Calle Pedro A. Pérez, Guantánamo, Cuba
A mi hermana Ena,
a la Marlencita en su cumpleaños quinicientos
Aquella noche de mayo bailábamos las canciones de Emmanuel con los amigos de Isel. Durmiendo vivir durmiendo, soñando vivir soñando… Era la celebración de cumpleaños de la anfitriona. Sólo las luces de la calle alumbraban la salita. Pero este terco corazón no te olvida no te olvida, aunque le busque un nuevo amor cada día cada día… ¿Qué año era, Marlen?, ¿83, 84? Fue la primera vez que fui Guantánamo sin imaginarme que sería la primera de muchas. La casa de Isel… tan parecida a la de mis abuelos, con las ventanas de las habitaciones abriéndose al patio estrecho y sembrado de macetas; el cuarto con dos camitas, como las de mi papá y mi tío Pepín.
Unos pocos años después, Anielka nos despedía con cara de pocos amigos en el portalito de Luz Caballero, y Ena, Ileana Matos y yo íbamos a sentarnos en los bancos amarillos del parque central una tarde calurosa, como todas las tardes de Guantánamo. Esa noche se inauguraría la Casa del Joven Creador y acabábamos de supervisar los últimos detalles del montaje de una exposición de Arquímedes Duvergel —¿era de Arquímedes o ya estoy inventando?— y de escuchar el ensayo en que Topete cantaba que no, que no, que el pensamiento no puede tomar asiento, que el pensamiento es estar siempre de paso, de paso, de paso… que nooo.
Antes o después, ya no lo sé, soy parte del jurado del encuentro provincial de talleres literarios junto a Minerva Salado y a Pequeño, y voy en una guagua hasta las salinas de Caimanera, deslumbrantes al sol del mediodía, pero no nos permiten la entrada a la base naval, que era el destino final de la visita. Y otra tarde como ésas, entro en la oficina de Ena en la biblioteca provincial y allí están los ojazos de Dinorah, tan niña. Al salir, cruzan la calle Carralero y Rebeca Ulloa, que vienen del Centro Boti. O estamos muy posesionados Alfredo Quintana y yo de la mesa principal en aquella salita en la que Lemus y Muñoa, entonces recién nacido —así piensa una criatura de 22 años de otra menor—, competían por el premio provincial de poesía.
Y de pronto se yuxtaponen mil imágenes: el portal de los Piñeiro y Mireya con sus modales finos, pausados, la voz baja de persona educadísima, de las pocas que quedan; una velada literaria en Baracoa, con Augusto de la Torre, Marlene Londres y de nuevo Pequeño; Maribel Guilarte en el aeropuerto de la villa primada; Pompa y Rissel haciendo la revista El Mar y la Montaña; el patio de Beneficencia, con un radio que grita en tiempo de carnaval: Mami, qué será lo que quiere el negro… y el primer cuarto que da a la calle, luminoso, tan parecido al de mi propia casa.
Hablando de cuartos, no recuerdo aire acondicionado más helado que el del Hotel Guantánamo cuando Ana Luz García Calzada me invitó a evaluar los cuentos participantes en quién sabe qué concurso, uno de tantos. Qué afán de pingüino el de los cubanos… Aquello parecía Alaska. Leía los textos envuelta en la colcha, tiritando, sacando de la cobija sólo la mano que sostenía las hojas mecanografiadas (que entonces la computadora sólo era un artefacto de ciencia ficción del que hablaban quienes viajaban al extranjero). ¿No hubiera sido más agradable y más cómodo que bajara un poco la temperatura?... ¡No! Nada como la ilusión del congelamiento para un tórrido ser tropical…
La noche en que anunciamos finalmente a los premiados, nos reunimos los jurados en la piscina del hotel a tomarnos unas cervecitas bien frías y conversar, entre otros mil temas, del impacto que implicaba para la sociedad cubana de aquellos finales de los ochenta el hecho de que la era Gorbachov convirtiera a la URSS, a la que siempre nos habían obligado a ver como madre límpida, ejemplo puro a seguir, en una puta malnacida y traicionera de la que había que renegar y esconder, al punto, por ejemplo, de sacar de la circulación las poquísimas revistas extranjeras que se distribuían en la isla: Novedades de Moscú, Tiempo Nuevo, Unión Soviética y Sputnik.
Ahora que esto escribo, Ena me cuenta que le prohibieron seguir colaborando en Venceremos, el periódico de Guantánamo, por haberse negado a respaldar un documento —de aquellos orientados por el DOR del Partido para justificar decisiones ya tomadas— que solicitaba la retirada de todas las revistas rusas, especialmente Novedades de Moscú, la más intelectual —y, por supuesto, tóxica—, a esas alturas muy permeada de la glasnost y la perestroika. Como rompió el papelito mimeografiado que debía firmar, una de sus compañeras de la biblioteca recogió los pedazos y los entregó al PCC provincial, adonde fue citada inmediatamente. Su respuesta de que ningún medio de información, por nocivo que fuera, debía retirarse del mercado, le valió la destitución de todos sus cargos, entre ellos el de coordinadora provincial de investigaciones culturales, y el hostigamiento policial posterior, que no menguó hasta su salida de Cuba.
Pienso en el Hotel Guantánamo y nos veo a Orlando y a mí sentados en el lobby, esperando que hubiera habitaciones disponibles, después de que, para poder pasar dos días alojados allí, nos presentamos como importantes funcionarios nacionales que íbamos a realizar una inspección urgente e impostergable (cosa lógicamente increíble en fin de semana y sin “reservación oficial”). Y vuelvo a vernos regresando a Santiago, domingo en la tarde, apiñados en un camión con dos millones de gentes y de paquetes que no cabían entre las cuatro filas de bancos adaptados como asientos, sin saber cómo acomodar las nalgas —flacas ya por esos tiempos pre-periodo especial— en aquellas tablas duras para aguantar el tiempo que faltaba de saltos y baches en la carretera. “Todo en este país es eterno”, protestaba Vicky, “Baraguá, el verano, este viaje…”
Y como las embajadas en el extranjero, también era Guantánamo el apartamentito de Playa donde ella desplegaba sus faldas y Michael de cuatro años bailaba “Toda la vida” de una balletística manera que a su madre le hacía sospechar que el niño iba a ser pájaro, cuando el plumífero era en realidad Emmanuel. Y gracias que entonces no existía el Chikili-cutre,* que si no, capaz que el pobre acababa en una “escuela diferenciada” sometido a toda clase de tests psicométricos. Allí conocí a Germán, joven y barbado, cuando todavía no trabajaba en la Biblioteca Nacional ni pensaba irse a Miami, y allí llegó la descuidada lengua de Juan Carlos Zamora con el chisme.
Mi arrogancia santiaguera me hizo pensar muchas veces en Guantánamo con injusto desdén. Pero lo cierto es que de las tierras del Guaso son buena parte de mis amigos más queridos, los que aún conservo. Allí pasé momentos gratos, me enamoré, merendé en aquel local pintado de rojo cuando todavía en la ciudad había heladerías y en las heladerías, helado. Y tomé mucho ron con Ena y nos hicimos hermanas hasta el día de hoy y ad infinitum.
“Qué lejos estamos”, pienso con nostalgia… Y a punto estoy de entristecerme, cuando reparo en que con lo único que no pudo aquel viejito de la barba cuyo nombre no menciono, fue con la internet. Tuvo la genialidad de dispersarnos por el mundo, divididos, como una diáspora, pero no contó con que los gringos, sus supuestos enemigos —realmente sus mejores aliados, quienes lo mantuvieron en el poder por casi medio siglo—, inventaran una supercarretera virtual, colgada de la nada, que nos mantiene más unidos que nunca, a la vuelta de un email.
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A mi hermana Ena,
a la Marlencita en su cumpleaños quinicientos
Aquella noche de mayo bailábamos las canciones de Emmanuel con los amigos de Isel. Durmiendo vivir durmiendo, soñando vivir soñando… Era la celebración de cumpleaños de la anfitriona. Sólo las luces de la calle alumbraban la salita. Pero este terco corazón no te olvida no te olvida, aunque le busque un nuevo amor cada día cada día… ¿Qué año era, Marlen?, ¿83, 84? Fue la primera vez que fui Guantánamo sin imaginarme que sería la primera de muchas. La casa de Isel… tan parecida a la de mis abuelos, con las ventanas de las habitaciones abriéndose al patio estrecho y sembrado de macetas; el cuarto con dos camitas, como las de mi papá y mi tío Pepín.
Unos pocos años después, Anielka nos despedía con cara de pocos amigos en el portalito de Luz Caballero, y Ena, Ileana Matos y yo íbamos a sentarnos en los bancos amarillos del parque central una tarde calurosa, como todas las tardes de Guantánamo. Esa noche se inauguraría la Casa del Joven Creador y acabábamos de supervisar los últimos detalles del montaje de una exposición de Arquímedes Duvergel —¿era de Arquímedes o ya estoy inventando?— y de escuchar el ensayo en que Topete cantaba que no, que no, que el pensamiento no puede tomar asiento, que el pensamiento es estar siempre de paso, de paso, de paso… que nooo.
Antes o después, ya no lo sé, soy parte del jurado del encuentro provincial de talleres literarios junto a Minerva Salado y a Pequeño, y voy en una guagua hasta las salinas de Caimanera, deslumbrantes al sol del mediodía, pero no nos permiten la entrada a la base naval, que era el destino final de la visita. Y otra tarde como ésas, entro en la oficina de Ena en la biblioteca provincial y allí están los ojazos de Dinorah, tan niña. Al salir, cruzan la calle Carralero y Rebeca Ulloa, que vienen del Centro Boti. O estamos muy posesionados Alfredo Quintana y yo de la mesa principal en aquella salita en la que Lemus y Muñoa, entonces recién nacido —así piensa una criatura de 22 años de otra menor—, competían por el premio provincial de poesía.
Y de pronto se yuxtaponen mil imágenes: el portal de los Piñeiro y Mireya con sus modales finos, pausados, la voz baja de persona educadísima, de las pocas que quedan; una velada literaria en Baracoa, con Augusto de la Torre, Marlene Londres y de nuevo Pequeño; Maribel Guilarte en el aeropuerto de la villa primada; Pompa y Rissel haciendo la revista El Mar y la Montaña; el patio de Beneficencia, con un radio que grita en tiempo de carnaval: Mami, qué será lo que quiere el negro… y el primer cuarto que da a la calle, luminoso, tan parecido al de mi propia casa.
Hablando de cuartos, no recuerdo aire acondicionado más helado que el del Hotel Guantánamo cuando Ana Luz García Calzada me invitó a evaluar los cuentos participantes en quién sabe qué concurso, uno de tantos. Qué afán de pingüino el de los cubanos… Aquello parecía Alaska. Leía los textos envuelta en la colcha, tiritando, sacando de la cobija sólo la mano que sostenía las hojas mecanografiadas (que entonces la computadora sólo era un artefacto de ciencia ficción del que hablaban quienes viajaban al extranjero). ¿No hubiera sido más agradable y más cómodo que bajara un poco la temperatura?... ¡No! Nada como la ilusión del congelamiento para un tórrido ser tropical…
La noche en que anunciamos finalmente a los premiados, nos reunimos los jurados en la piscina del hotel a tomarnos unas cervecitas bien frías y conversar, entre otros mil temas, del impacto que implicaba para la sociedad cubana de aquellos finales de los ochenta el hecho de que la era Gorbachov convirtiera a la URSS, a la que siempre nos habían obligado a ver como madre límpida, ejemplo puro a seguir, en una puta malnacida y traicionera de la que había que renegar y esconder, al punto, por ejemplo, de sacar de la circulación las poquísimas revistas extranjeras que se distribuían en la isla: Novedades de Moscú, Tiempo Nuevo, Unión Soviética y Sputnik.
Ahora que esto escribo, Ena me cuenta que le prohibieron seguir colaborando en Venceremos, el periódico de Guantánamo, por haberse negado a respaldar un documento —de aquellos orientados por el DOR del Partido para justificar decisiones ya tomadas— que solicitaba la retirada de todas las revistas rusas, especialmente Novedades de Moscú, la más intelectual —y, por supuesto, tóxica—, a esas alturas muy permeada de la glasnost y la perestroika. Como rompió el papelito mimeografiado que debía firmar, una de sus compañeras de la biblioteca recogió los pedazos y los entregó al PCC provincial, adonde fue citada inmediatamente. Su respuesta de que ningún medio de información, por nocivo que fuera, debía retirarse del mercado, le valió la destitución de todos sus cargos, entre ellos el de coordinadora provincial de investigaciones culturales, y el hostigamiento policial posterior, que no menguó hasta su salida de Cuba.
Pienso en el Hotel Guantánamo y nos veo a Orlando y a mí sentados en el lobby, esperando que hubiera habitaciones disponibles, después de que, para poder pasar dos días alojados allí, nos presentamos como importantes funcionarios nacionales que íbamos a realizar una inspección urgente e impostergable (cosa lógicamente increíble en fin de semana y sin “reservación oficial”). Y vuelvo a vernos regresando a Santiago, domingo en la tarde, apiñados en un camión con dos millones de gentes y de paquetes que no cabían entre las cuatro filas de bancos adaptados como asientos, sin saber cómo acomodar las nalgas —flacas ya por esos tiempos pre-periodo especial— en aquellas tablas duras para aguantar el tiempo que faltaba de saltos y baches en la carretera. “Todo en este país es eterno”, protestaba Vicky, “Baraguá, el verano, este viaje…”
Y como las embajadas en el extranjero, también era Guantánamo el apartamentito de Playa donde ella desplegaba sus faldas y Michael de cuatro años bailaba “Toda la vida” de una balletística manera que a su madre le hacía sospechar que el niño iba a ser pájaro, cuando el plumífero era en realidad Emmanuel. Y gracias que entonces no existía el Chikili-cutre,* que si no, capaz que el pobre acababa en una “escuela diferenciada” sometido a toda clase de tests psicométricos. Allí conocí a Germán, joven y barbado, cuando todavía no trabajaba en la Biblioteca Nacional ni pensaba irse a Miami, y allí llegó la descuidada lengua de Juan Carlos Zamora con el chisme.
Mi arrogancia santiaguera me hizo pensar muchas veces en Guantánamo con injusto desdén. Pero lo cierto es que de las tierras del Guaso son buena parte de mis amigos más queridos, los que aún conservo. Allí pasé momentos gratos, me enamoré, merendé en aquel local pintado de rojo cuando todavía en la ciudad había heladerías y en las heladerías, helado. Y tomé mucho ron con Ena y nos hicimos hermanas hasta el día de hoy y ad infinitum.
“Qué lejos estamos”, pienso con nostalgia… Y a punto estoy de entristecerme, cuando reparo en que con lo único que no pudo aquel viejito de la barba cuyo nombre no menciono, fue con la internet. Tuvo la genialidad de dispersarnos por el mundo, divididos, como una diáspora, pero no contó con que los gringos, sus supuestos enemigos —realmente sus mejores aliados, quienes lo mantuvieron en el poder por casi medio siglo—, inventaran una supercarretera virtual, colgada de la nada, que nos mantiene más unidos que nunca, a la vuelta de un email.
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* Rodolfo Chikiliquatre, personaje farsesco, como payasito de animación de cumpleaños infantil o de fiesta de disfraces chafa, que acaba de ser electo, por democrática votación popular, representante de España al próximo festival de Eurovisión con una ¿canción? titulada Baila el chiki chiki, que usted no debe perderse porque tal vez llegue, como yo, a la conclusión de que "La Macarena" y el "Aserejé" eran obras maestras.
5 comentarios:
Gracias Gorda, me hiciste recordar muchas cosas y me saltó arriba la nostalgia. Increíble como guardas recuerdos del Guaso, en realidad la pasábamos bien. Los guantanameros te queremos y siempre te hemos considerado hija adoptiva, no obstante a que tú y Marlencita lo consideren el pueblo más feo de Cuba. De todas formas, no han podido sustraerse, ninguna de las dos, a su encanto y han bebido sedientas de sus aguas (mansas y bravas). Gracias hermana, ha sido muy lindo de tu parte recordar La Aldea.
Un abrazo.
Ena
No recuerdo el año. Sólo recuerdo que para esa época ya eras lo que eres: una de mis mejores amigas.
Un abrazo.
la villamar
Bonito texto Odette, como todo buen relato, con ese final de colmo que lo ampara, que acredita su necesidad y su pedigrí... Conozco Guantánamo y nunca pude descifrar del todo sus claves, una incógnita para muchos cubanos, un lugar felizmente inquietante, con grandes contrastes: cultura y precariedad, pobreza y dignidad. En realidad, y pensándolo bien, siempre estuve de paso, camino a Baracoa: ciudad entrañable -de otro tiempo, a pesar de aquellos bloques de viviendas moscovitas que se empeñaban en atarla a su época- en la que siempre me sentí como en casa...
Sólo encuentro en tu texto una referencia extraña, en alguna medida desconcertante: ésa que haces al personaje con que España entera se ríe -cómo no- del Festival de Eurovisión este año; un personaje esperpéntico y efímero cuya aparición debes explicar vía asterisco. Pero no hay que ser trascendente. En última instancia, me ha hecho gracia que tal personaje -nonato, periférico y coyuntural- pida paso en tu texto de alguna manera. Ay, este mundo globalizado en el que no se sabe qué caminos conducen a dónde, en el que se nos sirven a la vez, ya ves, la guantanamera y el citado chiqui-chiqui...
En cualquier caso Odette, siempre leo tus textos con ganas y siempre me trasmiten, por encima de las lógicas tentaciones nostálgicas, muy "buen rollo".
Gracias de nuevo.
Abrazos,
Jorge
Ode:
Lindo recordar el parque 30. Me hiciste llorar con esos recuerdos, míos también.
Un beso.
M. Mulet
Querida Odette cuando una piensa con nostalgia se entristece como tú has dicho, pero quiero que te alegres de que ¡menos mal que ese “viejito con barbas” no pudo ni podrá con Internet!
Y alégrate aunque ahora soy yo quien está triste de ver el alcance que ya tiene ese mamarracho (bicho raro) que nos va a representar en Eurovisión. La Macarena suena como Bach al lado del Elvis españolito y encima la guitarra es vibradora.
Y cambiando de tema, como España ya no gana ese Festival qué más da lo que mande, total… no va a ganar y si encima le sale económico mejor.
BESOS pero no Chikiliquatreros.
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