunque Lola es una engreída y se le subió la fama a la cabeza, ambas se soportan mutuamente con cierta fraternidad. Dice que su obra —la de ambas— ha tenido el doble propósito de distraer, de hacer pasar a las lectoras un rato agradable, pero también de invitarlas a reflexionar acerca de las lesbianas y de sus modos de actuar. Y qué mejor que a través del humor… que ya bastantes problemas e insatisfacciones enfrenta uno a diario en el “mundo real” como para remedarlos en la ficción.
Los Cuentos y fábulas de Lola y de Isabel, selección que Egales dio a la luz en Barcelona hace apenas unos meses, son textos escritos con esa intención expresa: reírse y hacer reír. La miscelánea empieza con un relato de corte clásico: la princesa Esmelinda era frígida. Habiendo llegado a la edad casadera sin conseguir el gozo, su preocupado padre, un reycito “demócrata alternativo y de tintes modernos”, convoca a concurso público a todos los hombres del reino y de las comarcas vecinas, prometiendo la mano de la princesa como recompensa a aquel que la hiciera disfrutar los placeres del amor. Después de agotadoras jornadas y resultados nada promisorios, perdidas casi todas las esperanzas de que la princesa conociera aquella cosquillita del orgasmo, una tarde llegó un ejército de amazonas custodiando a un caballero forrado hasta los dientes que exigió hacer el amor sin quitarse la armadura. No les será difícil imaginar que el caballero era realmente dama de lacia cabellera rubia y agraciados pechos que con toda paciencia, destreza y dedicación consiguió que la princesa flotara y tocara el cielo, según sus propias palabras, que en estos casos no es apropiado exagerar a riesgo de provocar descrédito.
Ése, en escenarios más o menos modernos, es el tono del libro. Con las páginas se suceden adaptaciones de chistes populares, recomendaciones para una primera cena íntima bañada en whisky, microrrelatos que dejan bien sentado que no sólo de sexo vive la lesbiana, la historia autobiográfica de un gato andrógino y un fabulario donde desfilan gallinas hetero y gallinas les, una rana lesbiana que quería ser vaca heterosexual, una murciélago transgénero, una tortuga queer, ardillas bolleras y zorras policías, una gusanito solidaria y un consejo general de mantis religiosas.
Mientras, de este lado del Atlántico, con afán más de memorioso rescate que de pura ficción, Gilda Salinas cuenta en las quince piezas que integran Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, la historia de una niña de once años que una fría mañana de febrero, sin entenderlo ella misma, se enamoró de Mona Bell al oírla cantar “La montaña” con aquella voz gruesecita y cálida. Ése —que es el final del libro— fue sólo el inicio, porque la niña creció y se enamoró de otras tantas chilenas y mexicanas de todas las regiones de la República, con las cuales Gilda teje una red de personajes que reaparecen y situaciones que se asemejan —¿qué tan distinto puede ser un antro a otro, una relación a la siguiente?
Aquellos ochenta “eran tiempos de trova cubana, de recorrer las peñas y de cantar con la guitarra”. Las peñas y los antros, desde el más “nais closetero lésbico temporal” —donde cantaba la gran Chavela Vargas, “la madre, ¿o debería decir el padre?, de todas las lesbianas”—, hasta los decadentes locales de “fraternidad ambientalista y aromas de peda feliz”; épocas idílicas en las cuales la narradora/protagonista “libaba como hija del desierto en tiempo de maremoto”, hasta que acabó siendo una alcohólica anónima demasiado conocida y una mujeriega (casi) irredenta que se identificaba con Pedro Infante por aquello de “me gustan las altas y las chaparritas, las gordas y flacas y las chiquititas”. Y como buena charro hembra, cuando decía “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”, era capaz de ponerse pantimedias, falda, zapatos de tacón y hasta rímel en las pestañas cuando el suceso conquistatorio lo ameritaba.
Mujeres y jolgorios saltan de una pieza a otra del conjunto. Y música que, también ubicua y omnipresente, matiza el ambiente de guateque absoluto y constante. “La virtud de que la mayoría estuviera pedales —dice— es que todo daba risa, las tragedias, los melodramas y los azotes eran motivo de júbilo”. Así era la jerga de la juerga: “hay que olvidar los cuetes, cuotas, digo, cuitas, para cumplir las motas, mitos, digo, metas”. No faltan momentos trágicos o conmovedores —la muerte prematura de una amiga, la violación de otra, una redada policial, persecuciones y cachetadas de madres intolerantes o amantes celosas, un pleito conyugal resuelto a balazos contra las macetas, varias rupturas, mentirillas e infidelidades—, pero la diversión es reina y la amistad perdura a pesar de los deslices y las vicisitudes.
Son los de Gilda Salinas, como los de Isabel Franc, cuentos de mujeres que no se esconden tras eufemísticas etiquetas —que ya bastantes son las que nos endilgan en este mundo sobreclasificado—; mujeres satisfechas, seguras, conformes consigo mismas. Son las suyas, historias de la cotidianidad, del festejo, del baile y de la risa que estas amazonas modernas cultivan cual trofeos que entregarles a la vida y a la alegría de vivirla de ese modo.
Tú sí eres una buena guerrera mi querida Odette! Además con un buen sentido del humor. Me alegro mucho reencontrarte, después de tantos años y por supuesto leerte. Uno de estos días te dedico un post en mi blog: para ti solita. Besos.
ResponderEliminarMuy bien hilado, Odette. Desde la refrescante visión de una parte del universo mitológico hasta el análisis de los cuentos que citas. Un texto divertido y ambicioso a la vez, inteligentemente serio. Me gustó mucho. Buen final para mi jornada. Como siempre, muchas gracias... Un abrazote.
ResponderEliminarJorge
las amazonas
ResponderEliminary muchas se dicen feministas
quiero ver que se corten el seno
:)
"Pero yo —blasfema por naturaleza y cuestionadora por voluntad"
asi deve de ser
saludos
Querida Odette, lo cierto es que a mí no me gusta que temas tan serios, tan humanos como los que tratan el libro en cuestión, saen abordados como cuestiones humorísticas (no llego a decir chistes), porque eso como que le resta enjundia humana, digo, y quizá sea una forma de evadir aquello que no merece un Drama Verdadero. Soy feminista, defiendo a las lesbianas y lesbianos,y a las minorias discrimadas en general, siempre.
ResponderEliminarFélix Luis
Claro que la familia olímpica tenía sus secretitos...Dicen que Ganímedes era el copero de Zeus ¿Copero? Yeak right. Y voy a buscar ese las historias de Lola Van Guardia ya...lo del gato andrógino me tiene súper intrigada. (Tengo algunas sospechas sobre mi PJ, jejeje) Y también buscaré el libro de Hilda Santana. ¡Orale!
ResponderEliminarCuriosamente, un amigo se (nos) preguntaba el otro día por qué, si la homosexualidad estaba tan bien vista entre los griegos, todos los dioses parecen ir con una cinta en la frente que dice "¡SOY HETERO!". Incluso especulaba que los mitos griegos puedan haber sido "depurados" al ser absorbidos por los romanos, o más tarde, con la Catorrevolución Contracultural. Pero no sé... a lo mejor nos sacas de dudas tú, "que eres de letras", como dicen por acá.
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