Lo hermoso es sólo el comienzo de lo terrible.
Rainer Maria Rilke
Escuché por primera vez a Mecano allá por el año 93, recién llegada a México. José Miguel llevó unos casetes del grupo español a la oficinita de la calle de Medellín que era la sede de la naciente Asociación de Intercambio Cultural “José María Heredia”. En las tardes, cuando todos se iban y no quería regresar a encerrarme en el cuarto de azotea en el que vivía, me quedaba desentrañando los misterios de la computadora, artefacto totalmente nuevo para mí, y fascinada con las letras de José María Cano. No así con las de su hermano Nacho, que siempre me han parecido tan simplonas e insulsas…
“Me cuesta tanto olvidarte” discutía el puesto de favorita con “No es serio este cementerio” y "El blues del esclavo". Después se ubicaban “Quédate en Madrid”, “Cruz de navajas” y “No hay marcha en Nueva York” y, al final, “Hijo de la Luna” y “Una rosa es una rosa”. “Aire” estaba incompleta porque no alcanzó la cinta —como solía pasar entonces— y cuando se cortaba, quedaba suspendido, precisamente en el aire, ese no sé qué del tipo/a volando ventana abajo. Y uso los dos géneros porque esa androginia de Ana Torroja, que iba más allá de su modo de vestir o de peinarse y llegaba hasta cantar las canciones en masculino, era una de las notas originales del trío.
Una de aquellas tardes compré un TDK de 60 minutos en los puestos de afuera de la estación Chilpancingo y al día siguiente grabé sólo las que me gustaban, para evitarme la molestia de tener que pasar manualmente —como era entonces— “Maquillaje”, “Las curvas de esa chica”, “Hoy no me puedo levantar” y todas esas boberías discotequeras del Nacho, que parecía más maricón que Juan Gabriel y, parafraseándolo, ay qué pesado qué pesado, pero bueno, este comentario no viene al caso…
Recordé todo esto porque el taxista que me trasladaba del metro a la oficina venía oyendo “Hijo de la Luna”. Volví a escuchar con detalle cómo el gitano mata a su mujer cuando sospecha que el hijo que han tenido —“blanco como el lomo de un armiño, con los ojos grises en vez de aceituna”— no es suyo, sino de un payo; cómo se lleva al niño al monte y allí lo deja, y cómo la Luna, que ya había hecho un pacto medio macabro con la gitana, se queda tranquilamente con el muchachito albino, sin trámite alguno de adopción, como si nada más hubiera pasado.
Pensé en el artículo de la semana pasada en este Parque del Ajedrez, una de las piezas más terribles que haya escrito desde “Un puñado de cenizas”. Cómo, sin embargo, casi todos los comentarios recibidos aludían a su belleza. ¿Qué es lo bello y qué, lo terrible?, me pregunté y les pregunté a mis amigos en esa plataforma virtual que se llama Facebook, adonde a ratos me siento más acompañada y viva que en la propia realidad. Alguien dijo que la canción era tan hermosa que no prestaba atención a la letra; otros preguntaron por qué me parecía terrible. Varios coincidimos en ese entretejido de dominios que puede hacer de belleza y horror la misma cosa o, al menos, una muy cercana, complementaria incluso, al decir del poeta Rilke.
Lo más interesante, sin embargo, fue comprobar cómo han cambiado los tiempos desde aquellos primeros noventa. Ahora podemos afirmar que “Hijo de la Luna” es la historia de un feminicidio por celos y odio de raza, como apuntó Ana Paulina, y hasta de un infanticidio o, cuando menos, abandono de menor. Así, si repasamos el resto de las letras de Mecano… ¡ay mamá, cuántas cositas feas se encuentra uno! A la luz de nuestros días, claro está, que en aquella época de la movida y el posfranquismo Mecano fue de lo más cool, como se diría ahora. Matizado con ese humor rudo y sarcástico de los españoles, que en sus canciones era un acierto, hay todo un catálogo de machismo y misoginia.
Pero seamos justos, ésa es la característica más rampante de toda la canción popular —desde la llamada música clásica hasta el reggaeton, no sólo del bolero y la balada—, donde el hombre es casi siempre el protagonista —aunque parezca lo contrario— y las mujeres son unas reinitas ingratas que no los valoran, unas malditas desgraciadas que los han engañado o unas tontas que no los merecen. Tras el supuesto “culto a las damas” se ocultan muchas manifestaciones de desprecio y menosprecio, disfrazadas a veces de sublimidad, galantería y devoción.
La mayor parte del tiempo pasamos por alto esos matices porque no nos enseñan a razonar, sino sólo a escuchar en un primer nivel de percepción. Por eso el arte suele servir de poco; tal vez sólo de cierto placer estético o autocomplacencia narcisista de autor y receptores, incluso como eslabones independientes. Hasta lo más evidente puede ser refutado —alegando usos y costumbres, como las demandas sindicalistas— porque, además, así es la vida desde hace milenios, desde que el mundo es mundo patriarcal: el hombre distribuye premios y castigos según su masculina visión y las mujeres jugueteamos con esas nociones como algo (casi) incuestionable, ya dado, “natural” e inamovible.
Es el leguaje del amor, se diría. A veces ridículo y dulzón, plagado de requiebros, chantaje emocional y reclamos plañideros, pero también lleno de ese afán por contender y agredir, como si toda relación humana —incluso y sobre todo la pasión — fuera una lidia, una batalla en la que uno de los rivales tuviera que ganar o, lo que es peor, hacer perder al otro; visión guerrera a la que nos acostumbramos hombres y mujeres, fuente de tanto sufrimiento y gasto inútil de energía.
“Es por culpa de una hembra que me estoy volviendo loco, no puedo vivir sin ella pero con ella tampoco”, cantaba entre macha y hembrísima la Torroja allá en los finales de los ochenta. Y la culpa, siempre la culpa…
“Me cuesta tanto olvidarte” discutía el puesto de favorita con “No es serio este cementerio” y "El blues del esclavo". Después se ubicaban “Quédate en Madrid”, “Cruz de navajas” y “No hay marcha en Nueva York” y, al final, “Hijo de la Luna” y “Una rosa es una rosa”. “Aire” estaba incompleta porque no alcanzó la cinta —como solía pasar entonces— y cuando se cortaba, quedaba suspendido, precisamente en el aire, ese no sé qué del tipo/a volando ventana abajo. Y uso los dos géneros porque esa androginia de Ana Torroja, que iba más allá de su modo de vestir o de peinarse y llegaba hasta cantar las canciones en masculino, era una de las notas originales del trío.
Una de aquellas tardes compré un TDK de 60 minutos en los puestos de afuera de la estación Chilpancingo y al día siguiente grabé sólo las que me gustaban, para evitarme la molestia de tener que pasar manualmente —como era entonces— “Maquillaje”, “Las curvas de esa chica”, “Hoy no me puedo levantar” y todas esas boberías discotequeras del Nacho, que parecía más maricón que Juan Gabriel y, parafraseándolo, ay qué pesado qué pesado, pero bueno, este comentario no viene al caso…
Recordé todo esto porque el taxista que me trasladaba del metro a la oficina venía oyendo “Hijo de la Luna”. Volví a escuchar con detalle cómo el gitano mata a su mujer cuando sospecha que el hijo que han tenido —“blanco como el lomo de un armiño, con los ojos grises en vez de aceituna”— no es suyo, sino de un payo; cómo se lleva al niño al monte y allí lo deja, y cómo la Luna, que ya había hecho un pacto medio macabro con la gitana, se queda tranquilamente con el muchachito albino, sin trámite alguno de adopción, como si nada más hubiera pasado.
Pensé en el artículo de la semana pasada en este Parque del Ajedrez, una de las piezas más terribles que haya escrito desde “Un puñado de cenizas”. Cómo, sin embargo, casi todos los comentarios recibidos aludían a su belleza. ¿Qué es lo bello y qué, lo terrible?, me pregunté y les pregunté a mis amigos en esa plataforma virtual que se llama Facebook, adonde a ratos me siento más acompañada y viva que en la propia realidad. Alguien dijo que la canción era tan hermosa que no prestaba atención a la letra; otros preguntaron por qué me parecía terrible. Varios coincidimos en ese entretejido de dominios que puede hacer de belleza y horror la misma cosa o, al menos, una muy cercana, complementaria incluso, al decir del poeta Rilke.
Lo más interesante, sin embargo, fue comprobar cómo han cambiado los tiempos desde aquellos primeros noventa. Ahora podemos afirmar que “Hijo de la Luna” es la historia de un feminicidio por celos y odio de raza, como apuntó Ana Paulina, y hasta de un infanticidio o, cuando menos, abandono de menor. Así, si repasamos el resto de las letras de Mecano… ¡ay mamá, cuántas cositas feas se encuentra uno! A la luz de nuestros días, claro está, que en aquella época de la movida y el posfranquismo Mecano fue de lo más cool, como se diría ahora. Matizado con ese humor rudo y sarcástico de los españoles, que en sus canciones era un acierto, hay todo un catálogo de machismo y misoginia.
Pero seamos justos, ésa es la característica más rampante de toda la canción popular —desde la llamada música clásica hasta el reggaeton, no sólo del bolero y la balada—, donde el hombre es casi siempre el protagonista —aunque parezca lo contrario— y las mujeres son unas reinitas ingratas que no los valoran, unas malditas desgraciadas que los han engañado o unas tontas que no los merecen. Tras el supuesto “culto a las damas” se ocultan muchas manifestaciones de desprecio y menosprecio, disfrazadas a veces de sublimidad, galantería y devoción.
La mayor parte del tiempo pasamos por alto esos matices porque no nos enseñan a razonar, sino sólo a escuchar en un primer nivel de percepción. Por eso el arte suele servir de poco; tal vez sólo de cierto placer estético o autocomplacencia narcisista de autor y receptores, incluso como eslabones independientes. Hasta lo más evidente puede ser refutado —alegando usos y costumbres, como las demandas sindicalistas— porque, además, así es la vida desde hace milenios, desde que el mundo es mundo patriarcal: el hombre distribuye premios y castigos según su masculina visión y las mujeres jugueteamos con esas nociones como algo (casi) incuestionable, ya dado, “natural” e inamovible.
Es el leguaje del amor, se diría. A veces ridículo y dulzón, plagado de requiebros, chantaje emocional y reclamos plañideros, pero también lleno de ese afán por contender y agredir, como si toda relación humana —incluso y sobre todo la pasión — fuera una lidia, una batalla en la que uno de los rivales tuviera que ganar o, lo que es peor, hacer perder al otro; visión guerrera a la que nos acostumbramos hombres y mujeres, fuente de tanto sufrimiento y gasto inútil de energía.
“Es por culpa de una hembra que me estoy volviendo loco, no puedo vivir sin ella pero con ella tampoco”, cantaba entre macha y hembrísima la Torroja allá en los finales de los ochenta. Y la culpa, siempre la culpa…
6 comentarios:
Amiga, aunque no me gusta nada Mecano (aún reconociendo su relativa "utilidad" u oportunidad en los '80 españoles) tu texto de hoy me llega por su lado esencial, por el de los excesos seculares del patriarcado. Tienes toda la razón. Hoy mismo estuve viendo y leyendo dos cosas que tienen que ver con el tema por vías diferentes: Una anécdota contada por una mujer en la tele acerca de algunos comentarios de los parlamentarios ingleses a finales del XIX cuando se empezaba a luchar allí por el derecho de las mujeres a votar. Alguno llegó a decir: "es como si viniera a votar un mono". Ya ves, yo que soy bastante curioso no conocía esa desgraciada anécdota. Pero hoy estuve releyendo "El amor y otras pasiones" de Shopenhauer, un texto que no se centra para nada en estas cosas, pero que deja caer determinadas posiciones que, incluso grandes pensadores, sostenían hasta hace bien poco y que vienen a esclarecer el calado de los problemas que denuncias. En fin, está bien que se sigan hablando de estos asuntos aunque en algunos ámbitos el tema parezca ya muy obvio. Queda mucho por hacer. Los roles asignados a la la mujer durante milenios por las sociedades patriarcales es algo que tenemos hombres y (por desgracia) mujeres muy arraigado. Yo mismo, que trato de trascender esos límites, me descubro algunas veces militando en su centro inconscientemente. Ya te digo, queda mucho por hacer. Ánimo... Te abrazo.
Jorge
Mi amiga debo confesarte que nunca escuché a Mecano, pero que te parece “Tú eres la culpable de todas mis….”
Caramba, yo tampoco he escuchado a Mecano y ahora me disfruté el video que has puesto. Odette, lo bello de tu prosa es que digas lo que digas yo siempre disfruto tus palabras. ¿Y dónde dejas a la pobre Zarzamora? Otra historia alucinante pero yo la cantaba y me emocionaba con ella. En estos tiempos hay más zarzamoras que otra cosa.
Querida Odette, este artículo que has escrito , ese análisis a la letras amororosas(¿?), es exacto. En todas estas letras la mujer es la victimaria, el prsonaje oscuro del pobre macho. Deberáimos dar a comocer mas estos textos, despiertan conciencia.
Si estuvieses de acurdo me gustaria ponerlo en mi blog de junio.
Va mi abrazo desde la Argentina.
Silvia Loustau
syllous@yahoo.com.ar
www.silvialoustau.blogspot.com.
que mierda , que no se la tragen!! , la torrojas canta redivino y la culpa no es de la hembra, es del macho que la sigue con la baba colgando, creanme que por culpa mia una hembra siempre ha estado en mi camino!!!! un beso niña, no escribo mucho ya , porque el tiempo siempre juega a los dados conmigo , pero te leo como siempre un beso!!!
la voz de la torroja siempre me ha gustado y la verdad es que la música es maravillosa, pero sí, cuando no te dejas llevar por los sonidos y pones atención a la letra te das cuenta de la historia tan triste que hay detrás del magnífico título: el hijo de la luna.
saludos y abrazos
jetzabeth
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