¡Niurka Marcos está escribiendo un libro! Bien decía aquél —o al menos se le atribuyó— que las putas cubanas eran las más cultas del universo. Un libro autobiográfico, uno de cuyos capítulos se titula “Sí, yegua y qué”… ya podrá usted hacerse una ligera idea. Como dice mi prima Astrid recordando sus tiempos en Jamaica, donde los negros son lores ingleses: Low class, man, low class.
Para quienes no la conozcan, Niurka Marcos es una ex bailarina del cabaret del Riviera que tuvo amores con Héctor Téllez —chisme al margen— y en la gran huida de principios de los noventa vino a recalar en la península de Yucatán donde, haciendo lo que sabe hacer —o sea, bailar en los cabaretes y lo que de ello se derivare—, conoció a un productor de Televisa que la trajo a la capital y la convirtió en vedette.
Desde entonces, Niurka ha sido un fenómeno mediático sin fin ni receso, un genio del marketing: cuando va menguando un escándalo, empieza el siguiente y cuando abre esa boquita, lo que echa por ella es de padre y muy señor mío. Esas desinhibiciones lingüísticas en mexicano y en cubano, encueraciones de toda índole y explicaciones pormenorizadas de cómo se hacía el amor ella solita cuando su marido parecía más interesado en el noticiero de López Dóriga, o de cómo le rascaba los huevitos (sic) al siguiente marido con esas uñas de gavilán que puede verle usted en la foto, o cómo el marido de ahora —un mulato cubano sin oficio ni beneficio— le “llena el tanque por delante y por detrás” (también sic), han sido algunas de las revelaciones que dejan a la audiencia mexicana con palpitaciones.
Pero Niurka no tiene culpa de ser como es: una de las herencias más constatables y detestables que dejará el último medio siglo al pueblo cubano es la vulgaridad. En contraste con la idea mundialmente generalizada de su elevado nivel de instrucción educativa, en el ámbito doméstico y social la bastedad es un cáncer en fase terminal que carcome sin descanso y deja marca.
En la Cuba entusiasta de los sesenta y setenta —época en la que Niurka y yo éramos niñas y luego adolescentes—, el que no dijera malas palabras o gesticulara como orangután poseído era señalado inmediatamente como burgués. En cada escuela, en cada barrio, había dos bandos: los burgueses y los revolucionarios. Vale decir que los burgueses de verdad hacía rato se habían ido a Miami; a quienes se llamaba así solía ser a personas bien comportadas, como diría mi abuela Cristina: decentes y educadas. La turba arremetía contra ellos convirtiéndolos en objetos de burlas, bromas pesadas y hasta actos de saña. Recuerdo todavía con terror a una jabá de ojos verdes —cuyo nombre no mencionaré— que martirizaba con lujo de sadismo a todos aquellos a los que consideraba débiles. De tal suerte, incorporar los modos y costumbres de personas como ella, líderes de pandillas, era un acto de sobrevivencia social.
Así, la pinga y los cojones empezaron a llenar las bocas de las muchachas y muchachos de la isla. Y no sólo en sentido figurado: practicar el sexo desprejuiciadamente y comentar los detalles sin inhibiciones fueron características distintivas de ese fenotipo bravucón del hombre nuevo, a prueba de imperialismo y mariconería ñoña. La que no tuviera un novio —o dos— y no se acostara con él era burguesa y además comemierda. De los varones, ni hablar… Por eso cuando llegaron los extranjeros con sus bolsillitos llenos de dólares, el jineterismo fue una avalancha natural e incontrolable. Ya estábamos entrenados.
Si los cubanos somos de por sí rezongones y respondones, eso se exacerbó. Hordas de hombres sin camisa y mujeres con diminutos atuendos de tela elástica que muy poco dejan a la imaginación recorren gritando las calles de la isla. Si usted los escucha y los ve manotear, le parecerá que están a punto de liarse a golpes, pero no: conversan tranquilamente. Ése es el tono y ésos son los gestos con que se habla en Cuba. Y hasta los más connotados académicos, investigadores, intelectuales y artistas suelen saludar diciendo “qué bolá, asere” (un equivalente de “qué transa, güey” en México o “passa, tron” en España) a altísimos decibeles y nasalizando.
A estas alturas, que usted diga “qué bolá, asere” no lo hace vulgar aunque en su origen esa frase lo fuera; ése es el saludo cotidiano del cubano. A tal punto interiorizado, que cuando les preguntaba a mis amigos los equivalentes en otras partes del mundo, me decían casi “buenos días, cómo estás”. De igual modo, con toda naturalidad, Piri dice comepinga como decir “qué lindas flores” y la hermana de una amiga, para expresar sus disgustos o como muletilla común, grita: morrongón. Normal. Qué tiene eso de raro, morrongón. ¡Qué comepinga eres si te parece vulgar!
Y la cosa no se limita a la altisonancia de los términos, el volumen o la gesticulación. Como buen bailador que es el cubano, los movimientos sexuales más explícitos y exagerados —¿exagerados los cubanos?— se integraron a las danzas populares. Así llenan las plazas públicas o las fiestas privadas meneándose como lombrices contorsionistas reggaetoneras. “¡Qué tiempos aquellos del danzón!”, diría mi abuelo Peruchín. “¡Qué manera es ésa de moverse una muchacha decente!”, protestaría mi abuela Cristina. Pero la decencia, ese término burgués, se fue diluyendo en el camino del todos somos iguales. Personas decentes hay, por supuesto, amigos tengo allá que lo son, pero la inercia elemental, la costumbre cotidiana, les hará saludar diciendo “qué bolá, asere” —sólo por recurrir al mismo ejemplo—, como lo hacía yo entonces, como siguen haciéndolo muchos de los que viven fuera de la isla.
Desde los cinco años nos enseñaron que cuando un compañero de escuela nos dijera: me cago en el coño de tu madre, uno debía responder: me cago en el coño de la tuya. Y como un buen cubano jamás puede quedarse dado (eso sería una muestra de blandenguería burguesa), el compañerito tendría que respondernos: el recoño de la tuya; y uno, entonces: el reconcoño de la tuya. Y él: el recontracoño de la tuya; y uno: el recontrarreconcoño de la tuya… y así hasta el infinito, hasta que sonora el timbre del recreo o hasta que una maestra llegara a regañarlos.
Entonces, no se asombre de que Niurka Marcos no cierre esa boquita sucia que Dios le dio y que ahora, además, lo perpetúe por escrito para que el viento no se lleve sus finísimas palabras. Ésos son los hijos de la revolución. También yo, es cierto; pero —¡oh fracaso de la educación socialista!— no todos somos iguales. Cuando me fui de Cuba, entre las cosas de las que me alegró alejarme fue de esa vulgaridad cabalgante y generalizada, mientras algunos de mis compatriotas —como Niurka— la instauran, la presumen y la ostentan como si fuera una identidad —y acaso lo es— en cualquier lugar donde se asienten.
Para quienes no la conozcan, Niurka Marcos es una ex bailarina del cabaret del Riviera que tuvo amores con Héctor Téllez —chisme al margen— y en la gran huida de principios de los noventa vino a recalar en la península de Yucatán donde, haciendo lo que sabe hacer —o sea, bailar en los cabaretes y lo que de ello se derivare—, conoció a un productor de Televisa que la trajo a la capital y la convirtió en vedette.
Desde entonces, Niurka ha sido un fenómeno mediático sin fin ni receso, un genio del marketing: cuando va menguando un escándalo, empieza el siguiente y cuando abre esa boquita, lo que echa por ella es de padre y muy señor mío. Esas desinhibiciones lingüísticas en mexicano y en cubano, encueraciones de toda índole y explicaciones pormenorizadas de cómo se hacía el amor ella solita cuando su marido parecía más interesado en el noticiero de López Dóriga, o de cómo le rascaba los huevitos (sic) al siguiente marido con esas uñas de gavilán que puede verle usted en la foto, o cómo el marido de ahora —un mulato cubano sin oficio ni beneficio— le “llena el tanque por delante y por detrás” (también sic), han sido algunas de las revelaciones que dejan a la audiencia mexicana con palpitaciones.
Pero Niurka no tiene culpa de ser como es: una de las herencias más constatables y detestables que dejará el último medio siglo al pueblo cubano es la vulgaridad. En contraste con la idea mundialmente generalizada de su elevado nivel de instrucción educativa, en el ámbito doméstico y social la bastedad es un cáncer en fase terminal que carcome sin descanso y deja marca.
En la Cuba entusiasta de los sesenta y setenta —época en la que Niurka y yo éramos niñas y luego adolescentes—, el que no dijera malas palabras o gesticulara como orangután poseído era señalado inmediatamente como burgués. En cada escuela, en cada barrio, había dos bandos: los burgueses y los revolucionarios. Vale decir que los burgueses de verdad hacía rato se habían ido a Miami; a quienes se llamaba así solía ser a personas bien comportadas, como diría mi abuela Cristina: decentes y educadas. La turba arremetía contra ellos convirtiéndolos en objetos de burlas, bromas pesadas y hasta actos de saña. Recuerdo todavía con terror a una jabá de ojos verdes —cuyo nombre no mencionaré— que martirizaba con lujo de sadismo a todos aquellos a los que consideraba débiles. De tal suerte, incorporar los modos y costumbres de personas como ella, líderes de pandillas, era un acto de sobrevivencia social.
Así, la pinga y los cojones empezaron a llenar las bocas de las muchachas y muchachos de la isla. Y no sólo en sentido figurado: practicar el sexo desprejuiciadamente y comentar los detalles sin inhibiciones fueron características distintivas de ese fenotipo bravucón del hombre nuevo, a prueba de imperialismo y mariconería ñoña. La que no tuviera un novio —o dos— y no se acostara con él era burguesa y además comemierda. De los varones, ni hablar… Por eso cuando llegaron los extranjeros con sus bolsillitos llenos de dólares, el jineterismo fue una avalancha natural e incontrolable. Ya estábamos entrenados.
Si los cubanos somos de por sí rezongones y respondones, eso se exacerbó. Hordas de hombres sin camisa y mujeres con diminutos atuendos de tela elástica que muy poco dejan a la imaginación recorren gritando las calles de la isla. Si usted los escucha y los ve manotear, le parecerá que están a punto de liarse a golpes, pero no: conversan tranquilamente. Ése es el tono y ésos son los gestos con que se habla en Cuba. Y hasta los más connotados académicos, investigadores, intelectuales y artistas suelen saludar diciendo “qué bolá, asere” (un equivalente de “qué transa, güey” en México o “passa, tron” en España) a altísimos decibeles y nasalizando.
A estas alturas, que usted diga “qué bolá, asere” no lo hace vulgar aunque en su origen esa frase lo fuera; ése es el saludo cotidiano del cubano. A tal punto interiorizado, que cuando les preguntaba a mis amigos los equivalentes en otras partes del mundo, me decían casi “buenos días, cómo estás”. De igual modo, con toda naturalidad, Piri dice comepinga como decir “qué lindas flores” y la hermana de una amiga, para expresar sus disgustos o como muletilla común, grita: morrongón. Normal. Qué tiene eso de raro, morrongón. ¡Qué comepinga eres si te parece vulgar!
Y la cosa no se limita a la altisonancia de los términos, el volumen o la gesticulación. Como buen bailador que es el cubano, los movimientos sexuales más explícitos y exagerados —¿exagerados los cubanos?— se integraron a las danzas populares. Así llenan las plazas públicas o las fiestas privadas meneándose como lombrices contorsionistas reggaetoneras. “¡Qué tiempos aquellos del danzón!”, diría mi abuelo Peruchín. “¡Qué manera es ésa de moverse una muchacha decente!”, protestaría mi abuela Cristina. Pero la decencia, ese término burgués, se fue diluyendo en el camino del todos somos iguales. Personas decentes hay, por supuesto, amigos tengo allá que lo son, pero la inercia elemental, la costumbre cotidiana, les hará saludar diciendo “qué bolá, asere” —sólo por recurrir al mismo ejemplo—, como lo hacía yo entonces, como siguen haciéndolo muchos de los que viven fuera de la isla.
Desde los cinco años nos enseñaron que cuando un compañero de escuela nos dijera: me cago en el coño de tu madre, uno debía responder: me cago en el coño de la tuya. Y como un buen cubano jamás puede quedarse dado (eso sería una muestra de blandenguería burguesa), el compañerito tendría que respondernos: el recoño de la tuya; y uno, entonces: el reconcoño de la tuya. Y él: el recontracoño de la tuya; y uno: el recontrarreconcoño de la tuya… y así hasta el infinito, hasta que sonora el timbre del recreo o hasta que una maestra llegara a regañarlos.
Entonces, no se asombre de que Niurka Marcos no cierre esa boquita sucia que Dios le dio y que ahora, además, lo perpetúe por escrito para que el viento no se lleve sus finísimas palabras. Ésos son los hijos de la revolución. También yo, es cierto; pero —¡oh fracaso de la educación socialista!— no todos somos iguales. Cuando me fui de Cuba, entre las cosas de las que me alegró alejarme fue de esa vulgaridad cabalgante y generalizada, mientras algunos de mis compatriotas —como Niurka— la instauran, la presumen y la ostentan como si fuera una identidad —y acaso lo es— en cualquier lugar donde se asienten.
10 comentarios:
Oye asere, que recomepinga te has puesto, en breves vas a decir que no te tiras peos porque es una mala costumbre. No comas mierda, Pendeja.
Querida... el texto es maravilloso, casi antropología, en muchos aspectos concuerdos; pero en el referente a la lengua hablada, hay sus baches... no puedes caer en el exceso de que este proceso de sublimación de los vulgarismos solo sucede en Cuba... estos son procesos naturales, que si bien los procesos políticos pueden ayudar a fomentarlos, se dan igual en todas partes... por ejemplo, en los Estados Unidos, enemigo histórico, hace 20 años (cuentan los linguistas) nadie decía guys, para llamar a las mujeres... ahora es lo más común... hey, guys... antes era vulgar, ahora no... o por ejemplo, fuck o fuck you,que sigue siendo fuerte, los jóvenes lo usan en el mismo nivel sublime que los jóvenes en Cuba usan la pinga, el compeinga o jódete o cágate en eso... entonces, suaviza la mano, que no todo es culpa del singao comandante...I love you...
Hola,
El problema no es solo de Cuba. Lamentablemente la deseducación que está sufriendo la humanidad hace que la mayor parte de la gente se exprese con muy pocas palabras, dando muestra de su ignorancia y palurdez.
José Ignacio Echeverria
Está claro, totalmente de acuerdo: nunca dije que eso pasara sólo en Cuba. De hecho, hace sólo un mes me refería a la procacidad del reggaeton, que es un fenómeno mundial. Aquí me hablo específicamente de Cuba porque el hilo que lo teje (y el pretexto) es Niurka Marcos.
Claro, ¿cómo se te ocurre, Odette? Eso no sucede solo en Cuba!!! La diferencia está -como muy bien dices- en que en Cuba se “naturalizó” en 1959, para dejar bien clara la diferencia entre el burguesito blandengue y “el hombre nuevo”. Para saber lo que es “vulgaridad generalizada”, a donde único tienes que ir es a Cuba. Una de las tantas cosas que me hizo respirar aliviada cuando salí de ese infierno, fue el dejar atrás ese monstruoso “hombre nuevo”.
Exacto, Lídice. Anoche, a propósito de Niurka y de los comentarios de este foro, pensaba que, efectivamente, el fenómeno de la banalización —que incluye la vulgarización— es mundial; pensaba que, efectivamente, uno en su casa, en su familia, en su grupo de amistades puede hablar como mejor le plazca… pero a qué se debe que buena parte de los cubanos de las últimas generaciones necesitemos exhibir la vulgaridad, hacer gala de ella… ¡pues porque durante toda la vida ése nos fue dado como un valor positivo! El valor negativo eran los buenos modales de los “burguesitos contrarrevolucionarios” (que ya hemos dicho que ni burgueses ni necesariamente contrarrevolucionarios eran).
De tal modo, como valores positivos que nos reforzaban la pertenencia y la aceptación dentro de la sociedad, la chusmería y la bravuconería rebasaron los ámbitos domésticos y meramente grupales y se convirtieron en manifestaciones públicas, políticas, bien vistas y aprobadas en el ámbito social. En los actos de reafirmación revolucionaria nunca faltaba una consigna del tono de “Nixon, cabrón, acuérdate de Girón” o “Arriba, abajo, los yanquis pal carajo; derecha, izquierda, los yanquis pa la mierda”; en los actos de repudio y agresión en contra de los supuestos desafectos al sistema o de quienes decidían abandonar la isla, abundaban las ofensas de tono procaz y sexual. Era lo que se esperaba y se exigía de un “auténtico revolucionario”. Y eso se erigió en norma social tácitamente aceptada, “naturalizada” como bien dices.
Entonces pareciera que no podemos exponer, debatir o rebatir criterios sin que coronemos —no es gratuito que use este verbo— nuestros argumentos con una grosería —mientras más fuerte, mejor—, independientemente del grado académico o el nivel de instrucción educativa que poseamos, independientemente de que estemos en Cuba o fuera de ella. Eso fue siempre lo que nos ofreció el espaldarazo dentro de una sociedad en la cual la disidencia no sólo no es permitida, sino que es crudamente reprimida. Y por disidencia se entendía hasta que no saltaras mientras Robertico Robaina coreaba: “El que no brinque es yanqui”.
Me cuenta un amigo que vive en Cuba:
Durante la transmisión de un juego del campeonato mundial de volibol femenino, la compañerita atleta Zoila Barros, una de las integrantes del equipo nacional, tras un error mal cantado por el árbitro, le ha dicho clarito: "maricónsingao" sin transición alguna. Se pudo leer sus labios, hasta el comentarista dijo: "lo que le ha puesto es mucho". En otras oportunidades, cuando esta misma atleta ha rematado o logrado algo casi inlograble, se la ha visto decir: "¡pinga!" En fin, hija, casi es general el asunto, como el rejetón rejetón, y es que, como dice un personaje humorístico cubano de actualidad: la currrtura no tiene momento fijo...
Y cuenta mi madre que los niños que juegan futbol en su calle (pocos de ellos sobrepasan los 10 o 12 años), cuando logran una anotación, en vez de gritar el universal goooool... gritan contundente y bisilábicamente: ¡Pinga!
muy bueno este comentario
efectivitimente! La vulgaridad como estrategia de manipulación de masas se convirtio en su Karma existencial!
Ahora sufren y se lamentan porque la corrientura tiene un flagelo miserable que crece mientras más lo cortan, el robo!
Y en su machismo endemico, ellos no pueden permitir que alguien les robe!
Excelente articulo!
Saludos!
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