Estoy parada frente al escaparate de los champuses —perdón, champúes— en la más absoluta desorientación. Como en medio de un desierto, sin poder decidir el siguiente paso. Y no por falta de nociones, sino por exceso de ellas. Quiero un champú con el que lavarme la cabeza despreocupadamente, tranquila bajo el agüita, cerrando los ojos y abriendo la boca para que la espuma no me asfixie, pero frente a mí tengo una infinita colección de botellitas y botellones de todos los colores, formas y marcas.
Y esa variedad sería lo de menos, si dentro de cada uno de esos grupos no hubiera incontables posibilidades. Para cabello lacio, rizo, teñido, dañado, opaco, reseco, rebelde, horquetillado. Para calvas y para peludas, para casposas y para grasientas. Divididos por adjetivados tonos: dorados soleados, rojos ardientes, chocolates pasión. Adicionados con proteína de perla, extractos de frutas, omega, ceramidas, silicona, keratina, aminos, filtros UV, aceite de oliva y hasta grumos de placenta.
Tendré que inscribirme a un doctorado en cabellología para poder determinar cuál es mi tipo de pelo o qué debe hacer quien tiene, a la vez, rizos, orzuelas y un poquito de caspa. ¡Pero si sólo quiero un champú normal, de preferencia 2 en 1 para no tener que embadurnarme dos veces! Pues no… tengo delante la misma cantidad y variopinta selección de acondicionadores, tratamientos, cremas para peinarse y para despeinarse, espumas modeladoras, sprays y geles fijadores.
Aturdida —y un poco asustada—, decido ir mejor por la crema, en lo que mi cabeza registra y digiere tanta información. ¡Ilusa de mí! Ahí encuentro ungüentos y pomadas para epidermis seca o grasa, para borrar arrugas o celulitis, para rehidratar y para reafirmar, con reflejos dorados que te hagan parecer una morenaza de revista o si eres una morenaza, sustancias dermatológicamente probadas para ponerte blancusina en tres días, con aloe vera y con Q 10 para sacudirte mil años de encima, con lactonutrientes y colágeno, antialérgicas y antiespasmódicas.
Y al ladito, los desodorantes: antitranspirantes, hipoalergénicos, que no manchan la ropa, que te aclaran el sope… A la vuelta las pastas para dientes sensibles, para blanquear la sonrisa y refrescar el aliento, contra la placa y la gingivitis o a favor de ellas, con saborcitos explosivos y dinámicos como golpe de karate… y flanqueándolas, unos cepillos enormes con mangos aterradores como brazo del ET —ampliamente recomendados por los odontólogos fake de la televisión—, que giran la cabeza como la niña de El exorcista, con aditamentos para raspar la lengua, desatorar la glotis, desempercudirte cada muela y darle brillo a las amalgamas, sacar la mugrita del hueco más escondido y dejarte la quijada como la de la calaca de Scream.
Girando en un caleidoscopio, presa de un principio de psicosis como la de Hitchcock, veo refrescos sin calorías, cervezas sin alcohol, cafés sin cafeína, chocolate sin azúcar, azúcar sin sacarosa, Bayles sin sabor a Bayles, quesos sin grasa, jamones sin sal, mayonesas sin aceite, galletas con poca harina y panes dietéticos. Y yogures y leches deslactosados, descremados y desgrasados para estreñidos, para flojos, para niños, para viejos, espesos, aguados, licuados, integrales, endulzados y agrios… Y en el área de enlatados, cereales y jugos, todo adicionado con vitaminas y minerales, ácido fólico y veinte mierdas que tienen a los niños como elefantes trasgénicos y a todos gordos como cerdos hidropónicos, con las grasas desbordándosenos por encima de esos horrendos pantalones a la cadera tan de moda y tan desfavorecedores… ¡y luego les echamos la culpa a las papas Sabritas y a las hamburguesas gringas!
Desesperada, me pregunto si ya no habrá —nunca más— cosas normales, estándares, para personas normales y estándares. Nada es auténtico ni original, voy rumiando para mí cuando desemboco en el pasillo de alimentos para mascotas y me doy cuenta de que tampoco se libran las pobres bestias: hay croquetas para cachorros, para perros que corren, para perros pasmaos, ancianos, huevones e inapetentes.
En esta era de la globalización, en la que supuestamente todo es tan mundial y totalizado, resulta que cada vez somos más sectoriales y específicos, cada vez más minoría. Y ya no sólo pobres, mujeres, morenos, indígenas, gordos, ancianos, homosexuales, discapacitados y extranjeros, sino también cada vez más individuales y minoritarios según la crema que nos ponemos o el refresco que tomamos.
De regreso ante el estante de los champuses —ya sé, ya sé: champúes… ¡qué champusera estoy hoy!—, pido asistencia al cielo: Ay Dios miíto, chico, anda, no seas malo, échame una luz, cuál tú crees que deba comprar… Y él, como siempre, da la espalda. Allá tú con tu condena, parece decir.
Y esa variedad sería lo de menos, si dentro de cada uno de esos grupos no hubiera incontables posibilidades. Para cabello lacio, rizo, teñido, dañado, opaco, reseco, rebelde, horquetillado. Para calvas y para peludas, para casposas y para grasientas. Divididos por adjetivados tonos: dorados soleados, rojos ardientes, chocolates pasión. Adicionados con proteína de perla, extractos de frutas, omega, ceramidas, silicona, keratina, aminos, filtros UV, aceite de oliva y hasta grumos de placenta.
Tendré que inscribirme a un doctorado en cabellología para poder determinar cuál es mi tipo de pelo o qué debe hacer quien tiene, a la vez, rizos, orzuelas y un poquito de caspa. ¡Pero si sólo quiero un champú normal, de preferencia 2 en 1 para no tener que embadurnarme dos veces! Pues no… tengo delante la misma cantidad y variopinta selección de acondicionadores, tratamientos, cremas para peinarse y para despeinarse, espumas modeladoras, sprays y geles fijadores.
Aturdida —y un poco asustada—, decido ir mejor por la crema, en lo que mi cabeza registra y digiere tanta información. ¡Ilusa de mí! Ahí encuentro ungüentos y pomadas para epidermis seca o grasa, para borrar arrugas o celulitis, para rehidratar y para reafirmar, con reflejos dorados que te hagan parecer una morenaza de revista o si eres una morenaza, sustancias dermatológicamente probadas para ponerte blancusina en tres días, con aloe vera y con Q 10 para sacudirte mil años de encima, con lactonutrientes y colágeno, antialérgicas y antiespasmódicas.
Y al ladito, los desodorantes: antitranspirantes, hipoalergénicos, que no manchan la ropa, que te aclaran el sope… A la vuelta las pastas para dientes sensibles, para blanquear la sonrisa y refrescar el aliento, contra la placa y la gingivitis o a favor de ellas, con saborcitos explosivos y dinámicos como golpe de karate… y flanqueándolas, unos cepillos enormes con mangos aterradores como brazo del ET —ampliamente recomendados por los odontólogos fake de la televisión—, que giran la cabeza como la niña de El exorcista, con aditamentos para raspar la lengua, desatorar la glotis, desempercudirte cada muela y darle brillo a las amalgamas, sacar la mugrita del hueco más escondido y dejarte la quijada como la de la calaca de Scream.
Girando en un caleidoscopio, presa de un principio de psicosis como la de Hitchcock, veo refrescos sin calorías, cervezas sin alcohol, cafés sin cafeína, chocolate sin azúcar, azúcar sin sacarosa, Bayles sin sabor a Bayles, quesos sin grasa, jamones sin sal, mayonesas sin aceite, galletas con poca harina y panes dietéticos. Y yogures y leches deslactosados, descremados y desgrasados para estreñidos, para flojos, para niños, para viejos, espesos, aguados, licuados, integrales, endulzados y agrios… Y en el área de enlatados, cereales y jugos, todo adicionado con vitaminas y minerales, ácido fólico y veinte mierdas que tienen a los niños como elefantes trasgénicos y a todos gordos como cerdos hidropónicos, con las grasas desbordándosenos por encima de esos horrendos pantalones a la cadera tan de moda y tan desfavorecedores… ¡y luego les echamos la culpa a las papas Sabritas y a las hamburguesas gringas!
Desesperada, me pregunto si ya no habrá —nunca más— cosas normales, estándares, para personas normales y estándares. Nada es auténtico ni original, voy rumiando para mí cuando desemboco en el pasillo de alimentos para mascotas y me doy cuenta de que tampoco se libran las pobres bestias: hay croquetas para cachorros, para perros que corren, para perros pasmaos, ancianos, huevones e inapetentes.
En esta era de la globalización, en la que supuestamente todo es tan mundial y totalizado, resulta que cada vez somos más sectoriales y específicos, cada vez más minoría. Y ya no sólo pobres, mujeres, morenos, indígenas, gordos, ancianos, homosexuales, discapacitados y extranjeros, sino también cada vez más individuales y minoritarios según la crema que nos ponemos o el refresco que tomamos.
De regreso ante el estante de los champuses —ya sé, ya sé: champúes… ¡qué champusera estoy hoy!—, pido asistencia al cielo: Ay Dios miíto, chico, anda, no seas malo, échame una luz, cuál tú crees que deba comprar… Y él, como siempre, da la espalda. Allá tú con tu condena, parece decir.
Oye, eso tuyo en el supermercado es un problema que tiene que ver con el curso de la vía lactea, jajajá, es decir, con los traumas que te dejó aquello que te conté, pues allá en la isla era Fiesta y ya, jajajá. De lo contrario había que meterle manos al Fab, si había, al cundiamor, a las flores de majagua y qué sé yo a cuántos inventos más. Un beso,
ResponderEliminarOmar
Niño, de eso mismo se reía ayer Mabel. Y yo le decía que tan sencillo que era lavarse la cabeza con jabón Batey y acondicionarse con agua de limón. Muchacho, y aquellos desodorantes de tubito plástico, que llegaban cuando llegaban, y daban una peste a graaaajo... Y si no, bicarbonato con talquito (si había talco). Como diría Nicolás: en fin, el mar...
ResponderEliminarYo siempre he sido santiaguera. Y supongo que ya saben que significa ser medio guajira. Una santiaguera un poco atipica debido al color de la piel y la carencia de sentaderas, ademas de lo desprejuiciada. A La Habana, de visita, por pocos dias y rapido para atras porque mi ciudad tiene muchas cosas que no dejan de cautivarme.
ResponderEliminarUn dia de noviembre, hace mas de una decada, me vi montada en un avion rumbo a Estados Unidos. Cuando anunciaron que aterrizabamos en Miami, creo que todavia no habia terminado de recitar el Salmo 23 (que mi abuela se empeno en ensenarme para que lo repitiera en momentos dificiles). Bueno, yo venia con la idea de que en este pais le echaban los perros a los negros, que en cualquier lugar se armaba una balacera y que la droga te la introducian en caramelos. Como todo los pasajeros, me baje del avion y segui al grupo mas concurrido. Luego de largas 7 horas en Aduana, al fin oigo mi nombre y me acerco al primer mostrador detras del que habia una negra americana, que muy amablemente, pero sin levantar los ojos ni mirarme la cara, me comia a preguntas que en ocasiones no lograba entender por su mala pronunciacion del espanol. Lo critico vino cuando me pregunto de que color yo era. Le respondi que blanca y, EURECA!, por primera vez levanto la vista, me observo con gesto agresivo y me hizo la primera aclaracion: los hispanos no son blancos. Sali del lugar con la certeza de que, a partir de ese momento, cualquier cosa podia pasar y la firme decision de dejar que otros respondieran por mi.
Al otro dia me trepo nuevamente en un avion rumbo New York. El que sobrevuele la Big Apple de noche, puede apreciar un espectaculo de luces que dificilmente olvide (imaginate a donde llegaban las babas de esta guajirita), pero el viento otonal se encargo de hacerme aterrizar y ya lo demas se convirtio en rutina.
Cuando por primera vez acompane a mi mama a un supermercado para hacer las compras de la casa (mejor dicho, a empujar el carrito porque yo no conocia ni la mitad de las cosas que veia), regrese a la casa con un temor mayor que el experimentado al montarme en el avion en La Habana. Mi mama se habia vuelto loca. Era un carro para la comida y otro para pepeles. Papeles de todo tipo, tamano, textura y segun ella uso. Unos rollos grande a los que denomino Bounty y resultaron ser toallitas desechables. Las hay cuadradas y rectangulares, con colores y adornitos de acuerdo a cada ocasion. Servilletas para limpiarse la boca, tambien con disimiles floripondios, unos regordetes pavitos, flores de pascuas, banderas americanas, lindos conejitos y blancas de uso diario. Unas cajas tambien repleta de ellos que resultaron ser panuelitos de papel para soplarse la nariz. Otras con diferente diseno que dentro contenian unas hojas muy olorosas para echar entre la ropa cuando se pone en la secadora y que no se pegue una de la otra. Pero sin habla me dejaron la diferencia de papeles sanitarios: un tipo para hombres y otro para mujer. Los del genero masculino eran hojas simples y el de las feminas dobles, acolchonaditas y suavecitas, ademas, en ambos casos eran especiales para que los servicios no se tupieran. Ahi si puse el grito en el cielo, pensando primeramente en mi culo que estaba a punto de graduarse de sexto grado y al que cada rostro del Comite Central le resultaban tan familiar. Tanto empeno en su alfabetizacion en vano. Luego mas calmada pense en la economia de ella, porque a mi entender con los llamados Bounty se resolvian todos los problemas y lo demas me parecia desperdicio. Al listado de novedades fueron llegando platos y vasos que yo seguia colectando y fregando para reusarlos. Fueron apareciendo botellitas con liquidos. Que si el de fregar, que detergente liquido para la ropa y encima suavizante, que si detergente para limpiar pisos, que si el otro de echarle a la banadera y el sanitario, el de enjuagarse la boca luego que te la cepillas con buena carga de Colgate, el de echarle al fogon para quitar la grasa que se derrama. Otro enredo fueron los polvitos para cocinar, que con tanta variedad mas bien parece que estas haciendo brujeria y no alinando un trozo de carne. En estos trajines, me sorprendio la primera nevada y solo me dio por llorar porque en ese momento comprendi que habia perdido mi inocencia campesina.
Ahora dime tu. Con que carajo mente iba a aprender ingles? Solo a mi mama se le hubiera ocurrido pretender que lo aprenderia sin mayores dificultades. No estaba loca, esta peor de lo que yo suponia, estaba de remate, Nada amiga, que los neuyores me golpearon y de que manera. Cuando regrese a Cuba hace unos anos, no soportaba los vapores que expelen los corrales de puerco a la hora en que el perro no sigue a su amo y alarmaba con gritos de fuego a mis vecinos. Los pobres, estarian locos porque pasaran los quince dias de mi visita y me acabara de ir, ellos solo improvisaban fogones con lena para inventar algo caliente que poner en las mesas. Ya yo estoy afila' en talla, o de frente y luchando, como decimos por alla por el Chago. Lo que me parece es que voy a tener que hacerte una visita con fines didacticos para que no sigas gastando neuronas en las tiendas, porque si te me sigues atormentando con el mercado, te va a alcanzar el alzheimer y no vamos a tener el placer de leerte por mucho tiempo. Cuidado, mira que yo estoy segura que el impacto con la sociedad consumista me acabo de joder.
Tu siempre,
Ines
Ahhhh... y que me dices de las toxinas, quimicos, transgenicos, productos contaminados, o simplemente sobre la muerte de consumidores por ingerir "recalls", incluyendo productos farmaceuticos o de uso infantil? Lo cierto es que la carrera vertiginosa hacia nuevas alternativas alimenticias, en vez de crear un futuro prometedor para cuando la Tierra ya este vieja y esteril, se esta "cargando" el sentido de humanidad, poniendo en riesgo la salud de las personas, infringiendo sus derechos y machacando su salud, paulatinamente, inyectandoles en el organismo el veneno de los inventos perniciosos.
ResponderEliminarControles de calidad??? Buah! Ya nadie se lo cree, nos estamos envenenando con "responsabilidad".
En fin, me encantan tus articulos, son muy amenos.
Abrazos,
Karin
En verdad me has dado desesperación con tal indecisión, amiga mía.
ResponderEliminarMary Carmen