martes, 11 de septiembre de 2007

Mare nostrum

Bahía de Santiago de Cuba

A Piri



Las primeras veces que estuve en el Mediterráneo fue en el cuarto de televisión de mi casa de Santiago oyendo a Serrat en un viejo tocadiscos de aguja. En el mapa europeo del Pequeño Larousse, Piri y yo localizábamos Algeciras y Estambul para tratar de entender de la manera más aproximada “el sabor amargo del llanto eterno” y pensábamos que entre ambas ciudades seguramente habría un poco más de cien pueblos porque, de lo contrario, aprovechaban bastante mal el espacio en Europa.
Cuando en noviembre de 2003 esperé en el balcón de un hotel de Málaga a que el amanecer echara su luz sobre las olas grises del Mediterráneo, azotado por un temporal que mis amigos juraban y perjuraban que era inusual en esa región y en esa época del año, estaba segura de que iba al encuentro con un viejo conocido. Y así fue en ésa y en cada ocasión en que pude estar a su vera, en Alicante, Valencia o Barcelona, con frío, con lluvia o con sol.
Gente de mar, al fin y al cabo, habitantes de isla, eternos robinsones, estamos acostumbrados a que la vida transcurra en las orillas, a que las olas y el azul estén ahí, a la vuelta de la esquina. En la autonombrada capital del Caribe —a veces me pregunto si en Martinica o Guadalupe, por no decir en Puerto Rico o La Española, piensan que Santiago de Cuba es su capital—, en la más caribeña de las ciudades cubanas, es natural ver el mar desde sus empinadas calles. “Como una cicatriz/ los rieles del tranvía parten la calle en dos/ una suave pendiente los arroja hacia el mar/ con destellos que ciegan” dice mi poema “Santiago de Cuba”. Cuando lo escribí, mi cabeza volaba loma abajo por la calle de San Francisco de la mano de Manolito Borja —que Dios sabrá adónde se llevó y por qué.
Desde mi balcón de La Habana, a tres cuadras del malecón, el mar resplandecía a toda hora con ese azul profundo, casi índigo, que no he visto en ningún otro lugar. “El mar es una lástima de azul desperdiciado”, dice mi “Portales de la calle Infanta”. Allí, desde ese balcón de Concordia, oí las roncas sirenas de los pocos barcos que en los principios de los noventa entraban a la bahía. Allí inventé historias que poco duraron. Desde allí anduve todos los caminos posibles y en cada bocacalle podía ver el mar.
Por eso se cuela el viento por las hendijas de mis versos y huele a salitre. Y se van a la playa los personajes de mis novelas y hablan de nostalgia por las mareas los textos literarios que analizo en mis ensayos. Y el primer cuento que escribí empezó cuando la protagonista se tomaba un ron añejo triple mirando la lluvia caer sobre el pueblo marino de Santa Fe.
Por eso cuando Darsi me preguntó cómo me había acostumbrado a vivir en una ciudad sin mar, pensé en la canción de Serrat: “Quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa/ y escondido tras las cañas duerme mi primer amor/ llevo tu luz y tu olor por dondequiera que vaya”. Y en el mediodía mexicano —quién sabe si por efecto del ozono— sentí el olor salobre de los días de la infancia, cuando nos acercábamos a Siboney o Juraguá, o cuando en el camino hacia Caletón Blanco avistábamos los cañones oxidados de los barcos hundidos en la guerra que nos robó la independencia, o cuando mi abuelo José me llevaba a tirarle piedras al mar desde las almenas del Castillo del Morro. Y en el rojo atardecer del valle de los aztecas vislumbro la entrada de la bahía y el cayo Smith como si los mirara desde el acantilado donde colgaron el parque Frank País y, alrededor, como un escudo que me abraza, veo las montañas de Santiago de Cuba.

(Si das click sobre la foto, podrás ver la bahía con todos sus detalles, desde el Morro hasta La Socapa, el cayo en el medio con su iglesia en la punta. Está tomada desde Punta Gorda, creo que desde el parque Frank País; las casitas blancas son las del Barrio Técnico.)

5 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Gorda Pendeja!. Me has hecho llorar a chorros. Son mis mismos sentimientos arrebatados por tu siempre inteligente y bella pluma. Cuando te leo en algo como esto, los deseos de abrazarte me ahogan.
Hoy te quiero más. Gracias, gracias, gracias por el fuego.
Tuya, Ena

Unknown dijo...

que bueno que escribes estas cosas y pones palabras a nuestos pensamientos, los que hemos vivido con el mar nunca podremos dejar de olerlo¡¡¡
un beso grande desde el Mediterraneo( alicantino)que aunque grande huele diferente.
sonia

Anónimo dijo...

Pero mira que eres brava!!!!
Y como se de lo que hablas!, pues Buenos Aires apenas tiene un rio que, no se por que, ignora.
Darsi me hizo la misma pregunta, y claro que no pude responder con tu ingeniosidad, recuerdo que le dije que en el fondo no me acostumbre, pero que sobrevivia con esa carencia, que al final no era la unica.
Un beso graaaande y azul,
Carro

Anónimo dijo...

Chica, ¡qué lindo! Es un verdadero poema en prosa.
Casi se me olvida a veces el Malecón de La Habana. Pero es cierto, no hay que caminar mucho allí para encontrarse el mar.
Qué pena que yo no tengo recuerdos tan bonitos como los tuyos, ay. El mar que me viene a la mente (el de La Habana, nunca fui a Santiago, ni en coche ni en camello ni siquiera en el tren lechero), el mar de La Habana, te digo, tenía veinte olores y el mejor era a mierda. Será por eso que no siento nostalgia alguna, pero envidio a los que la sienten,
Teresita

Odette Alonso dijo...

Una amiga muy querida me dice:

"Me encantó tu blog. Muy santiaguero. Te diré que, cuando yo era niña, todos los días mi mamá o mi abuela me llevaban al Club Náutico, lo que tú llamas La Socapa ahora. Nosotros eramos miembros y me encantaba coger la lanchita en el puerto que nos llevaba por toda la bahía hasta la parada en el Club Náutico, donde desembarcabamos, al frente de Cayo Smith. Gracias por compartir esas imágenes tan lindas."

El Club Náutico. Así mismo le decía mi abuelo José cuando me llevaba de paseo a la bahía y cruzábamos en una lanchita hasta La Socapa. Claro que entonces de los mejores tiempos del Club Náutico quedaba poco: estaban deterioradas y en ciertas áreas hasta faltaban las maderas de la construcción y de las escaleras que subían hasta el amplio comedor con vista doble al mar. Había una victrola en una esquina que años después, cuando iba con mis amigos del pre o de la universidad, ya no estuvo. En la barra de antes, entonces ya no se servía nada. Ni almuerzos. Quién sabe cómo esté ahora, que el auge del turismo ha favorecido ciertas restauraciones y mejoras en lugares destinados a recaudar divisas.