En los últimos tiempos he tenido que resignarme a ver reírse y hacer gestos de incrédula burla a mis amigos cada vez que aseguro —y sé que no me equivoco— que si algo nos llevará aceleradamente al tan cacareado fin del mundo no serán las guerras o las epidemias, la bomba de plasma u Osama bin Laden, sino la telefonía celular y el internet.
Cuarenta y cinco millones de clientes declara tener Telcel en su más reciente campaña publicitaria, en respuesta a la de Movistar que, con toda arrogancia (que resultó ingenuidad), aseguraba contar con más de dos millones de líneas en México. Sumen y van 47; agréguenle lo de las otras compañías… resultado: ¡la mitad de la población de este país! Imagínense cuántos usuarios más habrá en Estados Unidos y en la India, en China y Japón, adonde les encantan esas curiosidades de la tecnología, o en cualquiera de los países de este abotargado planeta.
A partir de su explosión desmesurada e incontrolable de la última década, la telefonía móvil ha cambiado drásticamente las relaciones personales, familiares, sociales y laborales, contribuyendo a esta carrera sin pausas en la que se ha convertido la vida del homo cada vez menos sapiens contemporáneo en las grandes urbes y también en los pueblos pequeños. A partir de entonces, en el lugar más inusitado y en el momento más inoportuno suena el ridículo timbre —desde el réquiem de Mozart hasta un relincho o una flatulencia— de un teléfono cada vez más compacto, hundido en la palma de la mano de su portador, que pronto tendrá que preocuparse de que el minúsculo artefacto no vaya a resbalársele por el conducto auditivo hasta el mismísimo tímpano.
Cuarenta y cinco millones de clientes declara tener Telcel en su más reciente campaña publicitaria, en respuesta a la de Movistar que, con toda arrogancia (que resultó ingenuidad), aseguraba contar con más de dos millones de líneas en México. Sumen y van 47; agréguenle lo de las otras compañías… resultado: ¡la mitad de la población de este país! Imagínense cuántos usuarios más habrá en Estados Unidos y en la India, en China y Japón, adonde les encantan esas curiosidades de la tecnología, o en cualquiera de los países de este abotargado planeta.
A partir de su explosión desmesurada e incontrolable de la última década, la telefonía móvil ha cambiado drásticamente las relaciones personales, familiares, sociales y laborales, contribuyendo a esta carrera sin pausas en la que se ha convertido la vida del homo cada vez menos sapiens contemporáneo en las grandes urbes y también en los pueblos pequeños. A partir de entonces, en el lugar más inusitado y en el momento más inoportuno suena el ridículo timbre —desde el réquiem de Mozart hasta un relincho o una flatulencia— de un teléfono cada vez más compacto, hundido en la palma de la mano de su portador, que pronto tendrá que preocuparse de que el minúsculo artefacto no vaya a resbalársele por el conducto auditivo hasta el mismísimo tímpano.
Cada cosita de ésas hace maravillas: comunica, manda mensajes, tira y guarda fotos, graba videos, reproduce música, navega en internet, almacena recados de voz y juegos de video, sirve como despertador, tiene cronómetro, hace cuentas… nada más le falta disparar misiles. Pero lo peor es que cuándo iba uno a imaginarse que sería localizado en cualquier lugar y a cualquier hora.
Porque vivimos en el reino de la inmediatez. Antes —y no cuando La Pinta y La Santa María sino hace sólo unos años—, la gente tenía que esperar, pacientemente o no, a que uno llegara a la casa o al trabajo para hablar por teléfono; ahora nadie puede aguardar un segundo. Y cuando vas colgando de la puerta de un microbús, con un pie bailando en el vacío y aguantado de una pestaña, un codo clavado en el hígado y una rodilla en el esternón, suena el dichoso aparato. Después de hacer veinte maromas arriesgadísimas consigues apretar el botoncito verde, y todavía tienes que someterte a una masacre de preguntas y sospechas: ¡¿por qué no respondes?!, ¡¿dónde estás?!, ¡¿con quién?!
En estos tiempos en que todo es urgente, Dora siempre ha trabajado en sitios donde creen que la seguridad de los mundos —éste que destruimos y todos los demás— depende absoluta y totalmente de ellos, por lo que su teléfono puede sonar a cualquier hora del día o de la noche, feriados o fines de semana. Para “no molestar”, en las madrugadas no timbra, sino vibra. Así, entre sueños, empiezo a sentir el trepidar de los cascos de los caballos de una tropa mambisa atravesando la sabana camagüeyana. Con todo y Titán de Bronce y aquellos rotundos negros desnudos de La primera carga al machete, la película de Manuel Octavio Gómez. Cuando ya los negros se me vienen encima (en mexicano y en cubano), despierto para comprobar —aliviada en ambos casos— que es el celular.
Así, hay quienes despachan asuntos de negocios en el metro, regañan a los hijos o enamoran a la novia en los lugares más insospechados. Hace un par de días, la compañera que ocupaba el gabinete vecino en el baño de mujeres de mi adorado centro laboral hablaba con toda naturalidad mientras desahogaba los líquidos de su vientre. El chorro de ella y el mío caían al unísono en sonora armonía. No bastando eso, las dos descargamos el retrete al mismo tiempo. ¡El que oía al otro lado de la línea creía seguramente que le llamaban desde las cataratas del Niágara!
Piensen por un segundo: una telaraña de redes invisibles se cierne sobre los cielos. Casi todos tenemos, cuando menos, un celular. Casi todos tenemos, cuando menos, una computadora. De cada aparato sale, cuando menos, un cable virtual que se teje con otros miles de millones sobre nuestras cabezas como una ned cada vez más densa. ¡Que alguien me demuestre que esa cama elástica es inofensiva!
Siempre nos lo dijeron: que el más pequeño enemigo era el más poderoso y que al mundo lo acabaría un minúsculo ser aparentemente inofensivo. ¿Quieren algo más macabro y maquiavélicamente planeado que un tapiz invisible, como un mosquitero de aquellos de cuando éramos chicos, que nos aplasta pero no se ve?
No sé ni pa’ qué hago esta apocalíptica revelación. Ya verán como dentro de unos meses sale una película gringa donde Schwarze-negger, o mejor Bruce Willis —ése me gusta porque fue marido de Demí, oh, Demí—, salta por encima de todas esas redes virtuales y se lleva una colonia de humanos a vivir a la Luna mientras nosotros nos ahogamos de tos. No olviden lo que advierten los frígidos de Sin Bandera —¡que nunca sabe uno quiénes son los elegidos!—: Que to doel mundoca beenel telé fono.
Ríanse, riánse… síganse riendo.
Porque vivimos en el reino de la inmediatez. Antes —y no cuando La Pinta y La Santa María sino hace sólo unos años—, la gente tenía que esperar, pacientemente o no, a que uno llegara a la casa o al trabajo para hablar por teléfono; ahora nadie puede aguardar un segundo. Y cuando vas colgando de la puerta de un microbús, con un pie bailando en el vacío y aguantado de una pestaña, un codo clavado en el hígado y una rodilla en el esternón, suena el dichoso aparato. Después de hacer veinte maromas arriesgadísimas consigues apretar el botoncito verde, y todavía tienes que someterte a una masacre de preguntas y sospechas: ¡¿por qué no respondes?!, ¡¿dónde estás?!, ¡¿con quién?!
En estos tiempos en que todo es urgente, Dora siempre ha trabajado en sitios donde creen que la seguridad de los mundos —éste que destruimos y todos los demás— depende absoluta y totalmente de ellos, por lo que su teléfono puede sonar a cualquier hora del día o de la noche, feriados o fines de semana. Para “no molestar”, en las madrugadas no timbra, sino vibra. Así, entre sueños, empiezo a sentir el trepidar de los cascos de los caballos de una tropa mambisa atravesando la sabana camagüeyana. Con todo y Titán de Bronce y aquellos rotundos negros desnudos de La primera carga al machete, la película de Manuel Octavio Gómez. Cuando ya los negros se me vienen encima (en mexicano y en cubano), despierto para comprobar —aliviada en ambos casos— que es el celular.
Así, hay quienes despachan asuntos de negocios en el metro, regañan a los hijos o enamoran a la novia en los lugares más insospechados. Hace un par de días, la compañera que ocupaba el gabinete vecino en el baño de mujeres de mi adorado centro laboral hablaba con toda naturalidad mientras desahogaba los líquidos de su vientre. El chorro de ella y el mío caían al unísono en sonora armonía. No bastando eso, las dos descargamos el retrete al mismo tiempo. ¡El que oía al otro lado de la línea creía seguramente que le llamaban desde las cataratas del Niágara!
Piensen por un segundo: una telaraña de redes invisibles se cierne sobre los cielos. Casi todos tenemos, cuando menos, un celular. Casi todos tenemos, cuando menos, una computadora. De cada aparato sale, cuando menos, un cable virtual que se teje con otros miles de millones sobre nuestras cabezas como una ned cada vez más densa. ¡Que alguien me demuestre que esa cama elástica es inofensiva!
Siempre nos lo dijeron: que el más pequeño enemigo era el más poderoso y que al mundo lo acabaría un minúsculo ser aparentemente inofensivo. ¿Quieren algo más macabro y maquiavélicamente planeado que un tapiz invisible, como un mosquitero de aquellos de cuando éramos chicos, que nos aplasta pero no se ve?
No sé ni pa’ qué hago esta apocalíptica revelación. Ya verán como dentro de unos meses sale una película gringa donde Schwarze-negger, o mejor Bruce Willis —ése me gusta porque fue marido de Demí, oh, Demí—, salta por encima de todas esas redes virtuales y se lleva una colonia de humanos a vivir a la Luna mientras nosotros nos ahogamos de tos. No olviden lo que advierten los frígidos de Sin Bandera —¡que nunca sabe uno quiénes son los elegidos!—: Que to doel mundoca beenel telé fono.
Ríanse, riánse… síganse riendo.
6 comentarios:
Ay Odette, tienes la boca llena de razón. Mi innata desconfianza isleña me hace temer hasta las radiaciones, ciertas o no, que pueda emitir el horno de microondas.
Mientras leía tu artículo y me reía (porque admito que me reía, no de las ideas sino de tu estilo chistosísimo) sonó mi pinche celular. ¿Y para qué? Na, para hablar mierda...Ahora, también me da gracia la ironía de que usemos precisamente estas redes invisibles de la Internet (¿o es el Internet? nunca sé cuál artículo usar) para meternos con ellas.
Teresita
www.dovalpage.com
Querida Odette:
Incisivo articulo sobre los dichosos celulares! Te cuento que creo ser uno de esos seres en peligro de extincion que todavia no tiene ni quiere tener un celular.
abrazos,
Daniel Torres
odettisima,
gracias por tu artìculo sobre celulares, creo que pronto se comercializaràn celularse del tamaño del dedo meñique; la tecnologìa nos va a devorar,
Yo me negué a usarlos por años, pero finalmente la ola de la tecnología y de la inmediatez me arrastró. Así que aunque tire la piedra y esconda la mano, como la gatica de María Ramos, también contribuyo a la telaraña de allá arriba.
Mi estimada niña Odette, tienes mucha razón. Ahora basta con hacer una llamada por el cel para volar un tren en plena marcha. Este es el ejemplo más claro de los últimos años. También es cierto que la ciencia ficción adelanta muchos de los acontecimientos futuros, a propósito de una no tan vieja película del mencionado Arnold S... (ése que ahora es gobernador) que vence a una pandilla de malosos que se apoderan, vía internet, de un satélite que en realidad es una poderosa arma, trama desarrollada en tren. Pero hay otros asuntos más agradables. Te comento el caso. En un apretado viaje en metrobús vibró mi cel. Para responder realicé una serie de maniobras que cualquier contorsionista envidiaría y cuando llegué pues ya el asunto había terminado. A mi lado, una niña all fashion me soltaba cada risita. Bendito celular. Dos estaciones después se repitió el momento... vibraciones, sonrisitas... y nada. Ella bajó en la estación Chilpancingo... vibraciones, sonrisitas... y nada... después nada... ella se marchó con todo y mi celular... en el andén sonrisitas... ah que güey...
¿Cómo?, ¿te robó el cel?, ¿así nomás, entre risitas?... ¡cómo serás pendejo! jajajajá... ¡No te creo! Te lo he dicho: ¡las mujeres son muy peligrosas!
Un beso de viernes
Publicar un comentario