martes, 4 de diciembre de 2007

Oficio: poeta




Esta mañana, de las bocinas de los vendedores del metro salía la voz de Silvio Rodríguez haciendo una vieja pregunta:


Compañeros poetas,
teniendo en cuenta los últimos sucesos en la poesía
quisiera preguntar, me urge,
qué clase de adjetivo se debe usar para hacer
el poema de un barco sin que se haga sentimental
fuera de la vanguardia o evidente panfleto.
Si debo usar palabras como Flota Cubana de Pesca
o Playa Girón.

Y recordé el entorno en extremo riguroso en el cual crecí, poéticamente hablando. Primero, Santiago de Cuba y aquel mítico taller literario tutelado por Aida Bähr, donde me codeé con lo mejor de la poesía joven en la provincia: León Estrada, Radhis Curí, José Mariano Torralbas, Alberto Garrido. Luego, en La Habana, al lado de Sigfredo Ariel, Soleida Ríos, Teresa Melo; cerca de Damaris Calderón y María Elena Hernández, de los muchachos de Vigía, de Nelson Simón, Wendy Guerra y Norge Espinosa, de Agustín Labrada, Camilo Venegas y Jesús David Curbelo, de Fowler, García Montiel, Fernández Larrea, Rodríguez Tosca, Dopico, Ponte, Carlos Alfonso, Bladimir Zamora y la gente de El Caimán Barbudo.
Aunque estuviéramos emborrachándonos con chispa’e tren o inventando un arroz aroma —creación de Soleida que lo único que tenía era olorcito... pero sabía a gloria en medio de aquella hambre—, aunque nadie profiriera un verso ni una cita clásica, allí circulaba la poesía. Era el aire que respirábamos. Y cuando nos mostrábamos los poemas, éramos implacables. Odio desde entonces los talleres literarios. Pero ellos —los talleres y los amigos— me enseñaron el rigor de orfebre con que se teje la poesía.
En los últimos tiempos, muchas veces me he preguntado dónde está la poesía, ese hilo sutil que nombra al mundo y a las cosas que lo pueblan, en medio de recitales y congresos llenos de señoras con estolas y pañuelos multicolores que leen versitos inflamados de pasión o combatividad, en los que dicen coger, vulva, vagina y acepciones menos científicas que describen con saña, o dan prosaicos vivas a la revolución universal y a la liberación femenina.
La lírica atraviesa un mal momento, pienso. La mayor parte de las editoriales se niegan a publicarla por no considerarla un negocio redituable; su público es cada vez más escaso; sus cultores sucumben aplastados por esa fauna de performistas que se hacen llamar poetas y creen reivindicar el género “actualizándolo” a los tiempos que corren.
Hace poco más de un año, después de ofrecer un recital en una plaza comercial en San Salvador, la poeta catalana Neus Aguado me decía que, a su entender, lo único que puede esperarse de las lecturas públicas de poesía es que algún verso, uno entre mil, como un flashazo, provoque una emoción, una reacción, un destello en alguno de los oyentes, aunque sólo sea momentáneo, aunque al instante se pierda y no se perciba, tal vez, más que una sensación, un presentimiento, algo registrado de manera absolutamente inconsciente, imposible de recordar.
Lo visual y lo auditivo, mezclados con las artes del espectáculo, incluso —y sobre todo— llevados al extremo de la vulgaridad, la banalidad o el circo, tienen más posibilidades de ser recordados que ese destello del que habla Neus. ¿Ya no le bastará a la poesía ser un género de “sólo lectura” (como algunos archivos cibernéticos)? En una estrategia ya no simplemente “de mercado” sino de sobrevivencia, ¿debe, entonces, transitar hacia el performance o la multidisciplinariedad para superar el olvido y la indiferencia? ¿Eran así, acaso, los aedas: un poco narradores orales, un poco actores, un poco bufones? ¿Hubo en los tiempos idílicos bardos solemnes que cantaran con todo respeto y compostura las glorias de los héroes y los dioses, y audiencias que les escucharan fascinados, imaginando los escenarios arcádicos y elegiacos, bucólicos o propicios al amor engalanado de doncellas y pajes que les describían aquéllos? ¿O fue ésa una fábula creada por los propios poetas en un afán de trascender, asidos a esas divinas ilusiones?
Y reflexiono, a la par de Martínez Estrada, que “la total impregnación del alma en las lecturas, es lo que fortifica los órganos del sentir y el pensar; la lectura activa es uno de los secretos del desarrollo y temple de los grandes espíritus”. Planteaba el filósofo argentino que en quien lee, el cerebro está entrenado en las rutinas del pensamiento y éste surge como un ejercicio gimnástico. Quien no lee, entonces, tendrá un cerebro fofo y sedentario, del que no podrá emerger la misma calidad y estructuración de reflexiones e ideas. ¿Será ese páramo el lugar donde deambulen los poetas del futuro? ¿Habrá poetas como tradicionalmente lo concebimos? ¿Alguien allí pensará en la poesía y encontrará en ella aliento?
No es fácil la vida del bardo, esa criatura endeble, en un mundo insensible e irracional; como tal vez ha sido siempre el mundo. Bien lo dijo Baudelaire, siglos ha: “Siempre será difícil ejercer, noble y fructíferamente a la vez, la condición de hombre de letras sin exponerse a la difamación, a la calumnia de los impotentes, a la envidia de los ricos […], a las venganzas de la mediocridad burguesa”.
El creador —sobre todo el que sufre la desdicha de tener que trabajar en una oficina gubernamental o administrativa— siempre es sospechoso de estar haciendo otra cosa. Indebida, por supuesto. Y es doblemente vigilado porque no limita su vidita al chisme o la grilla sindical y porque puede ser “reconocido” por los resultados de ese otro entretenimiento; es decir, su obra. La envidia y la mala fe florecen como plantas silvestres porque, como dijo Víctor Hugo: “el ultraje es un viejo hábito humano; lanzar piedras complace a las manos holgazanas; ¡ay de todo aquel que rebase la altura!”
Y suelen hacernos saber ese desprecio de las maneras más sutiles y también de las más burdas. Por sólo citar un triste ejemplo, en abril pasado me invitaron a celebrar el Día Mundial del Libro en Barcelona con la presentación de mi cuaderno de poesía El levísimo ruido de sus pasos. Pero mis jefes me negaron el permiso para ausentarme, aun cuando laboro en la editorial de la universidad que se precia de ser la más prestigiosa no sólo de América Latina, sino de toda la hispanidad. Que acomodara mis actividades literarias en las semanas de vacaciones, me dijeron, como si, para esperarme, el Sant Jordi catalán pudiera posponerse hasta mediados de julio, o fuera posible persuadir a los organizadores de los festivales, congresos poéticos y ferias del libro de concentrar sus actividades en las últimas semanas del año, de preferencia después de Navidad.
Cuenta Vicente Quirarte que Alí Chumacero suele decir a sus discípulos que el poeta sólo tiene una obligación: escribir. Y en una de las cartas recogidas en el Borges de Bioy Casares, el autor afirma: “Uno debe escribir los libros, y ninguna excusa es válida para no hacerlo. No tiene sentido decir que se presentó tal cosa o tal otra. Hay que escribir lo que uno tiene que escribir. Es el único deber; es el deber no sustituible por excusas”.
Pero trabajo en medio de un pasillo con tránsito constante, en unas caballerizas —esos gabinetes concomitantes de un metro cuadrado, sólo separados por medias paredes de vidrio y cartón piedra—, con el dispensador de agua a mi espalda y el único teléfono del área sobre la caja negra de mi CPU. A la intemperie; especialmente cada vez que alguno de mis compañeros, mientras llena su recipiente o llama a su familia, clava su mirada en la pantalla de mi computadora. Documentos en revisión, mensajes de correo, conversaciones de chat, consultas en Google o en el diccionario de la Real Academia y este mismo texto han sido inspeccionados en reiteradas ocasiones por sus insistentes ojos. ¿Cómo voy, así, a cumplir a cabalidad la obligación que señalaran don Alí o el viejo Bioy?
Cuando Oliverio, el protagonista de la segunda parte de El lado oscuro del corazón, la película de Subiela, afirma: “Yo tengo un oficio: soy poeta”, su mujer, que le ha estado buscando trabajo en los anuncios clasificados del periódico, le responde contundente: “¿Qué oficio es ser poeta? ¿Dónde dice aquí: Se busca poeta, buena remuneración?”
“¿A qué te dedicas”, me preguntó en cierta ocasión un vecino. “Soy poeta”, respondí. “Ajá —insistió—, eso haces en tu tiempo libre… pero ¿en qué trabajas?, ¿cuál es tu oficio?” Y aun siendo Cuba el escenario de esta anécdota, lugar donde todavía se respeta un poco a los poetas y a la literatura, el individuo en cuestión no hubiera quedado satisfecho si le respondía: “Oficio: poeta”.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Dura en la cotidianidad, querida Odette, pero somos una estirpe que lleva muchos siglos enfrentando todas las monstruosidades de la historia y siguen apareciendo esas líneas musicales que sedimentan el amor y la belleza, que nosotros llamamos poemas.
Estoy seguro que dentro de mil años, nadie en el mundo recordará a esos burócratas universitarios o a esos vecinos ignorantes que subestiman un oficio tan antiguo y valioso para el alma, pero los jóvenes de entonces repetirán: "Saltó desde mi ojo a la ventana / desnuda está en la acera mojada a la intemperie / bajo una luz extraña."
Te quiere, Agustín.

Anónimo dijo...

¡Qué de nostalgias me revuelcas con la sola mención de esa canción de Silvio! Gracias por retomarla y recontextualizarla en tu escrito, para hablar de la utilidad de la poesía, la muy maldita....

Daniel Torres

PD Linda también la entrada sobre tu mami y su odisea hasta el DF. Disfrútala mucho tú que la tienes viva!

Anónimo dijo...

Odile,hoy todo el mundo quiere ser poeta, eso es bueno, porque así engañan su alma y se hacen mejores, pero por otro lado, engañan también a los lectores que creen que esas ponxcvfytgy3uyffkk son poesías. Los que tienen el deber de orientar su trabajo hacia la calidad son los editores, a ellos es que hay que fusilar cada vez que saquen la mierda por ganar dinero.
Hay muy buena poesía hoy, lo que hay es que buscarla.
Besos
E

Anónimo dijo...

¡Hola Odette!
¿Cómo estás, chica? Ya sabes que siempre me gusta muchísimo leer tu blog. Este último con la canción de Silvio está buenísimo. Pero no me acuerdo de esa canción. Y nunca fui a nada literario en Cuba... ¡Ay, caramba! ¡Cuántas cosas divertidas me perdí! Sí me acuerdo de haber ido en una solita, desamparada ocasión a un taller literario que dirigía un profesor de nombre afrancesado, Lescayé o Nescayé, algo así, en la facultad de economía. Salí de allí espantada. En fin, yo era un bicharraquillo muy raro, así que probablemente fuera culpa mía y no del dichoso taller.
Abrazos,
Teresita

Anónimo dijo...

Querida Odette, alegrón grande encontrar tu blog y leerte y reencontrar tantos recuerdos, amigos, paisajes y el arroz aroma de Soleida. Va un abrazo grande,
Damaris

Félix Luis Viera dijo...

Adelante, mami, con la poesía no hay quien puede, ni los boyardos ni los tiranos. Ya antes te envié un mensaje, pero no sé hacerlo bien, ojalá que éste te llegue: Félix Luis

Anónimo dijo...

Te lo he dicho más de una vez, así que otra no está de más: gracias Odette, por escribir. Poetas como vos y sus obsequios hechos de palabras son, como dice tu amigo Agustín, quienes sobreviven al tiempo y las generaciones. Que la poesía verdadera no muere ni decrece, y vos has tenido que ver con eso siempre.Por favor, seguí con tu oficio.

BAO dijo...

Cierto Odette,
cabalgan siempre en mis ideas,con culpa, las horas de trabajo postergadas por cualquier razón.

me dediqué a editar poemarios, corrección de textos, edición de libros, para no estar lejos de las palabras.
siempre leo, no todo lo que quiero escribo y a veces huyo de mi misma

¡¡llevar adelante los planes!!
no postergar la escritura
robar instantes cortos o largos,
descolgar los teléfonos, madrugar o anochecer siempre

siempre me digo

sabemos que siempre no es fácil

Camila dijo...

Oficio:poeta,
alimentadora del espíritu,
que no te quite el sueño
los aullidos con disfraz.
Cada verso se aquilata
y vive más cuando se vuelve
un espejo
de mi misma identidad.



Un fuerte abrazo.

¡Muchas, muchas felicidades!