Bodega cubana, lugar donde se compran, cuando "llegan",
los abarrotes regulados por la libreta de abastecimiento
Con harto entusiasmo —se diría en México— recibe el mundo las noticias de la apertura comercial en Cuba. Altos funcionarios del nuevo gobierno y familiares de ellos han anunciado que ya se podrá comprar medicinas en cualquier farmacia —y no exclusivamente en la del barrio de residencia—, electrodomésticos, computadoras y celulares; que se homologarán en una sola las dos monedas que circulan actualmente (pesos y CUC); que ya los cubanos pueden alojarse en los hoteles y se analizan las posibilidades de permitirles salir a turistear al extranjero. Noticias esperanzadoras —hay que decirlo— que nos hacen soñar con que a la vuelta de unos años, el nuestro podría ser un país “normal”; noticias que dejan al descubierto la certeza de que si estas prohibiciones no habían sido levantadas antes —y ahora lo han sido en menos de un mes—, era por la impertinencia y la tozudez de una sola persona.
¿Que quién podrá alojarse en el Nacional o el Cohíba?... ¿Eso qué importa?, ¿quién puede hacerlo en México, Buenos Aires, Madrid o Nueva Zelanda?... Dignifica saber que no eres un perro de quinta que tiene el acceso restringido a sus propios espacios; saber que podrías —si pudieras— ir a tomarte un trago o un helado a sus cafeterías y tal vez algún día, con los ahorros de toda la vida… Ubica ir comprendiendo en propia experiencia que esos turistas y familiares que van a la isla no son millonarios ni superiores, sino gente común y corriente que viaja con sus magros ahorritos o gracias a un descomunal tarjetazo que no saldarán en años.
Intrigados y curiosos ante la cascada de anuncios sorprendentes y esclarecedores, dos compañeros de la oficina se acercaron el viernes a preguntar mi opinión. Algo les contaba acerca de los 250 pesos (unos 10 dólares entonces) que ganaba mensualmente en la Casa del Joven Creador y del dilema oferta/poder adquisitivo que pudieran constituir todas estas liberalizaciones si el valor de la moneda y el monto de los salarios no alcanzan un nivel equivalente al medio global, cuando uno de ellos me espetó: “Pero qué importa eso, si les dan de comer carne tres veces a la semana”… “Y un kilo de huevo, y un litro de leche diario por persona”, agregó la otra.
“¡Eso no es cierto!”, me desgañité con el índice en ristre como buena cubana. Pero cómo explicarles, en primer lugar, que nunca “nos lo dieron todo”; que cuando usamos —tan incorrectamente— el verbo “dar”, no queremos decir que nos abastecían gratuitamente, como cree el mundo entero, sino que nos permitían la posibilidad de comprar. Y en segundo lugar que nunca, ni en los tiempos de la gloria revolucionaria, comimos carne tres veces a la semana. Que “llegaba a la carnicería” cada quince días —no estaba disponible siempre, como en cualquier carnicería— y “tocaba” ¼ de libra, es decir, unos 120 gramos por persona. Y que años después, fue delito penado por las leyes matar una vaca, vender la carne, comprarla o consumirla, de modo que cuando se conseguían unos bistecitos de contrabando, para freírlos había que cerrar a cal y canto las puertas y ventanas para que el olor —tan escandaloso en el caso de la res— no se escapara y alertara los vecinos. Que nunca faltaba el hijo de puta que pudiera denunciarlo a las autoridades, entiéndase comité de defensa de la revolución (CDR), ese engendro de organización vecinal creado para vigilarnos y delatarnos unos a los otros.
Cómo contarles que la primera vez que compré en México un pollo rostizado, me senté a llorar como doliente ante el cadáver, recordando que jamás en mi casa vimos un pollo entero —y menos de ese tamaño; aquéllos eran palomitas— y jamás nadie pudo engullirse una pechuga completa; había que dividirla entre Piri y yo. Y mi madre y mi abuela, a las que ésa era la pieza que les gustaba, tuvieron que renunciar de por vida a disfrutarla para que nosotras la comiéramos. Porque no podías escoger la pieza que querías, sino aceptar la que te daba el carnicero.
Cómo explicarles que los niños recibían leche hasta los siete años, y que a partir de esa edad nadie tiene derecho a tomarla, a no ser que la comprara a precios de oro en el mercado negro o en las tiendas de dólares, cuando hubo tiendas de dólares. Cómo explicárselo, si a ellos les han machacado toda la vida y los han ilusionado con que Cuba es la sociedad perfecta, equitativa y abundante a la que podrían llegar si dejaban de votar por el PRI y lo hacían por el PRD. Cómo, si en su libro de textos de secundaria había una foto titulada “Socialismo: Cuba”, en la que un soldado entregaba un racimo de plátano a los isleños y en la explicación decía que un camión pasaba a cada casa y nos entregaba gratuitamente toda la despensa de la semana. Y que la libreta de abastecimiento era sólo un método de control —que lo es, obviamente— sólo para que nadie recibiera dos veces el mismo producto. Y que el salario era poco porque, al recibir todo lo básico sin pagar un centavo, ese dinerito podía invertirse en comprar algún artículo de lujo, como una lámpara, un jeans, unos tenis o una blusa extra, aparte del uniforme café, igualitico —tres blusas, dos faldas o pantalones, medias y zapatos—, que supuestamente nos entregaban para trabajar.
Cómo explicarles, a estas alturas, que la libreta de productos industriales, gemela de la de abastecimiento pero para ropa, calzado y enseres domésticos, regulaba que recibiéramos, pagándola por supuesto y si teníamos la suerte de que “llegara” a la tienda en la fecha en que le correspondía comprar al grupo al que pertenecíamos —yo era F3 y jamás alcanzaba nada hasta ahí—, una muda de ropa al año y cada seis meses, un calzón o un brasier, no los dos, uno: o te tapabas arriba o te tapabas abajo.
Cómo explicarles y que me crean, que los jeans y los tenis de verdad los conocimos a fines de los setenta, cuando empezaron a llegar, cargados con todo lo habido y por haber, los familiares de la comunidad —o sea, los emigrados a Estados Unidos—, que hasta ese momento habían sido unos traidores apátridas a los que debíamos despreciar y no podíamos escribirles ni hablar con ellos, a menos que quisiéramos perder el trabajo o la posibilidad de estudiar una carrera en la universidad. Y que años después, ya en los noventa, el precio en el mercado negro —donde único se conseguían— de un pantalón de mezclilla o unos zapatos deportivos llegó a ser el salario completo de un profesional.
Cómo contarles que cuando abrieron, en la edad de oro de los ochenta, aquellas tiendas de ropa cara por la libre —o sea, fuera de la libreta—, las colas para comprar eran de días, la gente dormía a las puertas de la tienda y se trataba de unas blusas de brillo y unos suetercitos como de terciopelo, de verano en los países del Este, o sea, insoportables en el calor de la isla, unos zapatos plásticos que sacaban ampollas y unos desodorantes que daban una peste a grajo de padre y muy señor mío. Haciendo un ahorrito, mi madre nos compró una a Piri y una a mí, para que nos las fuéramos rotando. Ella, pobrecita, nunca volvió a usar nada nuevo desde que nosotras nacimos; tenía que conformarse con lo que íbamos dejando, ya desteñido y deshilachado, zurcido una y otra vez.
Cómo decirles que en aquella sociedad equitativa, donde todos debíamos ser iguales, las carencias y las ventajas no eran parejas si se trataba de los hijos de un trabajador que de los de un dirigente, habaneros o gente del interior. Porque en La Habana —queridos míos, no se me enfurruñen, que así ha sido siempre—, capital al fin y al cabo, todo era mejor y más accesible. Y de los jerarcas y sus hijitos más vale ni hablar…
Hace mucho, cuando en México o en cualquier lugar del mundo indagan acerca de este tipo de detalles de la vida cotidiana en Cuba —¡ya no digamos de la salud y la educación!—, prefiero cambiar de tema. “No lo entenderías”, me disculpo y callo. ¿Quién que no lo haya vivido podría comprenderlo? Escapa al entendimiento humano, incluso al más fantasioso o truculento, y siempre, al final de la larga y dolorosa explicación, acaban concluyendo que eso que contamos no es posible, que no hay quien pueda creerlo. O lo que es lo mismo: nos acusan de gusanos mentirosos y exagerados, y refuerzan su idea de que somos unos malagradecidos. Que muy bien hicieron en expulsarnos del Paraíso.
¿Que quién podrá alojarse en el Nacional o el Cohíba?... ¿Eso qué importa?, ¿quién puede hacerlo en México, Buenos Aires, Madrid o Nueva Zelanda?... Dignifica saber que no eres un perro de quinta que tiene el acceso restringido a sus propios espacios; saber que podrías —si pudieras— ir a tomarte un trago o un helado a sus cafeterías y tal vez algún día, con los ahorros de toda la vida… Ubica ir comprendiendo en propia experiencia que esos turistas y familiares que van a la isla no son millonarios ni superiores, sino gente común y corriente que viaja con sus magros ahorritos o gracias a un descomunal tarjetazo que no saldarán en años.
Intrigados y curiosos ante la cascada de anuncios sorprendentes y esclarecedores, dos compañeros de la oficina se acercaron el viernes a preguntar mi opinión. Algo les contaba acerca de los 250 pesos (unos 10 dólares entonces) que ganaba mensualmente en la Casa del Joven Creador y del dilema oferta/poder adquisitivo que pudieran constituir todas estas liberalizaciones si el valor de la moneda y el monto de los salarios no alcanzan un nivel equivalente al medio global, cuando uno de ellos me espetó: “Pero qué importa eso, si les dan de comer carne tres veces a la semana”… “Y un kilo de huevo, y un litro de leche diario por persona”, agregó la otra.
“¡Eso no es cierto!”, me desgañité con el índice en ristre como buena cubana. Pero cómo explicarles, en primer lugar, que nunca “nos lo dieron todo”; que cuando usamos —tan incorrectamente— el verbo “dar”, no queremos decir que nos abastecían gratuitamente, como cree el mundo entero, sino que nos permitían la posibilidad de comprar. Y en segundo lugar que nunca, ni en los tiempos de la gloria revolucionaria, comimos carne tres veces a la semana. Que “llegaba a la carnicería” cada quince días —no estaba disponible siempre, como en cualquier carnicería— y “tocaba” ¼ de libra, es decir, unos 120 gramos por persona. Y que años después, fue delito penado por las leyes matar una vaca, vender la carne, comprarla o consumirla, de modo que cuando se conseguían unos bistecitos de contrabando, para freírlos había que cerrar a cal y canto las puertas y ventanas para que el olor —tan escandaloso en el caso de la res— no se escapara y alertara los vecinos. Que nunca faltaba el hijo de puta que pudiera denunciarlo a las autoridades, entiéndase comité de defensa de la revolución (CDR), ese engendro de organización vecinal creado para vigilarnos y delatarnos unos a los otros.
Cómo contarles que la primera vez que compré en México un pollo rostizado, me senté a llorar como doliente ante el cadáver, recordando que jamás en mi casa vimos un pollo entero —y menos de ese tamaño; aquéllos eran palomitas— y jamás nadie pudo engullirse una pechuga completa; había que dividirla entre Piri y yo. Y mi madre y mi abuela, a las que ésa era la pieza que les gustaba, tuvieron que renunciar de por vida a disfrutarla para que nosotras la comiéramos. Porque no podías escoger la pieza que querías, sino aceptar la que te daba el carnicero.
Cómo explicarles que los niños recibían leche hasta los siete años, y que a partir de esa edad nadie tiene derecho a tomarla, a no ser que la comprara a precios de oro en el mercado negro o en las tiendas de dólares, cuando hubo tiendas de dólares. Cómo explicárselo, si a ellos les han machacado toda la vida y los han ilusionado con que Cuba es la sociedad perfecta, equitativa y abundante a la que podrían llegar si dejaban de votar por el PRI y lo hacían por el PRD. Cómo, si en su libro de textos de secundaria había una foto titulada “Socialismo: Cuba”, en la que un soldado entregaba un racimo de plátano a los isleños y en la explicación decía que un camión pasaba a cada casa y nos entregaba gratuitamente toda la despensa de la semana. Y que la libreta de abastecimiento era sólo un método de control —que lo es, obviamente— sólo para que nadie recibiera dos veces el mismo producto. Y que el salario era poco porque, al recibir todo lo básico sin pagar un centavo, ese dinerito podía invertirse en comprar algún artículo de lujo, como una lámpara, un jeans, unos tenis o una blusa extra, aparte del uniforme café, igualitico —tres blusas, dos faldas o pantalones, medias y zapatos—, que supuestamente nos entregaban para trabajar.
Cómo explicarles, a estas alturas, que la libreta de productos industriales, gemela de la de abastecimiento pero para ropa, calzado y enseres domésticos, regulaba que recibiéramos, pagándola por supuesto y si teníamos la suerte de que “llegara” a la tienda en la fecha en que le correspondía comprar al grupo al que pertenecíamos —yo era F3 y jamás alcanzaba nada hasta ahí—, una muda de ropa al año y cada seis meses, un calzón o un brasier, no los dos, uno: o te tapabas arriba o te tapabas abajo.
Cómo explicarles y que me crean, que los jeans y los tenis de verdad los conocimos a fines de los setenta, cuando empezaron a llegar, cargados con todo lo habido y por haber, los familiares de la comunidad —o sea, los emigrados a Estados Unidos—, que hasta ese momento habían sido unos traidores apátridas a los que debíamos despreciar y no podíamos escribirles ni hablar con ellos, a menos que quisiéramos perder el trabajo o la posibilidad de estudiar una carrera en la universidad. Y que años después, ya en los noventa, el precio en el mercado negro —donde único se conseguían— de un pantalón de mezclilla o unos zapatos deportivos llegó a ser el salario completo de un profesional.
Cómo contarles que cuando abrieron, en la edad de oro de los ochenta, aquellas tiendas de ropa cara por la libre —o sea, fuera de la libreta—, las colas para comprar eran de días, la gente dormía a las puertas de la tienda y se trataba de unas blusas de brillo y unos suetercitos como de terciopelo, de verano en los países del Este, o sea, insoportables en el calor de la isla, unos zapatos plásticos que sacaban ampollas y unos desodorantes que daban una peste a grajo de padre y muy señor mío. Haciendo un ahorrito, mi madre nos compró una a Piri y una a mí, para que nos las fuéramos rotando. Ella, pobrecita, nunca volvió a usar nada nuevo desde que nosotras nacimos; tenía que conformarse con lo que íbamos dejando, ya desteñido y deshilachado, zurcido una y otra vez.
Cómo decirles que en aquella sociedad equitativa, donde todos debíamos ser iguales, las carencias y las ventajas no eran parejas si se trataba de los hijos de un trabajador que de los de un dirigente, habaneros o gente del interior. Porque en La Habana —queridos míos, no se me enfurruñen, que así ha sido siempre—, capital al fin y al cabo, todo era mejor y más accesible. Y de los jerarcas y sus hijitos más vale ni hablar…
Hace mucho, cuando en México o en cualquier lugar del mundo indagan acerca de este tipo de detalles de la vida cotidiana en Cuba —¡ya no digamos de la salud y la educación!—, prefiero cambiar de tema. “No lo entenderías”, me disculpo y callo. ¿Quién que no lo haya vivido podría comprenderlo? Escapa al entendimiento humano, incluso al más fantasioso o truculento, y siempre, al final de la larga y dolorosa explicación, acaban concluyendo que eso que contamos no es posible, que no hay quien pueda creerlo. O lo que es lo mismo: nos acusan de gusanos mentirosos y exagerados, y refuerzan su idea de que somos unos malagradecidos. Que muy bien hicieron en expulsarnos del Paraíso.
14 comentarios:
Definitivamente son buenas nuevas, que llenan de alegría lo mismo a los de allá que a los de aquí, porque sabemos que poco a poco van mejorando las cosas. Ojalá que se tomen medidas para resolver el auto abastecimiento y que el país no dependa totalmente de la teta venezolana, que se abra el mercado y no regrese nunca el período especial. Raúl está muy bien aconsejado por sus hijos, que hacen grandes inversiones en Europa y conocen el verdadero desarrollo del mundo, esos son los que en realidad están haciendo el milagro. Los ancianos que aparecen rodeándolo, sólo son figuras decorativas, emblemáticas necesarias para seguir manteniendo la imagen. Además, esos hijos quieren limpiar la imagen del mítico padre y convertirlo en redentor, es válido. ¿Pero quién nos quita lo sufrido?. Esperemos que para los que siguen allá se abran nuevos horizontes, por el momento aunque con recelo, nos alegramos de la maquillada.
LaPitu
Mi querida Odette, nada que agregar a éste texto, que quienes lo vivimos, sabemos que no le falta ni punto, ni coma.
Pero amiga mía, esa imágen que pusiste de la "bodega" cubana,!habla por si sola!!!.
Un abrazo
todavia en mi inmaginacion me paseo por el parque del ajedrez, y el regusto del caribe refino aun lo siento bien abojo en mi garganta(ahora solo tomo vocka and tonic). siempre le escuche a mi madre decir que serias una buena escritora, ahora veo lo que queria decir con eso; que bueno que estes bien y escribiendo un abrazo grande y que sigan las palabras de la verdad sobre el fenomeno cubano desenmascarando la tragedia que vivimos en los años del 60 a la actualidad.cuidate que de los buenos quedan pocos.
Niña Odette, hace unos cuantos días te comenté acerca de la esperanza cifrada por la gente en Cuba en cuanto a los cambios que impulsaría el hermano del otro cuando llegara al poder. Yo dudé en principio de tal expectativa.
Efectivamente, los cambios han comenzado. Como en cualquier lugar del mundo, ahora y poco a poco los ciudadanos en la isla podrán adquirir todo lo que quieran y manden, pero siempre de acuerdo con el poder adquisitivo de cada quien. Vengan, miren y compren... todo está ahí. Quién se atreverá a decir que no hay, que no existe. Sin embargo, de acuerdo con la información que tengo... ¡todo en dólares! Ciudadanos del mundo inundemos con dólares Cuba, pudiera ser un eslogan publicitario.
Sólo que existe un gran detalle: como en cualquier parte del mundo, el poder adquisitivo se rige por el nivel salarial de cada empleado. Así, si gano bien... puede comprar bien; si gano poco... puedo comprar poco; si gano una miseria... sólo puedo hacerme ilusiones, como en aquella frase de una canción urbana de Chava Flores que dice "a qué le tiras cuando sueñas mexicano..." que bien pudiéramos cambiar por "cubano".
¿Y los cambios políticos? Esos pueden esperar a otra transmisión del poder en línea sanguínea directa.
Querida Odette:
A diferencia de lo que estoy leyendo en las páginas de los entusiastas comentaristas europeos, a mí no me da ninguna alegría ver cómo el estado cubano oficializa la mendicidad. Las nuevas medidas no dicen que los cubanos se pueden comprar legalmente un celular, un DVD o una computadora. Lo que dicen es que no es "ilegal" que alguien se los compre. Porque te aseguro que a mi suegro no le alcanza ni para pagar el teléfono. Por lo tanto, lo que ahora le parece bien al estado cubano es que yo le pague un DVD, le compre un celular o pida un préstamo en mi pais para cambiarle la computadora. Cambiársela, por cierto. Porque me da la impresión de que la mayoría de las medidas aprobadas afectan a quienes ya las disfrutaban, bien porque se las financió su familia en el extranjero, bien porque se las pagó su hija que se prostituye con cualquier turista o con cualquier empresa extranjera.
Y lo que me parece más triste del asunto es que con un poco de circo de mierda como este, ya no se hable de los derechos humanos de las personas de la isla. Que ese tema ni importe. Lo que importa es que ya pueden comprarse un DVD. Y que siga la fiesta, que aquí somos felices. Y ahí están mis familiares políticos tan contentos porque podrán cambiarse el MP3 que me pidieron como objeto de primera necesidad en su último viaje por aquí.
pd. Aunque no soy cubano por más que me esfuerce, si me lo permites, suscribo totalmente tu escrito y me siento COMPLETAMENTE identificado con el último párrafo.
Ay, Odette, amiga mía, qué escéptico soy con el techo que pueden tener esas medidas liberalizadoras. Bueno, pensando en nuestros coterráneos, en su acontecer diario, me alegro mucho; pero qué pena tener que oír esas noticias como si fueran el Desembarco de Normandía. Dicen en el periodismo para definir qué es una noticia, que nunca lo sería que un perro mordiera a un niño, sino que un niño mordiera a un perro. Pues bien, que los cubanos puedan entrar a sus hoteles y demás ocurrencias, es equiparable en términos de noticia, a juzgar por el interés despertado en medio mundo, a que un niño haya mordido a un dinosaurio. Ya ves, así vamos. ¿A dónde? No lo sé bien pero "Cuba va". Por lo demás tu memoria es prodigiosa, aunque no sé si es higiénico, quiero decir saludable para uno mismo, tener una memoria tan buena cuando de aquellas miserias se trata. Jamás me había acordado de las libretas de racionamiento para la ropa con sus F1 y demás boletos. Madre mía, qué locura. Pero qué podemos esperar de un régimen que aportó al castellano y a las ciencias sociales hallazgos tan únicos como el "Punto de leche", el "Plan Java" o la "Oficoda". En fin, me encantó tu texto, pero intentaré olvidar su inventario de esperpentos lo antes posible. A ver si voy a estar recordando demasiado con el consecuente -y colateral- daño a mi mismo. En cualquier caso, muchas gracias como siempre por decir lo que se debe.
Un fuerte abrazo,
Jorge
Querida Odette, no te asombres, la lucha, y lo sabes por algunas experiencias que yo mismo he sufrido últimamente, es dura con mucha gente de por acá, que tiene un concepto tergiversado (que como bien dices en tu texto se han encargado de inocularle tanto el PRI, confabulado con el Gobierno de Cuba –todavía en Cuba no se ha publicado nada de la Matanza de Tlatelolco—) como los perredistas más románticos (no todos). Tu texto, no porque nos evoque amargas experiencias vividas, deja de ser desgarrador. Lo que me pregunto es por qué estos defensores de una causa que no es la suya, de una “revolución”, cuya intríngulis desconocen, no se van a vivir al Paraíso.
Bueno, esperemos que los aviso de un posible cambio se avizoren, porque cambios, en realidad, no hay en Cuba hasta el momento.
Cariños:
Félix Luis Viera
Hola, Odette...Me alegra saber de tí. Soy José Manuel(Poveda). Qué bien te veo en las fotos. Se ve que la vida te trata bien. A ver si algún día nos vemos en una Cuba sin los Castro, aunque sea todavía en un socialismo con bistéc.
Me alegra verte sonriendo en tu otra patria, México.
Un abrazo(fuerte)
Hola, Odette: he visto a tu madre en una foto de tu blog. Me alegra saber que está bien. Salúdala de mi parte.
En cuanto ande un poco mejor de tiempo, te escribiré al correo algo sobre el Parque del Ajedrez, un sitio del que tengo buenos recuerdos, y otros no tan buenos(como redadas policiales).
Cuídate,amiga.
Felicidades por tu blog. Lo hemos sumado a nuestra lista de enlaces. Y pusimos un video tuyo en el sidebar. Ya sabes, si alguna vez deseas publicar con nosotros, aquí estamos. Nos gustaría tenerte "archivada". Saludos.
Muy buen testimonio este, Odette. En efecto, explicar la miseria cubana, esa "media hambre" que soportamos tanto tiempo, esa escasez de todo que obligaba a las madres a "quitarse" lo mejorcito de la ropa y la comida para darnóslas a nosotros, es bien difícil, pues nadie que haya vivido bajo esas condiciones podróa comprenderlo del todo. Salud, educación, bloqueo, te dicen...
Bueno, solamente decirte que te agradezco mucho esta ventana hecha de palabras. No viví todo de lo que cuentas, pero sí conocí el principio, y sé de que hablas. Con el "Parque del ajedrez" te has convertido en un sol que calienta la verdad. Me encanta tu escritura, la forma de decir lo que nos duele.
Cuidate,
maya
ROSA MONTERO
Turulata
Contemplo turulata el goteo de medidas aperturistas que el actual gobierno cubano está regalando con entrañable magnanimidad a sus gobernados. Hete aquí que, de golpe y porrazo, ¡se permite a los cubanos alojarse en los mismos hoteles que los extranjeros! ¡Hurrraaaa!
Y pocos días después, ¡se autoriza la compra de microondas y vídeos! ¡Guau!
Pero espera, porque todavía hay una reforma más radical e intrépida: ¡los teléfonos móviles ya no serán de uso exclusivo de los mandamases! Lo repito para que te des cuenta de la enormidad: ¡los móviles van a dejar de estar prohibidos para los cubanos! ¿No es impresionante y superguay?
Cuanto más feroz es una dictadura, más opaca resulta y más se parece a un agujero negro que no deja escapar ni un rayo de luz. Pasó con la URSS, por ejemplo; en el momento, y desde fuera, casi nadie alcanzaba a atisbar completamente el grosor del horror que ocultaba, y fue sólo después, al colapsarse, cuando fue emergiendo capa tras capa su roña indecible.
Para quien quiera fijarse, hace mucho que está claro el totalitarismo cubano; acaban de cumplirse cinco años de la primavera negra, aquel paroxismo represivo que llevó a la cárcel, con penas de hasta 28 años de prisión, a 75 disidentes. Todavía quedan 58 dentro en condiciones terribles. Las Damas de Blanco, esposas de los presos, llevan años denunciando el infierno castrista con increíble coraje. Bastaría con pararse a escucharlas para saber, pero los humanos nos aferramos a nuestros prejuicios.
Por eso este goteo de disparatadas medidas puede ser útil para que algunos empiecen a ver lo que no veían: un país que prohíbe alojarse en el mismo hotel que los extranjeros, comprar un microondas, tener un móvil. Lo cual no es más que un símbolo estrafalario de las otras prohibiciones fundamentales. La punta del iceberg del gran infierno.
© El País (Madrid)
Nada es perfecto.
La revolucion cubana se hizo a sangre y fuego y mucho sacrificio, de ella ha salido un pueblo alfabetizado, graduados de todas las carreres como no se hubiera logrado nunca en un pais capitalista. Los logros estan ahi. Por eso todos los cubanos debemos estar orgullosos.
Claro que ha habido defectos.
Pero la realidad es que hemos llegado a pesar de el imperio a ser el orgullo de nosotros mismos.
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